Eran días difíciles de procesar para Rafael Gumucio viviendo en Nueva York, a principios de abril de este año, cuando se decretó la pandemia. Se sentía perdido, confundido. Sin embargo solo se trataba de elegir entre dos simples opciones: o seguir con el particular ritmo acelerado de la ciudad (ya no frenético por la menor oferta), tomando al coronavirus como una gripe que viene con más tos; o violentar la realidad y conducirse sin movilizarse en estado koala, cargándole al Covid-19 la característica de una enfermedad grave y demasiado a la mano (ante la que ningún resguardo es suficiente).
En Manhattan se dio a los habitantes la libertad de actuar según estos dos caminos. Gumucio eligió el primero y vociferaba a quien quisiera escucharlo que el virus no era grave (en este aspecto creía firmemente en Donald Trump y en todo lo sorpresivo, basándose en el estallido social en Chile). Hacía lo que fuera por seguir juntándose con otros amigos temerarios como él. De ahí que semanas más tarde en los Hamptons, donde pasaba unos días con su mujer y sus hijas, una violenta caída en bicicleta llegara cargada de significado. De una forma casi bíblica el evento se produjo como una metáfora de su actuar: porque yendo muy rápido frenó demasiado fuerte.
Tirado en el suelo —nadie quería acercársele por miedo al contagio, solo uno se apiadó pero exigiendo la pronta desinfección del celular—, se percató de que, pese a que sangraba de la cabeza, el problema real que habría de enfrentar los próximos meses radicaba en que no podía mover las manos. Se había roto las dos muñecas. Era un escritor sin poder escribir.
Todo esto lo cuenta en el epílogo de La piel del mundo (Literatura Random House, 2020), un conjunto de textos ingeniosos, bien motivados y con cero grasa sobre su paso por ciudades que lo marcaron radicalmente: Nueva York, Puerto Príncipe, Madrid y Barcelona. Textos insólitos: ¿a quien más que a Gumucio se le podría ocurrir partir sus crónicas de Haití hablando de sus habitantes ricos? Pero justamente son estas contradicciones las que van generando retratos tan verosímiles.
Muchos de sus pensamientos, reflexiones y observaciones las plantea con la severidad de una sentencia. Esto porque el mayor tiempo que Gumucio ha pasado en un país ininterrumpidamente fue en Chile, 14 años. De ahí que sepa categórico lo que es ser extranjero. “Solo la gente que está muy segura del lugar donde viene piensa que ser extranjero puede ser agradable… ser extranjero es vivir dando explicaciones. Es estar siempre en espera de ser admisible… ser extranjero es ante todo ser sospechoso… de nada me ayuda tener un rostro Magrebí, un apellido vasco y un pasaporte lleno de timbres raros”. Y a partir de sentirse extraño es como se conoce a sí mismo. “Recorrer la piel del mundo me ha devuelto mi propia piel… soy del exterior, lo confieso. Para mí afuera también es adentro”.
¿Cómo se aprende inglés viendo Telemundo?
En la parte sobre Nueva York, Gumucio narra con humor e ironía —pero también con una honestidad que lo tira al suelo— lo que es aprender inglés para un latino con mal oído. Pasar cuatro horas en un instituto no sirve. La barrera principal del idioma para un latino —cuenta— es la gramática, sobre todo cuando se tienen tantas ideas dando vueltas en la cabeza. Ponerlas en orden ya es difícil en el propio idioma, especialmente cuando se las convoca aceleradamente —que es lo que le pasa a Gumucio—, y para llevarlas al inglés muchos —como él— caemos en la trampa de la traducción literal, palabra por palabra, que a oídos de los gringos parece una broma —cuenta—, asombrados de ver cómo un adulto se expresa como un niño o con las facultades mentales reducidas.
¿Quién no elude lo que lo complica?: “Yo espero el momento resistiéndome a la gramática, intentando derrotarla a punta de excepciones… Se suele decir que el inglés es una lengua lógica, que busca la síntesis, la libertad y el ahorro, pero yo no soy lógico, no soy sintético y —mal que mal soy chileno— tampoco soy libre. En vez de aprender me refugio, me defiendo, me protejo y después de pasar horas tomando metros equivocados (por ser incapaz de entender lo que dice la voz por megafonía), me escudo en mi departamento a ver Laura en América en Telemundo”.
Nueva York, la ciudad rehabilitada
Fuera de sus experiencias personales, como su afición a comprar ternos de colores en el Harlem, o sentirse el Napoleón de la propia cotidianeidad cuando pasa tiempo en las lavanderías, las observaciones que ofrece de Nueva York le calzan tan justo que uno se pregunta cuándo lo irán a traducir al inglés para que los neoyorquinos puedan verse en este espejo particular e ingenioso que son las palabras de Gumucio.
Acertivo es sobre los negros cuando dice que son la clase obrera pero que ya no trabajan en fábricas. “Son la mancha original que confirma que la escala social no es producto de la voluntad”.
O cuando compara la ciudad con un ex adicto que ha perdido el gusto por la heroína y la cocaína pero no su ansiedad, de ahí que todo en ella sean excesos, incluso el yoga o el vegetarianismo; todo debe ser demasiado.
Kafkianos son los “fucking” laberintos que se producen con el funcionamiento de los sistemas de telefonía o compras que terminan en otra dirección. Entonces, un abogado es el único intérprete de la realidad: “los abogados de Estados Unidos son los aduaneros de la realidad. Los que definen qué es real y qué no, qué es posible y qué no”.
¿Cómo son los ricos en Haití?
A Nueva York llega varias veces siguiendo a su mujer, en Haití solo pasa tres semanas. Sin embargo su apego se debe a que su madre vivió allí siete años acompañando a su marido diplomático, y porque en una oportunidad termina con una infección al hacerse una cirugía estética para probar su inquebrantable fe en la medicina haitiana.
Pero Gumucio no se decide por lo obvio, la forma digna de ser del haitiano, la pobreza y la aparente ausencia de Dios que solo lo evidencia mejor: “Ese lugar que la prensa internacional suele describir como alejado de Dios, pero donde uno lo siente muy cerca”. Y aunque también desarrolla la visión antropológica, se pega un salto para relatar la vida de los millonarios: “Ser rico en Haití es más caro que ser rico en Nueva York. En un país que no cuenta con red de agua potable, de luz, de telecomunicaciones, para vivir con relativo confort hay que gastar grandes sumas de dólares en generadores, agua en cisterna, guardias privados, televisión, teléfono e Internet satelitales… Eso si se quiere simplemente igualar a una familia de clase media chilena… Sobrevolando la miseria más absoluta hay mansiones, escuadras de alazanes árabes, restaurantes franceses, vinos chilenos y mantequilla de maní estadounidense. Teniendo que a cada paso obviar la omnipresencia de la miseria, se vive de lo más bien en un Haití que habla francés, creole e inglés, que compra en Miami, veranea en el sur de Francia y hace negocios donde no hay economía”.
Gumucio, uno de los más destacados cronistas chilenos, en La piel del mundo se consolida al conseguir construir esta no ficción personal dejándose ver lo justo y necesario, con peripecias sobre su choque cultural pero sin cargarse al yoísmo narcisista, ni dar jugo. A punta de contundentes y filosos análisis, y también levantando curiosidades, va formando un tejido de reflexiones ajustadas con pericia. A partir de los lugares, sus habitantes y costumbres, Gumucio encuentra, pule y domina la vida que le llega, no obstante, extraña y sin orden ni concierto.