Aprendí de la lectura de Michel Leiris a observar los rincones del techo con detención. A especular sobre las evocaciones que generan estos espacios. En el fondo habla de escondites, de los lugares que le sirven para fugarse, discurrir, elucubrar. Leiris es un autor que dedicó su vida completa a escudriñarse sin piedad y a escribir sobre otros. Edad de hombre es un autorretrato literario ejemplar y el ensayo sobre Francis Bacon esclarece con intensidad la pintura de este artista, su técnica, y los intersticios existenciales que lo rodean.
La interrogante que subyace al proyecto de Leiris es cómo mirar. Buscó alternativas en los viajes, la antropología, el surrealismo y las experiencias salvajes. En Las reglas del juego va destejiendo las veladuras de la realidad con palabras exactas. Pasa de los recuerdos a las acotaciones en un tono hondo. Elabora teorías -entre otras, una sobre la mudanza y la vejez- para luego refutarlas. El ejercicio de la crueldad lo practica a través de su estilo de frases retorcidas aplicadas con rigor. Desentrañar, ver desde los sentidos y revelar es su poética: “Si bien es cierto que se da con excesiva frecuencia la descorazonadora impresión de que me separan de la naturaleza múltiples pantallas, creo en cambio que puede verse el reflejo de esas pantallas en lo que escribo, incluso aunque esté velada la observación de lo que sucede en las cuatro paredes en donde se materializa, en lo tocante a la geometría, el secreto de mi despacho”.
Encuentro un eco del carácter intelectual de Leiris en el libro Tríptico. Tres estudios sobre Francis Bacon de Jonathan Littell. Ambos relatan cómo van modificando sus percepciones a medida que se involucran en la descripción de los fantasmas que circulan en torno a las obras. Leiris es menos estructurado, va al hueso. Littell insiste en contar una historia de cada pulsión; acude más a la cultura y menos a sus instintos. La intriga que genera el tremendo realismo de los monstruos que pinta Bacon da para hacer asociaciones con Goya y Velázquez, pero también para referirse al pintor en lo íntimo.
Es ineludible la condición especular de los textos sobre arte. Al referirse a una obra, se acaba en confesiones oblicuas.
Vi los trabajos de Juan Downey que expuso en Il Posto. Fue una visita virtual. Quedé impactado por su contundencia. Sentí que eran sucesivas representaciones del deseo convertidas en sistemas. Pensé cuánto me encantaría leer sobre él un estudio vehemente, que no evite lo biográfico. Mi desidia me ha impedido ubicar ese texto que debe existir.
En Instagram hay imágenes de la exposición de Natalia Babarovic en la Galería D21. Conozco y admiro su obra. La soledad y la melancolía de lo que diviso me obliga a pensar en cómo el realismo se esfuma por la tensión alucinatoria de los colores. Atmósferas saturadas, compuestas para reflejar situaciones psicológicas. Se trata de estudios sobre la histeria de una jueza o sobre el horror al vacío. El romanticismo y la neurosis de Babarovic se conjugan a la perfección en estas obras que iluminan lo opaco con una ambigüedad que hipnotiza, tensa.
Días atrás quedé asombrado cuando vi fotos de una obra de Francisca Aninat. Era un libro hecho de tela cuyas páginas están pintadas por ambos lados. La instalación formaba en la pared un ángulo, una esquina. Los colores eran tenues, con zonas oscuras, espesas, dibujos soterrados tras el negro. En otra, estaba expuesto por el revés el mismo objeto: era psicodélico, con tonos ácidos, delirante. El doblez me intriga, así como el hecho de desmembrar un volumen. Aninat elimina lo narrativo para mostrar el espesor sensorial, es decir, las emociones contrapuestas de toda lectura. Por asociación fui a Ernst Curtius, que explica el tópico de “el libro de la naturaleza”, interpretado como un rostro, una carta, un paisaje.
Ni siquiera alcanzo a esbozar lo que, sin duda, hay en estas obras. Acercarse es imprescindible, notar la materialidad. Esclarecer el arte con el lenguaje obliga a proveer de articulación y voz a percepciones irracionales. Requiere energía y complicidad con las obras. Cada vez que me topo con autores que se lanzan a experimentar en estos registros, los persigo. El breve tratado en el que Mark Strand se interna en el mundo de Edward Hopper es un ensayo impecable, sutil y esclarecedor. El acercamiento literario permite intimar con las obras, apropiarse, cruzarlas con la memoria. Adriana Valdés y Roberto Merino se me vienen a la mente de inmediato por el trazo de sus sensibilidades. Le han dado al arte chileno, no solo cuerpo, sino que intuiciones, relatos y sueños.