Diario pinchado es un libro audaz en un sentido doble porque critica algo que muy pocos se atreven a criticar: el sistema de becas mundial y los escritores institucionales o becarios eternos, en este caso poetas lamentables. Y en un segundo nivel (que debiera ser el primero), el nivel de la escritura misma, imita una escritura que prácticamente todas y todos están desarrollando en nuestro continente, manual en mano: primera persona, en presente, diario cotidiano sin ningún tipo de profundidad, sin ningún tipo de lenguaje salvo el de la reproducción de los perfiles, para recordar a una poeta extraordinaria.
En ese sentido, parece un metadiario de una literatura antiliteraria, que es el sucedáneo de literatura que impera hoy. No me canso de repetir la frase de Strafacce: si no sos Proust, no me contés tu merienda. En “su” escritura, Mercedes Halfón emplea una mimesis de la lectura que hace de sus contemporáneos, donde por ejemplo se pregunta “¿Qué son los poemas que escriben los latinoamericanos residentes en Berlín?”; donde, de manera tácita, a lo largo de todo el libro, queda planteada una pregunta por la escritura: ¿Anotar diarios fomes es literatura? O en primera instancia, ¿esto es escribir?
Su mimesis es tan extrema, y conforme avanza el libro, se torna tan ácida la crítica soterrada, en principio, manifiesta después, que la entropía se hace notar en todos los diques que contienen a este tipo de “escritura”: semitemas (la desorientación, C. D. Friedrich), poner citas aisladas de un autor consagrado que legitime el tedioso ejercicio, hablar de otras obras de arte o libros que funcionen como metáforas, no salirse jamás de lo cotidiano, emplear un lenguaje lo más llano posible y siempre fragmentario, como si buscaran armar libros a partir de cajas vacías. Con este libro, Halfon desmantela, quizás sin buscarlo del todo, la estabilidad de una escritura estándar con una escritura estándar. Es un procedimiento tautológico, mimético, casi indistinguible. Quizás venga de antes, en su libro El trabajo de los ojos, donde adhiere a una literatura del ojo (no tanto de la mirada) que viene atiborrando los anaqueles de las librerías del mundo.
Esto se hace irrefutable cuando menciona la diarística berlinesa. La mención de Benjamin es ineludible al tiempo que cáustica: el pobre filósofo alemán no puede estar más manoseado. Por eso está allí: Benjamin es el epítome del citaje seudo intelectual. Después de un libro como este diario degonflé, ojalá nadie quiera escribir otro libro así. Halfon asume el riesgo y sale con bien; mordaz y crítica, ridiculiza un sistema que ha terminado por suplantar el campo. Pero no solo eso: ridiculiza una escritura imitándola hasta el hartazgo, de tal manera que este tipo de literatura queda cancelada. Lo único genuino entre las personas y paisajes de una Berlín ya no solo museificada sino que cementerizada es su amiga Franziska, cuya “cultura del cuerpo libre” hace respirar no solo al lector sino que a la autora.
La autora no sabe qué hace en Berlín, imán de artistas y escritores a nivel mundial. Parafraseando a Mladen Stilinovic, podríamos decir que “un escritor que no ha ido a Berlín no es un escritor”. Pasaba lo mismo con Francia durante el siglo XX; es lo que Gombrowicz señala en la nota final de Contra los poetas: así nacen sus versos.
La literatura se ha transformado en un sistema de prebendas y legitimaciones extraliterarias, donde la escritura es un proyecto (cuando no lo es), y que básicamente está para cumplir con la función de postular proyectos de escritores/as que no alcanzan a superar el estatuto de Twitter. De hecho, uno de los poetas aludidos en el libro es un guatemalteco que hace unos años publicó un libro de sus propios tuits mañaneros, además del arsenal de poemas donde desfilan indios vindicados en la voz de un poeta institucional que profita de lo exótico o del indigenismo. En Chile tenemos casos parecidos, solo que no tan internacionales.
En suma, un libro interesante que pretende acabar con una literatura-síntoma, anclada tal vez en lo que Charles Olson llamó “la dogmática naturaleza de la experiencia”, tratando de orientarse en un mar de etiquetas y hashtag, para en lo posible huir de esta literatura con audioguía, donde el lector no tiene qué leer y donde “los museos son como novelas”.