Hay obras suyas en las colecciones del Guggenheim y del MoMA de Nueva York, del Pompidou de París, la Tate de Londres, el Museo Reina Sofía de Madrid y el MOCA de Los Angeles.
Reconocido a nivel mundial, Ernesto Neto (Rio de Janeiro, 1964) ha participado tres veces en la Bienal de Venecia y además ha montado grandes exposiciones en Alemania, Finlandia, Dinamarca y Viena, en los últimos cinco años.
Su trabajo es de impacto masivo: sus esculturas de gran formato son habitables y lúdicas. Muchas veces son laberintos translúcidos que sólo se pueden recorrer contorneándose, o seductoras instalaciones colgantes tejidas a crochet o de lycra, que exudan aromas de azafrán o clavo de olor. Cada obra espera ser tocada, olida y escuchada,
Esta semana abrió a público en el Centro Cultural La Moneda la retrospectiva Soplo, producción de la Pinacoteca de São Paulo estrenada el año pasado y ya exhibida en el Malba de Buenos Aires. Son casi 80 obras del escultor brasilero, creadas desde los años 80.
Ernesto Neto cuenta a La Tercera que tiene un solo tópico: “El cuerpo. Cómo se mueven nuestros cuerpos, cómo los sentimos y cómo pensamos a través de nuestro cuerpo”.
En el fondo, quiere reparar un desequilibrio: la sobrevaloración de la mente por sobre el cuerpo y el abismo que creó la cultura occidental entre ambos. “Necesitamos con urgencia tener una mayor conciencia sobre la profundidad y la sofisticación de nuestro cuerpo, incluso en el nivel del conocimiento. El ser humano se ha convertido en una especie de máquina, pero somos mucho más que eso. El cuerpo puede develarnos muchísimos secretos; la ciencia ha descubierto, por ejemplo, que el intestino y el estómago también son una suerte de cerebro”.
A su juicio, la humanidad sucumbió ante cierta “idealización del pensamiento”. “Nos encantamos con nosotros mismos por la idea de que nunca podríamos dibujar un triángulo perfecto, pero sí podemos imaginarlo, e incluso calcularlo. Como ese poder nos fascina, todo comenzó a ser antropocéntrico y egocéntrico, y nos desconectamos de la naturaleza”, argumenta el artista brasilero.
Para él, en cambio, la naturaleza no es un paisaje, sino un cuerpo, y el arte y la naturaleza son un todo. “Tal como pasamos del homo erectus hacia el homo sapiens y después al homo modernus, quizás un día nos convirtamos en el homo artisticus”, comenta.
En ese sentido, ve una senda nítida en América Latina, herencia de nuestra identidad mestiza. Y por eso es que en museos y bienales, Eduardo Neto no suele inaugurar solo sus muestras, sino que junto a una comitiva de huni kuin, indígenas amazónicos que habitan en el Estado de Acre y con los cuales convivió estrechamente.
“Cuando conocí a los huni kuins, ellos tenían la certeza de que todos son artistas. No existía esa reacción de algunos frente a una hoja de papel, que dicen ‘Oh, no sé cómo hacer un dibujo’ o ‘No sé cómo cantar’. Para ellos, cantar, bailar y pintar es como caminar, y así es como espero que sea para todos algún día. Que nadie tema hacer un dibujo”, dice Neto.
Es lo que busca con sus obras, que quien las recorra o toque experimente el arte como parte de la naturaleza, y efectivamente haga una escultura como las que acaba de ver en su propia casa. “Todo el mundo puede hacer estas cosas, todos somos artistas; no tengo ninguna duda”, asegura.
¿Por qué hace obras inmersivas?
La idea de interacción es muy común en Brasil. Lygia Clark fue la primera en ponerla en escena, después se le sumaron Lygia Pape y Hélio Oiticica. Pero esto no es exótico en la cultura brasilera, porque tenemos una influencia fuerte de las culturas indígenas y africanas.
Es igual, dice el artista carioca, que la samba, se hace alrededor de la mesa; quienes no están percutiendo cantan y los demás, bailan: “Todos lo hacen juntos; no existe esa división entre escenario y audiencia, que considero algo más bien occidental. Mis misión es eliminar la brecha entre trabajo artístico y espectador”.
Ernesto Neto relata, además, que su motivación para trabajar con estructuras colgantes y translúcidas tiene una raíz política.
“Siempre he tratado de usar la tensión y la transparencia en mi trabajo, para que la gente pueda saber qué está sucediendo. Nací en 1964, el año del inicio de la dictadura en Brasil, que fue diferente de la Pinochet, porque tenían elecciones indirectas de modo que siempre fuera elegido un general y no hubiera una sola persona contra la cual la gente pudiera estar. Fue una dictadura más discreta, pero tan violenta como la de Argentina y la de Chile”, cuenta.
“Cuando empecé a hacer esculturas, entendí que los procesos debían ser transparentes, que debía estar claro cómo se relacionan los elementos, para que se percibiera la gravedad y, con ello, la energía de la naturaleza”, agrega.
Igualmente, considera que el Covid es “una tarjeta amarilla” de la naturaleza. “Sería narcisista no escuchar, en este momento, lo que el planeta nos está diciendo, debemos buscar algo verdadero en nuestra relación con la vida. Debemos volver a encontrar las respuestas dentro de nuestro cuerpo, en nuestros propios silencios y respiraciones, y encontrarnos también con otras personas a través del cuerpo y no tanto de la cognición, que nos hace tantas trampas”, dice.
A su juicio, ya se está produciendo un cambio en este sentido, y lo ejemplifica con nuestro país: “Ustedes en Chile están viviendo una transformación muy importante, con las manifestaciones del año pasado y con la posibilidad de escribir la más avanzada y vanguardista Constitución del planeta. Todo esto tiene mucho que ver con el cuerpo. Estuve en una manifestación en marzo, y vi a la gente expresándose; era el cuerpo de cada uno de nosotros generando un cuerpo grande, que es un cuerpo político”.