Sospecho que no me habría interesado por la tecnología ni habría terminado en Cambridge Analytica de haber nacido con un cuerpo distinto. Me dediqué a los ordenadores por defecto, porque no había muchas más cosas disponibles para un chico como yo. Me crié en la isla de Vancouver, en la costa oeste de la Columbia Británica, rodeada por océanos, bosques y tierras de cultivo. Mis padres eran médicos, y yo era su hijo mayor; después vinieron dos hermanas, Jaimie y Lauren. Cuando tenía once años, empecé a notar que las piernas se me ponían cada vez más rígidas. No podía correr tan deprisa como los demás niños, empecé a andar raro y, por supuesto, eso me convirtió en el blanco de los abusones. Me diagnosticaron dos enfermedades relativamente raras, cuyos síntomas incluían grave dolor neuropático, debilidad muscular y problemas de visión y de audición. A los doce iba en silla de ruedas (justo a tiempo para iniciar la adolescencia), y me acostumbré a ella durante el resto de mis días escolares.
Cuando vas en silla de ruedas, la gente te trata de una forma distinta. A veces te sientes más como un objeto que como una persona: tu modo de desplazarte es la forma que tiene la gente de comprenderte y definirte. Tienes que acercarte a los edificios y a las estructuras de una forma distinta. ¿Qué entrada podré usar? ¿Cómo llego a mi destino evitando las escaleras? Aprendes a buscar cosas que las demás personas ni siquiera notan.
No mucho después descubrí el aula de informática, que se convirtió en la única sala de toda la escuela donde no me sentía fuera de lugar. Afuera, había matones, o bien gente condescendiente. Incluso cuando los profesores alentaban a los otros niños a interactuar conmigo, siempre lo hacían por obligación, cosa que resultaba mucho más molesta todavía que el hecho de que me ignorasen. Así que me iba al aula de informática.
Empecé a hacer páginas web alrededor de los trece años. La primera fue una animación con Flash de la Pantera Rosa perseguida por un torpe inspector Clouseau. Poco después vi un vídeo para programar tres en raya en JavaScript y pensé que era lo más chulo que había visto en mi vida. El juego parece muy sencillo hasta que tienes que empezar a desmenuzar la lógica. No se puede dejar que el ordenador seleccione una casilla al azar sin más, porque sería muy aburrido. Tienes que guiar al ordenador y darle normas, como, por ejemplo, poner una X en una casilla adyacente a otra X…, pero solo si no hay ya una O en esa hilera o columna. ¿Y las X en diagonal, cómo se las explicamos?
Al final conseguí unir varios cientos de líneas de código espagueti. Todavía me acuerdo de la sensación de hacer un movimiento y luego contemplar cómo jugaba mi pequeña creación. Me sentía como un mago. Y cuanto más practicaba mis encantamientos, más poderosa se volvía mi magia.
Fuera del aula de informática, el colegio seguía siendo un espacio educativo en el que yo no era capaz de hacer nada ni se me permitía hacerlo, y no podía ser yo mismo. Mis padres me animaron a seguir intentando encontrar un lugar donde pudiera encajar, así que, cuando tenía quince años, pasé el verano de 2005 como interno en la Lester B. Pearson United World College, una escuela internacional en Victoria que llevaba el nombre del primer ministro canadiense que ganó el Premio Nobel y que ideó la primera fuerza pacificadora de la ONU durante la Crisis de Suez, en los años cincuenta. Pasar tanto tiempo con estudiantes de todo el mundo fue apasionante; por primera vez, me interesaron realmente las clases y lo que tenían que decir mis compañeros. Me hice amigo de un superviviente del genocidio de Ruanda; una noche que nos quedamos levantados hasta tarde en el vestíbulo de la residencia, me contó cómo fue asesinada su familia y qué sintió al tener que recorrer solo todo el camino hasta un campo de refugiados en Uganda. Era apenas un niño.
Sin embargo, fue después de estar cenando una noche en el comedor, donde alumnos palestinos y árabes estaban sentados delante de otros alumnos israelíes, y se vieron obligados a debatir a la fuerza el futuro de su país, cuando realmente empecé a despertar al mundo que tenía a mi alrededor. Me di cuenta de lo poco que sabía de todo lo que estaba pasando, y supe que quería saberlo, y rápidamente empecé a interesarme por la política. Durante el curso siguiente empecé a faltar a clase para asistir a actos del Ayuntamiento, con miembros locales del Parlamento. En el colegio raramente hablaba con nadie, pero en aquellos actos me sentía libre de expresarme. En un aula, te sientas atrás mientras el profesor te dice lo que debes pensar y cómo hacerlo. Hay un currículo, una fórmula de pensamiento. Pero en el Ayuntamiento descubrí justo lo contrario. Claro, el político da la cara, pero es la gente del público («nosotros») la que le tiene que decir lo que piensa. Esa inversión me resultaba increíblemente atractiva, y cada vez que los miembros del Parlamento anunciaban un acto, yo asistía, hacía preguntas e incluso les decía lo que pensaba.
Resultó muy liberador encontrar mi propia voz. Como cualquier adolescente, estaba explorando quién era, pero para alguien que es homosexual y va en silla de ruedas el desafío es aún mucho mayor. Cuando empecé a asistir a esos foros públicos, comencé a darme cuenta de que muchas de las cosas que estaba viviendo no eran temas exclusivamente personales, sino también asuntos políticos. Mis desafíos eran políticos. Mi vida era política. Mi simple existencia era política. Así que decidí convertirme en «político». Un consejero de uno de los parlamentarios, un antiguo ingeniero de software llamado Jeff Silvester, se fijó en ese chico sin pelos en la lengua que siempre aparecía por allí. Se ofreció a intentar encontrarme sitio en el Partido Liberal de Canadá (LPC), que también buscaba ayuda tecnológica. Pronto acordamos lo siguiente: al final del verano siguiente, empezaría mi primer trabajo de verdad, como ayudante en el Parlamento de Ottawa.
Pasé el verano de 2007 en Montreal, remoloneando por los espacios de hackers frecuentados por tecno-anarquistas franco-canadienses. Solían reunirse en edificios industriales recuperados, con suelos de cemento y paredes de contrachapado, en habitaciones decoradas con tecnología retro, como Apple II y Commodore 64. Por aquel entonces, gracias a un tratamiento, empecé a poder desplazarme sin silla de ruedas. (He continuado mejorando, pero mi experiencia como denunciante puso a prueba mis límites físicos. Justo antes de que se publicase la primera noticia sobre Cambridge Analytica, tuve un ataque y me derrumbé, inconsciente, en una acera en el sur de Londres, y me desperté en el Hospital University College por el dolor agudo de una aguja intravenosa que una enfermera me estaba introduciendo en el brazo). A la mayoría de los hackers no les importa absolutamente nada qué aspecto tengas, o si andas raro. Comparten tu amor por la profesión, y quieren ayudarte a mejorar en ella.
Mi breve exposición a las comunidades de hackers dejó una impresión permanente. Aprendes que ningún sistema es absoluto, nada es impenetrable, y las barreras son un reto. La filosofía hacker me enseñó que si cambias tu perspectiva hacia cualquier sistema, ordenador, red, incluso sociedad, puedes descubrir en ella fallos y vulnerabilidades. Como chico gay en silla de ruedas, llegué a comprender los sistemas de poder a una edad muy temprana. Pero como hacker, aprendí que todos los sistemas tienen sus debilidades, que están esperando a que alguien las explote.
Poco después de empezar mi trabajo en el Parlamento canadiense, el Partido Liberal se interesó por lo que estaba ocurriendo en el sur. En ese momento, Facebook se estaba volviendo muy popular, y Twitter acababa de tomar impulso; nadie tenía ni idea de cómo usar las redes sociales para hacer campaña, pues acababan de aparecer, por así decirlo. Pero una estrella naciente en la política presidencial norteamericana estaba a punto de apretar el acelerador.
Mientras otros candidatos se devanaban los sesos intentando imaginar cómo encajar en Internet, el equipo de Barack Obama montó My.BarackObama.com, e inició una revolución de base. Mientras otros sitios, como el de Hillary Clinton, se centraban en publicar anuncios políticos, la web de Obama focalizó su estrategia en proporcionar una plataforma para las organizaciones de base, para que se organizaran y ejecutaran campañas que alentaran el voto. Su web elevó mucho la emoción en torno al senador de Illinois, que era mucho más joven y más conocedor de la nueva tecnología que sus oponentes. Obama parecía lo que debe parecer un líder. Y después de pasar mis años formativos hablándome de mis limitaciones, el optimismo desafiante que transmitía con ese mensaje tan sencillo de «Yes, we can!» me sedujo. Obama y su equipo estaban transformando la política. Así pues, cuando cumplí los dieciocho, me contaba entre las personas que el Partido Liberal envió a Estados Unidos para observar las distintas facetas de su campaña e identificar nuevas tácticas que pudieran trasladarse a las campañas progresistas de Canadá.
Al principio hice el recorrido de un par de estados con primarias que se celebraban más temprano, empezando en New Hampshire, donde pasé un tiempo hablando con los votantes y observando de cerca cómo era la cultura estadounidense. Era divertido y revelador. Viniendo de Canadá, me sorprendió mucho ver lo distintas que eran nuestras sensibilidades. La primera vez que un estadounidense me dijo que estaba totalmente en contra de la «medicina socializada», el mismo tipo de sanidad pública al que yo accedía casi cada mes en mi país, me sorprendió muchísimo que alguien pudiera pensar de esa manera. Cuando ya lo había oído unas cien veces, empecé a asumirlo.
Me gustaba ir por ahí y hablar con la gente. Así pues, cuando llegó el momento de concentrarme en el grupo de datos, no me emocionaba demasiado hacerlo. Pero entonces me presentaron al director nacional de targeting de Obama, Ken Strasma, que rápidamente cambió mi forma de pensar.
Lo más atractivo de la campaña de Obama era su imagen de marca y su uso de los nuevos medios como YouTube. Era lo más cool, una estrategia visual que nadie había usado antes, porque YouTube era todavía muy nuevo. Eso era lo que yo quería ver, hasta que Ken me paró en seco. «Olvídate de los vídeos», me dijo. Tenía que profundizar más, ir al corazón de la estrategia tecnológica de la campaña.
—Todo lo que hacemos —me dijo— está basado en saber exactamente con quién tiene que hablar… y de qué temas.
En otras palabras: la columna vertebral de la campaña de Obama eran los datos. Y el trabajo más importante que producía el equipo de Strasma era el modelo que usaban para analizar y comprenderlos. Aquello les permitía traducirlos en aplicaciones, para determinar una estrategia real de comunicaciones mediante… la inteligencia artificial.
—¿Qué me estás diciendo? ¿Inteligencia artificial para las campañas?
Parecía increíblemente futurista, como si estuviéramos fabricando un robot para que devorase páginas y páginas de información sobre los votantes y luego escupiera unos criterios de targeting. Más tarde esa información viajaría hacia arriba, a los niveles más altos de la campaña, donde se usaría para determinar los mensajes claves y la imagen de marca para Obama.
La infraestructura para procesar todos esos datos procedía entonces de una empresa llamada Voter Activation Network, Inc. (VAN), que dirigía una fabulosa pareja homosexual de la zona de Boston, Mark Sullivan y Jim St. George. Al final de la campaña de 2008, gracias a VAN, el Comité Demócrata Nacional tendría diez veces más datos sobre los votantes que después de la campaña de 2004. Este volumen de datos, y las herramientas necesarias para organizarlos y manipularlos, dieron a los demócratas una clara ventaja a la hora de atraer votantes a los colegios electorales.
Cuanto más sabía de la maquinaria de Obama, más fascinado me sentía. Posteriormente, llegué a hacerles todas las preguntas que quería a Mark y Jim, porque al parecer les divertía que aquel joven canadiense hubiese viajado a Estados Unidos a aprender cosas de datos y de política. Antes de que yo viera lo que estaban haciendo Ken, Mark y Jim, no había pensado en usar las matemáticas y la inteligencia artificial para dar alas a una campaña política. De hecho, cuando vi por primera vez a hileras de personas con sus ordenadores en el cuartel general de Obama, pensé: «Los mensajes y las emociones son lo que crea una campaña ganadora, no los ordenadores ni los números». Sin embargo, enseguida comprendí que eran esos números y los algoritmos predictivos que creaban lo que separaba a Obama de cualquiera que se hubiera presentado antes a la presidencia.
En cuanto me di cuenta de la efectividad con que la campaña de Obama usaba los algoritmos para transmitir sus mensajes, empecé a estudiar cómo crear unos por mi cuenta. Había aprendido yo solo a usar los paquetes de software básicos como MATLAB y SPSS, que me dejaban jugar un poco con los datos. En lugar de fiarme de un libro de texto, empecé jugando con los datos Iris, un conjunto clásico para aprender estadística. Fui aprendiendo a base de prueba y error. Poder manipular los datos, usando los distintos rasgos de los iris, como la longitud del pétalo y el color, para predecir especies de flores, resultaba apasionante.
En cuanto comprendí lo más básico, pasé de los pétalos a las personas. VAN estaba llena de información sobre edad, género, ingresos, raza, propiedad de la vivienda, incluso las suscripciones a revistas y las millas aéreas que habían recorrido. Con las entradas correctas de datos, podías empezar a predecir si aquella persona votaría a los demócratas o a los republicanos. Podías identificar y aislar los temas que quizá no fueran prioritarios para ellos. Podías empezar a elaborar mensajes que tal vez podrían hacerles cambiar de opinión más fácilmente.
Para mí, era una forma nueva de entender las elecciones. Los datos eran una fuerza del bien, pues impulsaban esa campaña para el cambio. Se iba a usar para producir votantes primerizos, para llegar a gente que se sentía abandonada. Cuanto más profundamente me metía, más pensaba que los datos serían los que salvarían la política. No podía esperar a volver a Canadá y contarle al Partido Liberal lo que había aprendido con el futuro presidente de Estados Unidos.
En noviembre, Obama alcanzó una victoria decisiva sobre John McCain. Dos meses después, cuando unos amigos de la campaña me enviaron una invitación a la inauguración, volé a Washington para celebrarlo con los vencedores. (Primero tuve que superar un pequeño alboroto en la puerta, porque el personal no quería dejar entrar a un chico de menos de veintiún años a aquel evento donde había barra libre). Aquella noche me lo pasé de maravilla, charlando con Jennifer López y Marc Anthony, contemplando a Barack y Michelle Obama disfrutar de su primer baile como «primera pareja». Acababa de amanecer una nueva era. Por fin podíamos celebrar lo que podía pasar cuando la gente adecuada comprendía cómo usar los datos para ganar las elecciones.
Sin embargo, al comunicar directamente mensajes seleccionados a votantes seleccionados, el microtargeting de la campaña de Obama había iniciado un viaje hacia la privatización del discurso público en Estados Unidos. Aunque el correo directo formaba parte desde hacía tiempo de las campañas norteamericanas, el microtargeting dependiente de los datos permitía que las campañas cuadrasen una miríada de narrativas detalladas con universos detallados de votantes: tu vecino podía recibir un mensaje totalmente distinto que tú, y a lo mejor sin enteraros ninguno de los dos. Cuando las campañas se llevaban a cabo en privado, se podía evitar por completo el escrutinio del debate y la publicidad. La plaza pública, que es el mismísimo fundamento de la democracia norteamericana, iba siendo reemplazada cada vez más por la realidad online y las redes. Y sin escrutinio alguno, los mensajes de campaña ya no tenían que parecer mensajes de campaña. Las redes sociales creaban un nuevo entorno en el que las campañas podían aparecer, tal y como puso a prueba la de Obama, como si un amigo te estuviera enviando un mensaje, sin que tú te dieras cuenta de su origen o de la intención calculada de ese contacto. Una campaña podía parecer una web de noticias, una universidad, una agencia pública. Debido a la ascendencia de las redes sociales, hemos tenido que depositar nuestra confianza en que las campañas políticas son honradas, pues, si se dice alguna mentira, nunca nos vamos a enterar. No hay nadie que pueda corregir el registro dentro de un anuncio de red privado.
En los años que condujeron a la primera campaña de Obama, en las salas de juntas de Silicon Valley nació una nueva lógica de la acumulación: las empresas tecnológicas empezaron a hacer dinero debido a su capacidad de planificar y organizar la información. En el núcleo de ese modelo se encontraba una asimetría esencial del conocimiento: las máquinas sabían muchísimo de nuestra conducta, pero nosotros sabíamos muy poco de la suya. En una conveniente acción compensatoria, esas empresas ofrecían a la gente servicios de información a cambio de más información: datos. Los datos se han ido volviendo más y más valiosos. Facebook saca una media de treinta dólares de cada uno de sus ciento setenta millones de usuarios estadounidenses. Al mismo tiempo, nos hemos tragado la idea de que esos servicios son «gratuitos». En realidad, pagamos con nuestros datos un modelo de negocio que consiste en obtener atención humana.
Más datos suponen más beneficios, así que se desarrollaron patrones de diseño para animar a los usuarios a compartir cada vez más y más cosas sobre sí mismos. Las plataformas empezaron a imitar a los casinos, con innovaciones como el avance del texto infinito, y rasgos adictivos que se dirigían a los sistemas de recompensa del cerebro. Servicios como Gmail empezaron a rebuscar en nuestra correspondencia de una manera que llevaría consigo penas de cárcel, en el caso del correo postal tradicional. La geolocalización en directo, reservada en tiempos para los convictos con sus tobilleras, se añadió a nuestros teléfonos móviles, y lo que en años pretéritos se podía haber llamado escucha telefónica, se convirtió en un rasgo habitual de incontables aplicaciones.
Pronto nos encontramos compartiendo información personal sin dudar ni un segundo. Y a eso ayudó, en parte, un vocabulario nuevo. Lo que en realidad eran redes de vigilancia de titularidad privada se convirtieron en «comunidades», la gente a la que usaba esas redes para su provecho eran «usuarios», y el diseño adictivo se promovía como «experiencia del usuario», o bien «compromiso». La identidad de la gente se empezó a perfilar a partir de sus «rastros de datos» o «migas digitales». Durante miles de años, los modelos económicos dominantes se habían centrado en la extracción de los recursos naturales y la conversión de esas materias primas en artículos. El algodón se hilaba y se convertía en tela. El hierro se fundía y se convertía en acero. Se talaban los bosques y se hacía madera. Pero con el advenimiento de Internet, fue posible crear artículos de consumo con nuestras propias vidas, nuestra conducta, nuestra atención, nuestra identidad. Es como si hubiera empezado a procesar a la gente y a convertirla en datos. Nosotros serviríamos como materia prima de ese nuevo complejo industrial de datos.
Una de las primeras personas que vio el potencial político de esta nueva realidad fue Steve Bannon, un editor relativamente desconocido de una web de derechas, Breitbart News, que se fundó para reformular la cultura estadounidense según la visión nacionalista de Andrew Breitbart. Bannon creía que su misión era nada menos que una guerra cultural. Sin embargo, cuando le conocí, Bannon sabía que le faltaba algo, que no tenía las armas adecuadas. Mientras los generales de campo se centraban en la potencia de artillería y en el dominio del espacio aéreo, él necesitaba ganar el «poder cultural», la «dominación de la información», un arsenal propulsado por los datos, adecuado para conquistar corazones y mentes en este nuevo campo de batalla. La recién formada Cambridge Analytica se convirtió en ese arsenal. Perfeccionando las técnicas de los operativos psicológicos militares (PSYOPS), Cambridge Analytica propulsó la insurgencia alt-right de Steve Bannon en su ascenso. En esta nueva guerra, el votante estadounidense se convirtió en objeto de confusión, manipulación y engaño. La verdad se vio sustituida por unas narraciones alternativas, y realidades virtuales.
Primero, Cambridge Analytica (CA) puso a prueba esta nueva guerra en África y las islas tropicales de todo el mundo. La empresa experimentó con desinformación online a pequeña escala, falsas noticias y reseñas masivas. Funcionaba con agentes rusos y hackers empleados para colarse en las cuentas de correo de los candidatos de la oposición. Pronto, tras haber perfeccionado sus métodos lejos de la atención de los medios occidentales, CA pasó de instigar el conflicto tribal en África a instigar un conflicto tribal en los mismos Estados Unidos. Como salido de la nada, surgió en el país un levantamiento entre frenéticos gritos de MAGA! (acrónimo de «Make America great again», lema de la campaña electoral de Trump en 2016) y «¡Construye el muro!». De repente, los debates presidenciales pasaron de tratar ciertas posturas políticas a estar llenos de discusiones extravagantes sobre lo que eran «noticias reales» y «noticias falsas». En estos momentos, el país está viviendo las secuelas del primer despliegue escalonado de un arma psicológica de destrucción masiva.
Como uno de los creadores de Cambridge Analytica, comparto la responsabilidad de lo que ocurrió, y sé que tengo la obligación de enmendar los errores de mi pasado. Como tantas personas dedicadas a la tecnología, me dejé arrastrar estúpidamente por el orgullo y el atractivo del llamamiento de Facebook a «moverse rápido y romper las cosas». Nunca lo lamentaré lo suficiente. Sí, me moví rápido, construí cosas realmente poderosas y nunca me di cuenta de lo que estaba rompiendo hasta que fue ya demasiado tarde.
Mientras recorría las salas del complejo bajo el Capitolio, aquel día de principios del verano de 2018, sentía vértigo por lo que estaba pasando a mi alrededor. Los republicanos ya estaban investigándome. Facebook usaba empresas de relaciones públicas para difamar a sus críticos, mientras que sus abogados habían amenazado con informar sobre mí al FBI en relación con un ciberdelito sin especificar. El Departamento de Justicia estaba bajo el control de la Administración Trump, que ignoraba públicamente las convenciones legales de siempre. Había conseguido incomodar a tantos intereses que a mis abogados les preocupaba sinceramente que el FBI me arrestara en cuanto terminásemos. Uno de mis abogados llegó a decirme que lo más seguro para mí era que me quedara en Europa.
Por motivos de seguridad y por razones legales, no puedo citar directamente mi testimonio de Washington. Pero les diré que entré en aquella sala con dos expedientes muy gordos que contenían centenares de documentos. En el primero llevaba correos electrónicos, memorias y documentos que demostraban la extensión de la operación de recogida de datos de Cambridge Analytica. Ese material demostraba que la empresa había reclutado a hackers, había contratado a personal con vínculos conocidos con la inteligencia rusa y había llevado a cabo sobornos, extorsiones y campañas de desinformación en elecciones de todo el mundo. Había memorándums legales de carácter confidencial de abogados que advertían a Steve Bannon de las transgresiones de la Ley de Registro de Agentes Extranjeros, así como un montón de documentos en los que se explicaba que la empresa había recurrido a Facebook para acceder a más de ochenta y siete millones de cuentas privadas, usando esos datos para intentar eliminar los votos de los afroamericanos.
El segundo expediente era más delicado. Contenía cientos de páginas de correos electrónicos, documentos financieros y transcripciones de audio y mensajes de texto que yo había conseguido a escondidas en Londres aquel mismo año. Tales documentos los había pedido la inteligencia de Estados Unidos y detallaban las íntimas relaciones entre la embajada rusa en Londres, los socios de Trump y los principales actores de la campaña del Brexit. El expediente demostraba que las figuras más importantes del alt-right británico se reunieron con la embajada rusa antes y después de ir a encontrarse con la campaña de Trump. Se descubrió que al menos tres de ellos recibieron ofertas de oportunidades de inversión preferentes en compañías mineras rusas, que podían valer millones. Lo que quedó claro en esas comunicaciones era que el Gobierno ruso había identificado enseguida la red anglo-americana alt-right, y que quizás hubiese maquillado las cifras interiormente para convertirse en agentes de acceso de Donald Trump. Se veían las conexiones entre los hechos principales ocurridos en 2016: la subida de la alt-right, la sorprendente aceptación del Brexit y la elección de Trump.
Pasaron cuatro y cinco horas. Yo estaba muy ocupado describiendo el papel de Facebook en todo lo que había ocurrido, así como su culpabilidad.
—¿Estuvieron alguna vez en manos de posibles agentes rusos los datos usados por Cambridge Analytica?
—Sí.
—¿Cree usted que había un nexo entre la actividad en Londres patrocinada por el Estado ruso durante las elecciones presidenciales de 2016 y las campañas del Brexit?
—Sí.
—¿Había comunicación entre Cambridge Analytica y WikiLeaks?
—Sí.
Finalmente vi un brillo de reconocimiento en los ojos de los miembros del comité. Facebook ya no es solo una empresa, les dije. Es también una vía de acceso hacia las mentes del pueblo estadounidense. Mark Zuckerberg dejó abierta esa puerta de par en par para Cambridge Analytica, los rusos y quién sabe cuánta gente más. Facebook es un monopolio, pero su conducta no es simplemente un asunto regulatorio, sino que es una amenaza para la seguridad nacional. La concentración de poder de la que disfruta Facebook es un peligro para la democracia estadounidense.
Manteniendo un delicado equilibrio entre múltiples jurisdicciones, agencias de inteligencia, sesiones legislativas y autoridades policiales, he prestado más de doscientas horas de testimonio jurado y les he entregado más de diez mil páginas de documentos. He viajado por todo el mundo, desde Washington a Bruselas, para ayudar a los líderes a desmantelar no solo Cambridge Analytica, sino también las amenazas que suponen las redes sociales para la integridad de nuestras elecciones.
Sin embargo, en mis muchas horas prestando testimonio y aportando pruebas, he llegado a darme cuenta de que la policía, los legisladores, los organismos reguladores y los medios de comunicación no saben muy bien qué hacer con toda esa información. Como los delitos ocurrieron online, y no en alguna ubicación física, la policía no se pone de acuerdo sobre a quién corresponde la jurisdicción. Como la historia implica software y algoritmos, muchos se encogen de hombros, sin saber cómo actuar. Una vez, cuando una de las agencias de la ley con las que me relacionaba me llamó para interrogarme, tuve que explicar los conceptos fundamentales de la ciencia informática a unos agentes que se suponía que eran especialistas en delitos tecnológicos. Garabateé un diagrama en un trozo de papel, y me lo confiscaron. Técnicamente, era una prueba. Sin embargo, ellos bromeaban diciendo que lo necesitaban como chuleta para entender un poco qué era lo que estaban investigando. LOL, muy gracioso, chicos.
Nos han educado para que confiemos en nuestras instituciones, en el Gobierno, en la policía, en los colegios, en los organismos reguladores. Es como si tuviéramos asumido que hay un tipo sentado en un despacho con un grupo secreto de expertos, con un plan. Como si diéramos por bueno que si ese plan no funciona, no importa, siempre hay un plan B… y un plan C… En definitiva, alguien que esté al mando se ocupará de eso. Sin embargo, en realidad, ese tipo no existe. Si decidimos esperar, no vendrá nadie.