David no quiere ir. No conoce a la banda californiana Eagles of Death Metal y el viernes es su único día libre en el bar donde trabaja, ubicado en el 5° Distrito de París. Está cansado.

Pero su amigo Guillaume le insiste, y se ofrece para comprarle una entrada. David también se entera que Josh Homme, fundador de uno de sus grupos favoritos, Queens of the Stone Age, ayudó al guitarrista Jesse Hughes a conformar su banda, la que se presentará el 13 de noviembre en el teatro Bataclán. Un lindo vínculo.

Finalmente acepta, irá.

Llega el día, viernes 13. Casi es mediodía y David despierta con hambre. Tiene veintitrés años y pasa la tarde en su casa descansando. Cuando anochece, está algo nublado, pero no hace tanto frío. El invierno se acerca lento. Él se está preparando para salir cuando su papá lo mira y le habla:

—¿Dónde vas?

—No te preocupes, voy a un concierto.

Rehén en el Bataclán: la noche que cambió mi vida

Su padre lo abraza y, de la nada, le dice:

—David, nadie te puede robar tu alma.

No entiende bien qué le quiere decir, pero su padre es protestante y no le sorprende tanto su peculiar consejo. Solo le responde: “No te preocupes”. Un rato después, se despide también de su mamá y sale de casa hacia el teatro, donde se reúne con cuatro amigos.

Son cerca de las 22 horas. El teatro tiene capacidad para 1.500 personas y está lleno. Solo brillan las luces rojas del escenario. David graba un video del concierto y se lo envía a su padre; es una costumbre que tiene. Luego se toma un momento para ir al baño. Revisa su celular, tiene un mensaje de su papá: “David, tiroteos en París, varias bombas... hay muertos en el Stade de France. Cuídate, hijo”.

La sala de conciertos Bataclán

Cuando regresa al show, Eagles of Death Metal lleva cuarenta minutos tocando y están terminando la canción “Kiss the Evil”. De pronto, unos ruidos se cuelan entre la música, se escucha un sonido seco y metálico.

“¡Allahu akbar!” (Alá es grande). Ese es el grito, la consigna que se empieza a escuchar abajo en la platea.

La ventana

David está arriba, en el balcón del teatro. Los ruidos extraños vienen de la platea. “Quizás son petardos”, piensa David. “O algo que es parte del show”. Pero no. Sus días jugando al videojuego Counter-Strike —en que se enfrentan dos equipos, uno terrorista contra uno antiterrorista— le permiten reconocer ese ruido: un fusil de asalto AK-47. Pierde de vista a sus amigos y se agacha. Se empieza a arrastrar por el piso hacia un costado.

Hay olor a pólvora. A sangre.

Siente asco.

Llega a un pasillo y se encuentra con un hombre.

—Vamos a la ventana —propone David.

Escucha gritos. Desde arriba, se asoma por el alféizar que da a una calle lateral del teatro. Abajo está la salida de emergencia. Hay cuerpos en el suelo, inmóviles. No sabe qué sentir, quizás algo así como un vacío. Una mezcla de furia y miedo. Pero las emociones están contenidas, encerradas.

Rehén en el Bataclán: la noche que cambió mi vida

Sabe que los terroristas están subiendo. Para esconderse, se sale por la ventana y se cuelga para llegar al techo, aferrado a una tubería. A su lado se cuelga otro sujeto. David le habla y le pregunta su nombre. Se llama Sébastien. Hay una mujer que se está colgando más abajo.

—¡Estoy embarazada! —grita. También pide que alguien ataje su caída si se suelta.

Pero son por lo menos seis metros hacia abajo. Ni David, ni Sébastién ni ella se atreven a saltar. Y abajo todo es un caos. Disparos que salen del teatro. Cuerpos. Gente que escapa. Sébastien vuelve al pasillo y ayuda a la mujer: la hace entrar por la ventana y evita que caiga. El periodista de Le Monde, Daniel Psenny graba la escena en el edificio de enfrente:

Ninguno de los tres salta. Llega un terrorista, se asoma por la ventana y obliga a David a entrar. Tiene su rostro descubierto, es joven.

—Está bien —responde David—. Haré lo que digas.

El sujeto le apunta con el arma, mientras le ordena que vuelva al balcón del teatro. Los dos terroristas se juntan y reúnen a una docena de asistentes. Uno de los sujetos apoya un pie en la baranda y mira hacia abajo, al foso de la platea.

—Qué gracioso —le dice a su compañero—. Se hacen los muertos.

Y empieza a disparar.

“¿Eres francés?”

Se escucha una explosión y una estela se disuelve en el aire como papel picado. David no entiende bien qué pasa, pero abajo, recién un policía entró y le disparó a un terrorista, quien hizo estallar los explosivos que tenía en su cuerpo.

Los dos asesinos de arriba obligan a una decena de rehenes a dirigirse hacia un pasillo estrecho. David es uno de ellos. Camina y se llena de preguntas: “¿Qué quieren hacer? ¿Qué quieren de nosotros?”. Ahí se quedan con ellos y cierran la puerta; los dos sujetos armados vigilan. Uno de ellos se asoma por la ventana y dispara a los policías. Traen puestos chalecos con explosivos; uno se quiere inmolar, pero el otro no. David transpira, le ordenan que mire afuera por si hay uniformados. Se siente culpable por seguir sus órdenes, ser usado por sus potenciales asesinos.

Uno de los tipos le apunta y grita:

—¡Ve a tu casa! ¿Qué haces? ¡Ve a tu casa!

David no sabe qué responder. Piensa que es tu estupidez: obviamente se iría a su casa si lo permitieran. Los terroristas hablan varias veces de François Hollande, presidente de Francia. Les explican a los rehenes qué está pasando en Siria. Les dicen que el mandatario francés bombardea las ciudades del país medioriental.

Por eso la venganza.

La mente de David está llena de pensamientos y, al mismo tiempo, de nada concreto. El tiempo avanza pero está como detenido. Está seguro de que morirá. Piensa en Chile. En su mamá. En su papá. En las palabras que le dijo antes de salir: “Nadie te puede robar tu alma”. Espera. Solo eso puede hacer, entregarse al destino.

En un momento, uno de los terroristas le habla. Le pregunta por el presidente de Francia:

—¿Qué piensas de Hollande?

El rehén no sabe qué responder.

—¿Eres francés? —insiste el sujeto.

Es una pregunta intensa, profunda, piensa David. Nació en Pucón, Chile, pero desde los cuatro años vive en Francia. No podría responder de forma binaria, elegir. En otro momento le tomaría unos minutos replicar esa interrogante, que sería más bien una reflexión. Pero ahora no tiene nada, tiempo tampoco. Esos son pensamientos que pasan por su mente, fugaces, antes abrir la boca:

—No pienso nada, no soy francés, soy chileno —responde apurado, disimula, que su voz suena calma.

Después de eso, el tipo armado pierde interés en él. Quizás el terrorista no lo mató al saber que es hijo de inmigrantes (chilenos). David se pregunta por qué, aunque no por mucho. Ahora no hay tiempo para pensar. Aunque más adelante, será una interrogante que lo seguirá por años. Hasta que aprenderá a vivir con ella.

De repente, escuchan ruidos detrás de la puerta. La policía. Uno de los terroristas obliga a que un secuestrado grite al otro lado de la puerta:

—¡Retrocedan! ¡Somos veinte rehenes!

Infografía: AFP

La explosión

Son pasadas las 11 de la noche. La policía francesa y los terroristas inician una negociación comunicándose a través de los teléfonos de los rehenes. Los dos sujetos no parecen tener ningún plan. A David la escena le parece tan cómica como aterradora. Está de pie junto a otro sujeto, Stéphane, y siente vibrar su teléfono en el pantalón. “¿Quién lo estará llamando?”, se pregunta. David toma su mano y lo consuela:

—No nos pasará nada.

Los policías intentan derribar la puerta. Uno de los terroristas hace varios disparos con su AK-47; en una mano sostiene el detonador. David y los demás rehenes están en el suelo. Apenas hay luz. Solo pueden escuchar los tiros. Una granada de aturdimiento cae junto a su pie. Es amarilla. El humo y la exposición lo aturden. No escucha nada. Los policías entran y lo hacen salir. Pero él antes se detiene. Una de las rehenes quedó atrapada cuando los uniformados derribaron la puerta. David usa toda su fuerza y levanta el escudo policial que oprime el cuerpo de ella. Escapan.

Todo ocurre rápido. La medianoche queda atrás. Cuesta ordenar los hechos. Uno de los terroristas activa su detonador y ambos sujetos explotan. Los uniformados de las fuerzas especiales parisinas apuran el paso de los rehenes para que escapen (David entre ellos). Les piden que no miren hacia abajo, hacia la platea, donde el espectáculo resulta atroz. Caminan con apuro hacia la puerta principal.

Abajo, un comandante de los bomberos recorre el espacio frente al escenario. Entre los cuerpos dispersos solo se oyen los celulares, en el piso o entre las ropas, que vibran y suenan con sus pantallas encendidas, con las palabras “Papá” o “Mamá” que se iluminan, desesperadas, para después apagarse.

Infografía: Le Parisien

David está físicamente ileso, solo se le quemaron mechones del pelo con una de las explosiones.

Los primeros registros calculan que son 82 las personas asesinadas en el Bataclán (cifra que después ascenderá a 89). Pero eso él aún no lo sabe. Sale del teatro, respira el aire de afuera. El alumbrado de la calle. La noche. El frío. El desorden del personal de emergencia. Los heridos. Los muertos.

Se encuentra con su amigo Guillaume y están contentos. Pero es extraño, porque aún siguen en medio de la tragedia.

Y David respira. Pero no puede oír.

¿Está sordo?

Pero está vivo. Le duele mucho la cabeza.

Cinco años después

Un jour dans notre vie —o Un día en nuestra vida— (Pygmalion, 2020). Ese el nombre del libro que escribió David Fritz Goeppinger, quien ahora tiene veintiocho años. El lanzamiento fue el 14 de octubre del 2020. Asistieron al evento todos sus familiares y amigos que viven en Francia. Vendió varias copias de la publicación. Entre los asistentes estaban Stéphane y Sébastien, dos amigos que hizo como rehén en el Bataclán. “Fue muy importante ver que toda esa gente se moviera para verme e interesarse en mi historia”, expresa David a Culto.

El manuscrito lo empezó en junio del 2017, pero, en algún sentido, se gestó mucho antes.

Tras el atentado, “los dos primeros años fueron complicados, porque el Bataclán existía en todo momento”. Podía estar haciendo unas compras y, de repente, se le aparecían flashback de esas horas. Los disparos. La sangre. Los cuerpos desparramados en el foso. No entendía qué le pasaba. Renunció a su empleo como barman: no podía estar en ambientes festivos, en espacios oscuros y encerrados.

Tuvo que cancelar todo, reconstruirse.

Era diciembre del 2015 la primera vez que fue al sicólogo, un mes después del atentado. Visitó a distintos especialistas, “pero cada uno fue más terrible” que el anterior. No conectaban. Cuando les contaba lo que había vivido, sentía que no entendían. Después de varios intentos, llegó a una sicóloga que trabajaba con la policía. Con ella mejoró: ya había tratado a pacientes con un trauma. “Entonces cuando le expliqué todo lo que pasó en el Bataclán, entendió altiro”, asegura.

David supo que tenía trastorno de estrés postraumático (TEPT), que es una enfermedad de salud mental que se desarrolla luego de vivir una experiencia aterradora. También supo que es un padecimiento que suelen tener los soldados al volver de la guerra. Ella le explicó qué le pasaba y lo orientó en el proceso. Ahora, los flashback son menos frecuentes y terminó el tratamiento sicológico. “No te digo que ahora todos los días son perfectos todo el tiempo”, dice. “Pero sí estoy mejor”.

El tatuaje de David

En enero del 2016, David se hizo un tatuaje en el brazo. Es la fecha del atentado en números romanos: XIIIXIXV (131115), junto a la cantidad de amigos que entraron esa noche al Bataclán y salieron con vida: V/V (5/5).

—Quería marcar mi cuerpo —explica David—. Como no estaba herido, nada se veía. Tenía ganas de que la gente viera.

No le dispararon, pero pasó dos horas y media con terroristas que no dejaban de apuntar con un fusil de asalto Kaláshnikov. Fue rehén en una de las masacres terroristas más despiadadas del último tiempo en Occidente, una serie de ataques cometidos esa misma noche —además de Bataclán— en el Estadio de Francia y un restaurante cercano a la Plaza de la Nación, que dejaron en total 130 muertos.

Luego de esa noche, David pasó varios meses con problemas de audición debido a las explosiones y los disparos. Decidió ir al doctor en junio del 2016. El especialista le dijo que había perdido capacidad auditiva en el oído derecho; el daño solo mejoró con un tratamiento de pastillas que le recetó.

Rehén en el Bataclán: la noche que cambió mi vida

En una caja

El 17 de febrero del 2016 asistió al concierto que Eagles of Death Metal ofreció en el teatro Olimpia en su regresó a París. La banda no tocó “Kiss the devil”. El evento fue terapéutico para David: “Percibí un cambio, la gente no estaba muriendo a mi alrededor, todos estaban muy alegres”, declaró a AFP.

Él se veía casi todas las semanas con la sicóloga y en cada sesión ella le decía:

—David, usted tiene muchas cosas qué decir, bastante qué hablar. Póngase a escribir.

Hasta que le hizo caso. Abrió un archivo en Google Docs y empezó a teclear. Escribía los momentos del atentado que se le venían a la mente y lo que había sentido.

Se despertaba temprano en la mañana, se preparaba un café, encendía su computador y se ponía a teclear. Redactada dos o tres páginas si se sentía bien. A veces trabajaba cuando estaba solo en casa o iba a alguna cafetería de París. Hasta ese momento, nunca se había interesado en escribir. Algunos amigos periodistas franceses lo ayudaban a darle una mirada narrativa.

Habían transcurrido cuatro meses desde que empezó y “me daba cuenta de que me acordaba de todo lo que había pasado en el Bataclán”, dice a Culto. Mientras redactaba, era como si volviera vivir la experiencia, a sentirla, pero solo en la intimidad de su mente.

A veces sudaba. Lloraba. Incluso gritaba.

—Fue como si hubiera metido mi historia en una caja —reflexiona—. Maduré escribiéndolo, dejé un poco atrás lo que me pasó.

David vive en París desde los cuatro años. Pero la nacionalidad francesa recién la sacó en julio del 2017, poco después de empezar Un jour dans notre vie. Pero antes él se consideraba chileno; quizás esa definición identitaria le salvó la vida cuando el terrorista le preguntó de qué país era. “Nunca quise aceptar mi cultura francesa”, asegura.

País de la infancia

“Me acuerdo de la casita chiquita en Pucón”, dice. Su papá era soldador, pero iba seguido de pesca al lago Villarrica para llevar comida a la familia Fritz Goeppinger. David era un niño y siempre quería acompañarlo, pero no le daban permiso. Le decían “Poroto”. También recuerda los digüeñes, unos hongos blancos y anaranjados que crecen entre los árboles de la Araucanía.

La situación económica de los Fritz Goeppinger era complicada, y los abuelos paternos de David ya vivían en Francia. Así que en 1996 la familia viajó al país europeo persiguiendo el clásico sueño de las nuevas oportunidades. Recuerda el día que llegaron a París y salieron del aeropuerto. Le pareció una ciudad enorme.

—Tanto semáforo que hay aquí —le comentó a su abuelo.

Su mamá y su papá hasta el día de hoy hablan en español cuando están en su hogar parisino. David no. Ni siquiera se le pasó por la cabeza escribir Un jour dans notre vie en ese idioma. Solo a veces habla en castellano, le es más difícil, sobre todo cuando es una conversación cara a cara. Conoce muchas más palabras en francés.

Desde que emigró, ha venido cinco veces a Chile, donde tiene abuelos maternos, tíos, primos y a su hermana Vanessa. La última vez que viajó fue en febrero del 2019, cuando estuvo de luna de miel con su esposa en la isla de Chiloé, en la ciudad de Castro. “Quería mostrarle una parte bien chilena y le encantó”.

El 2016, una de las primeras decisiones que tomó tras el atentado fue viajar a Chile. Estuvo en Pucón con su familia chilena. Como terapia, decidió viajar a las Torres del Paine y sacar fotos con su cámara. “Pero cuando me encontré solo, no me sentí bien”, contó a AFP. Sin saber por qué, sintió ganas de comerse un “croissant”.

Volvió donde sus familiares en Pucón. Eso le hizo bien. Regresó a Francia para el concierto de Eagles of Death Metal en febrero de ese año.

—Sé que tengo esa tierra, como a trece mil kilómetros de aquí, que siempre estará esperándome —reflexiona con Culto—. Una familia lejana que, al mismo tiempo, es cercana, que está ahí y me mira de lejos. Cuando estoy cansado, y necesito volver a mis raíces, voy a Chile. Es como el mejor amigo que llamas cuando estás cansado y te vas a tomar unas copas.

Pero no siempre ha tenido esa claridad.

Rehén en el Bataclán: la noche que cambió mi vida

Cuando salió vivo del teatro Bataclán, se le desencadenaron cuestionamientos que David plasmó en su libro. “Fue un proceso muy profundo de identidad”, describe. Entendió que prácticamente toda su vida ha ocurrido en Francia: la escuela la hizo ahí, todos sus amistades son francesas, su esposa también y —supone— que su futuro está ahí. “Me desperté”, describe. “Lo digo en una frase, pero fue un proceso súper largo”. Fueron meses pensando y haciendo papeleo burocrático para acceder a la doble nacionalidad.

—De alguna manera, tenía miedo de olvidar mi parte chilena —piensa—. Y al final no. Y ahora sé que no. Soy francochileno. Y así es nomás. Soy las dos cosas.

En Francia es “el amigo chileno” y, cuando viaja a Chile es “el francés”. Le parece algo extraño, y le gusta que sea así. “Pero yo mi vida la voy a seguir y terminar acá”, dice.

Rehén en el Bataclán: la noche que cambió mi vida

Un jour dans notre vie

No escribía pensando en publicar. “Para mí era imposible que una casa editorial se interesara”, recuerda. Pero a medida que avanzaba sentía que en esos párrafos había algo profundo. Se lo decían sus amigos, sus familiares y su mujer. Quizás mucha otra gente, desconocida, pensaría lo mismo de ese manuscrito. Y lo envió a cinco casas editoriales.

Todas lo rechazaron.

La primera semana de noviembre del 2019, una mujer lo encontró en Twitter. Ella, Emmanuelle Friedmann, lo había visto en Netflix en el documental 13 novembre: Fluctuat Nec Mergitur, producción audiovisual en que entrevistan a víctimas del atentado y autoridades del momento, y recrean lo que ocurrió la noche en que 130 personas fueron asesinadas en distintos puntos de París. Ella colabora para la editorial Pygmalion. Le preguntó si quería escribir algo sobre lo que vivió en el Bataclán.

Ver enNetflix

Pero eso ya estaba cubierto: David tenía un manuscrito de 170 páginas listo. Emmanuelle le dio su correo, él envió el archivo PDF y, una semana después, fue a la casa editorial, donde le presentó el proyecto a la directora Florence Lottin. Firmaron e iniciaron un trabajo de edición para perfeccionar una estructura narrativa. “Porque lo que yo había escrito era un poco bruto”, explica.

Rehén en el Bataclán: la noche que cambió mi vida

Un jour dans notre vie, el título del libro, lo tomó de la canción homónima de la banda de pop-rock francesa, Indochine. “Qu’un jour dans notre vie/ On nous illuminera/ Un jour dans nos esprits/ Le rêve continuera” (Que un día en nuestra vida/ Seremos iluminados/ Un día en nuestras mentes/ El sueño continuará), canta allí el vocalista Nicola Sirkis.

“Es un día en que cambió todo para siempre”, explica David. Un giro en la vida de una persona, de unos amigos, de una familia, de una ciudad. De un país completo.

XIIIXIXV

—Mamá, ¿qué es el infierno? —le preguntó a su madre cuando era un niño.

Ya no recuerda qué le respondió ella. “Pero en esos momentos, cuando estaba encerrado como rehén, me di cuenta que el infierno podría ser eso: todo el sufrimiento, la sangre, el dolor… esa gente que mataba más gente”, relató David al diario español El Correo.

Antes para él era distinto contar lo que vivió. Los primeros días tras el atentado los canales de televisión chilenos lo entrevistaban, le pedían muchos detalles porque estaban lejos. Revivía el trauma.

Pero ahora lo pone contento hablar del libro: “Es como estar vendiendo un producto, vendiendo una historia”. El relato autobiográfico de Un jour dans notre vie termina el 23 junio del 2018: el día del matrimonio civil con su mujer. La ceremonia fue a novecientos kilómetros al sur de París, en el poblado campestre de Callian, en la casa de sus suegros. Bailaron rock y rap desde la tarde hasta las 6 de la mañana, cuando ya amanecía.

David quería terminar con un lindo recuerdo.

Por ahora, no planea seguir escribiendo.

En noviembre del 2017 entró a trabajar de almacenista (manutentionnaire en francés). Fue justo cuando se conmemoraron dos años del atentado. Y David se sintió muy mal. “La gente no se daba cuenta de que yo había vivido eso”, explica. “Me sentí como ‘al lado’ de todo el mundo”. No pudo completar el contrato y decidió parar.

Rehén en el Bataclán: la noche que cambió mi vida

Desde su infancia le había atraído la fotografía. Hacia allá hizo el giro. Y ya lleva dos temporadas desempeñándose como fotógrafo en eventos de empresas y eventuales cooperaciones para la prensa francesa. Aunque en los últimos meses no ha podido dedicarle tanto tiempo como le gustaría, debido al covid-19 y a las horas de trabajo en la edición del libro.

Es extraño lo que le pasó cuando empezó la pandemia. No se sintió perdido o ansioso, o que el fin se acercara. Como si ya estuviera preparado.

—Entendí que era una cosa anormal. Me relaciono de otra forma con la posibilidad de morir. Cambias el punto de vista cuando estás encerrado con terroristas armados —dice por teléfono a Culto.

Y mientras habla, el tatuaje descansa en su brazo, reposa para después seguir acompañándolo en cada uno de sus movimientos, durante el resto de su vida, apenas termine la llamada.