Hacia fines de los 80, de regreso en España tras vivir dos años en Santiago y cuando intentaba recomponer su carrera musical, Shía Arbulú (51) a veces pensaba: “¡Joder!, si me hubiese quedado allá otro gallo cantaría”.
¿Qué habría pasado si se hubiese quedado acá? En 1988, tras formar junto a sus hermanos Isolina y Francisco el grupo Nadie -sensación fugaz del pop local que gracias a hits como Creo que te quiero llegó hasta el Festival de Viña-, se había convertido en la cantante de una banda recién aparecida bautizada como La Ley.
Pero su familia decidió volver a Europa por razones laborales: en esa vida que nunca fue, Arbulú podría haber liderado el conjunto chileno más exitoso a nivel internacional de los últimos 30 años. Y, en ese camino largo, podría haber ocupado el sitial que el destino le tenía preparado a Beto Cuevas.
“Seguramente hubiéramos seguido dedicándonos a la música, hubiéramos crecido como muchos otros músicos que estaban en esa época y, sin embargo, digamos que nos extirparon de Chile, nos lanzaron de vuelta a España, de vuelta a la universidad, a la normalidad y al montón. Entonces sí, te queda un poco la cosa de ‘jolines, he perdido algo que me hubiese gustado hacer’. Pero yo tampoco soy muy de remordimientos, tengo una gran capacidad de olvido, que creo que es una ventaja en la vida. Y siempre tengo planes nuevos”.
Por lo mismo, y aunque intentó continuar en España su carrera en los escenarios sin obtener mayor éxito, decidió olvidarse de la música y se consagró a otras disciplinas: se licenció en Filosofía, estudió Escritura Creativa y se involucró en el teatro hasta escalar como una reputada dramaturga cuya labor empezó a sobresalir en montajes infantiles y adaptaciones de las obras clásicas, además de impartir clases, dirigir salas y tener su propia escuela.
En los últimos años, dio otro giro con una aplaudida faceta de escritora que inauguró con la novela juvenil Al otro lado de la verdad (2016), y que siguió con Música entre las piedras (2019) -finalista del premio Nadal de Literatura, uno de los más tradicionales de España- y Cruzando fronteras (2020).
Sus textos abordan personajes que intentan escapar de entornos asfixiantes -la crisis económica española, la Guerra de los Balcanes- y que tienen a la música como aliada fundamental en ese proceso de salvación.
Para desdoblarse aún más, Arbulú también ha explorado desde 2019 la novela erótica gay a través de libros como Montañas, cuevas y tacones, donde se camufla bajo el seudónimo de Laurent Kosta.
“Yo empecé escribiendo música y ahora escribo novelas. Comencé contando historias con Nadie a los 16 años y ahora me veo escribiendo literatura porque me salió del alma, fue una necesidad y tuve tiempo para hacerlo. Soy una contadora de historias y de una forma o de otra al final lo que estoy haciendo es contar historias. Y las que yo quiero contarme a mí misma o las preguntas que me hago sobre el mundo: por qué hay injusticias, por qué estos desequilibrios, por qué de esta corrupción. Para mí, escribir, tanto en teatro como en las canciones, no es tanto dar una respuesta como hacer una pregunta”.
“Cuando edité mi primera novela, no esperaba el respaldo que iba a tener. Empecé muy tarde. Yo siempre pensaba que en la madurez, en algún momento, yo escribiría libros. Pero la vida se llenó de cosas. Me pasé mucho tiempo trabajando en teatro como directora. Para involucrar la música en mis novelas por supuesto que me sirvió mi experiencia de joven: no cualquiera escribe habiéndose presentado antes frente a miles de personas”, detalla.
Luego sigue: “Desde los 17 años, y después de Nadie y La Ley, he hecho cosas muy interesantes, como mi carrera en el teatro o las novelas. Por eso me parece un poco frustrante que exista tan poco interés en lo que hice después. Que me sigan preguntando por lo que pasó hace tanto tiempo, yo siempre les digo: ‘bueno, pero pregúntame por lo que hago ahora’. Me encanta el cariño que hay por mi época pasada en Chile y por la música que hicimos, pero para mí, mi carrera artística es lo que vino después”.
Desde que se fue en 1988, Arbulú nunca más volvió a Chile. No ha vuelto a dedicarse a la música. Ha dado escasas entrevistas en las últimas décadas a medios nacionales. Incluso cuando Nadie se reunió en 2013 para el festival Las Voces de los 80 en el Movistar Arena -donde se juntaron iconos de la época como UPA!, Aparato Raro y Emociones Clandestinas- desistió de la invitación, la que sólo aceptaron sus hermanos Soli y Chachi.
Pero ella sabe que el origen de casi todo su presente está en el sur del mundo: “Yo creo que si no hubiera pasado por Chile no me hubiera planteado nunca dedicarme de lleno, mi vida entera, al arte. Después de Chile no veía otra opción. O sea, mi vida tenía que tener algo artístico sí o sí. Y eso claramente fue por la experiencia de Chile”.
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Ana Lucía Arbulú es hija de dos profesionales nacidos en Lima y que por motivos laborales vinculados a un banco estadounidense comenzaron a residir temporalmente en distintas ciudades del planeta. Luego de vivir en Estados Unidos, el clan Arbulú llegó a Santiago en 1986, instalándose en Las Condes. Ahí, ingresó al colegio Villa María Academy.
En Norteamérica, los tres hermanos habían tenido clases particulares de música, lo que Shía aprovechó casi de inmediato al arribar a la capital. “Cuando llegamos me dije: tengo ganas de hacer un grupo. Y todo se dio”.
En efecto, a los pocos meses conoció al bajista Armando “Pelao” Figueroa y al baterista José Domingo “Chuma” Cañas, formando el quinteto Nadie e impulsando uno de los despegues más meteóricos en pleno boom del pop nacional ochentero.
Aunque perdieron en un concurso de talentos del programa Éxito, una presentación en un festival escolar en La Cisterna -donde los miraron con recelo por sus orígenes más acomodados- fue la llave para el golpe maestro: Carlos Fonseca, mánager de Los Prisioneros y en ese entonces uno de los personeros más influyentes de la industria chilena, era uno de los invitados y los vio desde el público.
Les pidió un casete con sus grabaciones y en menos de seis meses registraron su álbum debut para EMI, Ausencia (1987), un manifiesto de pop sencillo, fresco y radial, y que también sorprendió por su estética de estrafalario glamour, tan atípica para el opaco Chile de la dictadura.
De ahí salieron éxitos como Miénteme, Creo que te quiero y la propia Ausencia, lo que les bastó incluso para un año después presentarse en el Festival de Viña, donde lograron incluso algo más difícil que llegar a la Quinta Vergara con tan poco material: hacer bailar (o algo así) al siempre rígido Antonio Vodanovic en pleno escenario.
Shía rememora: “Veníamos de España y de EE.UU., con un look muy alternativo, pulseritas y todo el rollo punky, las chapas y el pelo y todo eso que no había en Chile. Era una sociedad muy conservadora y que tenía un rollo tan machista hacia las mujeres. Para nosotros fue un shock. Una vez un músico, no voy a decirte quién, cuando vio que yo estaba componiendo canciones, (me dijo): ‘ah, compones, yo pensaba que las mujeres no podían componer’. Luego llegábamos a los shows de Nadie y no nos dejaban entrar. Eso pasó más de una vez y teníamos que llamar a Carlos Fonseca para que viniera a la puerta, y nos dieran permiso. Y luego estaban los rumoreos en el colegio, porque tocábamos en un grupo y casi que le daban el pésame a mi madre”.
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Precisamente en la grabación del disco de Nadie, la vocalista conoció al guitarrista Andrés Bobe y al tecladista Rodrigo “Coti” Aboitiz, músicos con recorrido en la escena y que planeaban formalizar su propia agrupación. Invitaron a Arbulú y no sólo su aprobación fue inmediata: fue idea de ella bautizarlos como La Ley, inspirada en la canción del mismo nombre de los españoles Radio Futura, aunque sin nunca dejar un registro más formal del gesto.
Pero a la hora de ingresar al estudio, sí se tomaron las cosas más en serio: la primera formación de La Ley grabó en 1988 su primer casete homónimo, con seis canciones y cuatro remezclas, pieza hoy rarísima en manos de apenas un puñado de coleccionistas.
“Andrés era un genio absoluto, un tipo muy comprometido con lo que estaba haciendo y con hacer cosas muy rompedoras”, define la española.
¿Y tiene alguna opinión con la segunda etapa de La Ley, ya con Beto Cuevas a bordo? “Te voy a ser muy sincera. Por un lado, yo nunca me he sentido muy identificada con el segundo La Ley. O sea, no era mi Ley. No era lo que yo había hecho con Andrés y con Coti, por lo cual no sentía como ‘ah, mira lo que han hecho sin mí’. Y por otro lado, me dio una alegría gigante que a Andrés le fuera bien. Sabes, es que se lo merecía. De toda la gente que yo conocía, era el músico que más admiraba por las ideas que tenía. Pero además que él tenía muy claro lo que quería hacer: hacía su música, no la de otros. Unos querían sonar como Police o Depeche Mode, él no. No se vendía ni se doblegaba. Era de estos artistas muy puros y muy auténticos, que o les va bien en la vida o mueren intentándolo”.
Tras abandonar Nadie y La Ley, y partir a España, la artista en los 90 estuvo tres veces cerca de firmar otro contrato discográfico con un nuevo proyecto de sensibilidad más alternativa, Ángeles Caídos, pero todo se desplomaba a última hora.
“En Chile se dio todo rapidísimo, pero en España nada se me daba. No llegué a sacar ningún disco, no hacía más que estrellarme con la música. Incluso una vez que un técnico de sonido me iba a grabar, justo un poco antes se le muere su papá, y al tío le cogió una depresión horrible y se olvidó de mi para siempre. Fue una llamada divina de decir: tengo que dejar esto”.
Fue ahí cuando decidió dar su salto al teatro y los libros. Aunque en un principio pudo haber masticado el arrepentimiento, hace mucho se define como alguien feliz. Una creadora que vive y brilla en su propia ley.
Pero incluso en sus novelas, aún se filtra algo de esa lejana experiencia chilena que determinó su destino: “En mi libro Música entre las piedras hay un capítulo dedicado a Chile, cuando viaja mi personaje. Pero es un Chile que yo no he conocido. Tuve que preguntar por ahí porque es de una época donde yo ya no estaba. Pero tenía ganas de que fuera un personaje en Latinoamérica, que vive un contraste, que es músico y que viene de afuera. Tiene algo que ver con el contraste que fue para nosotros llegar a Chile”.
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