En la pantalla solo hay tres cámaras, y las tres están encendidas. Da la sensación de estar espiando una conversación íntima, a la que solo están invitados quienes participan del diálogo. Pero no es así. Es el inicio de la versión 39° de la Feria Internacional del Libro de Santiago (FILSA) y, por supuesto, este año se realiza de forma virtual a causa de la pandemia.
El crítico de cine, Ernesto Ayala, quien aún no habla, presentará su reciente libro, Cine chileno del siglo XXI: ¿Qué película le gustaría volver a ver? (Ediciones Tácitas, 2020). En la instancia vía Zoom, se encuentran su editor Adán Méndez como moderador y el entrevistador, que también se especializa en la crítica cinematográfica, Ascanio Cavallo.
“Me parece un libro sorprendente”, comenta Cavallo, quien describe a Cine chileno del siglo XXI: ¿Qué película le gustaría volver a ver? como una obra que sigue la evolución que ha experimentado el “séptimo arte” local durante los últimos veinte años. El entrevistador siente que es un libro orgánico y coherente, que presenta decenas de críticas publicadas entre 2003 y 2019 para El Mercurio, sobre los distintos estrenos que han ido apareciendo, de hecho, la película Araña (Andrés Wood) y el documental Lemebel (Joanna Reposi) son las producciones más recientes que aparecen comentadas.
Además, la obra incluye cinco “pausas y evaluaciones” en que Ayala reflexiona respecto a los momentos que ha vivido la cinematográfica chilena en las últimas dos décadas. “Lo que tenemos es una visión bien completa, compleja y novedosa”, dice Cavallo. “Aunque no demasiado optimista, más bien lo contrario”.
Por ahora Ayala luce silente. Y Cavallo le habla, le dice que quiere partir provocándolo. Le comenta que en el libro menciona un escaso interés por los estrenos que han sido bastante premiados en los últimos años, como es el caso Una mujer fantástica (Sebastián Lelio, 2017), filme del cual dice —según el libro—, que “como historia que denuncia a la sociedad chilena como conservadora y discriminadora, la cinta anota sus puntos, pero no tiene la intensidad dramática que exige ese tipo de cine”; Gloria (Lelio, 2013), película en que Ayala se pregunta si la protagonista merecía, acaso, un desenlace más feliz; y El club (Pablo Larraín, 2015) que la describe como “una cinta que lleva sombríamente al paredón a cada uno de sus personajes, con la idea que los espectadores podamos lanzarles piedras sin la menor culpa (aunque quizá con poco ánimo)”. Sí muestra más valoración hacia La nana (Sebastián Silva, 2009), la cual considera que ha sido injustamente tratada.
—Con mi limitada capacidad perceptiva —habla Ayala—, me hubiera gustado que mi análisis me hiciera sentir entusiasmo por las películas que han tenido prestigio internacional.
Dice que siempre intenta analizar los filmes sinceramente, abstrayéndose de la coyuntura. “Soy periodista, he intentado mantenerme aislado del ruido que se genera en torno a cada película, y analizarla en su mérito”. Es consciente de que muchas veces puede haberse equivocado, pero sostiene que generalmente el cine de Larraín no le atrae demasiado y que con Lelio tiene “algunas idas y venidas”.
En Cine chileno del siglo XXI: ¿Qué película le gustaría volver a ver?, al igual que el crítico argentino Eduardo Antin (Quintín), Ayala plantea que, muchas veces, los cineastas chilenos “tratan muy mal a su propia sociedad, a su propio mundo, y lo miran con mucho desprecio: una mirada muy adusta y sombría sobre la sociedad chilena”, dice Ayala. Esa percepción choca con la visión que el autor tiene de qué debiese ser el cine. Él sigue la línea de los directores franceses François Truffaut y Jean-Luc Godard: para Ayala, la experiencia de un filme debe representar cierto goce, “una celebración de lo que se pone delante de la cámara”; teme sonar cursi, pero siente que el objetivo es captar “lo luminoso de la vida”:
—En el cine hay algo de acto de amor, y uno ve eso en el cine clásico y en las grandes películas que provocan entusiasmo real —dice—. Sino para qué hacer tanto ruido, tanto movimiento de gente y tanta plata que se gasta.
Es una visión de la que Ayala no ha podido despegarse. No quiere generalizar, pero siente que cierto sector de la industria nacional, que suele ser el más prestigioso, no comparte esa concepción. “A mí me acusan de que el cine chileno no me gusta, pero yo puedo acusar a los cineastas de que a ellos no les gusta Chile”, dice. Él piensa que hay una deuda en ese sentido.
El cine como acto de amor
“Creo que el cine chileno tiene esa impronta, sórdida y cruel, sobre sí mismo, sobre la sociedad y sobre todo”, dijo el crítico Quintín en una entrevista a La Tercera en octubre del 2014. “Aunque sean comedias y cosas ligeras, siempre terminan quejándose de algo y haciendo un cine muy vetusto”.
En el libro, Ayala cita en varias ocasiones la instancia en que el argentino visitó Chile hace seis años. Ahora, en medio de la presentación vía Zoom, Cavallo cita unas palabras que aparecen al final del documental de Patricio Guzmán, La cordillera de los sueños (2019), en que el realizador, como narrador, dice que quisiera volver a otro Chile: el de su infancia, uno que ya no existe.
—Si uno analiza el cine de Guzmán —responde Ayala—, se quedó pegado en el Chile que él vivió, y que (hoy) él no reconoce.
Luego Cavallo le pregunta a Ayala si este tema envuelve el cuestionamiento de para qué sirve y cómo se entiende el cine.
“Siento que, a veces, los cineastas son cineastas por razones equivocadas”, plantea el autor del libro. “Son cineastas porque quieren ser queridos, quieren tener prestigio, quieren lucirse delante de sus pares”. En muchas películas, a Ayala le cuesta percibir amor hacia lo que se pone delante de la cámara. Siente que se da mucho más cuidado por ser muy realista, pero poco en mitificar. “Cualquier actor que llega al cine, quiere entrar porque termina siendo mayor que la vida misma”, argumenta.
Aun así, también es enfático en que hay proyectos que le gustan. Siente que la directora Maite Alberdi está haciendo películas interesantes: “Si bien filma cosas que están en los márgenes, con mayor razón pone mucho amor, respeto y cuidado en cómo lo filma”, lo que se refleja en La once (2014), Los niños (2016) o la más reciente, El agente topo (2020). “Ella sí está palpando, y sí tiene una necesidad, sí hay una agenda detrás”, dice. También menciona a otros cineastas como Gerónimo Rodríguez, Ignacio Agüero y, en particular, a Ernesto Díaz, de Mirageman (2007) y Santiago Violenta (2014), películas de acción que, si bien considera imperfectas, transmiten un entusiasmo sincero hacia lo que se filma.
Humor y sentimientos
Cine chileno del siglo XXI: ¿Qué película le gustaría volver a ver? señala que existe una falta de humor en la historias y una recurrencia por arrancar de los sentimentalismos, hasta el punto de que los personajes parecieran carecer de emociones
—¿Crees que eso es realismo? —le pregunta Cavallo.
—No, no, no —responde Ayala—. Yo creo que es miedo. En Chile ocupamos mucho el recurso tangencial, de abordar los problemas por el lado, para evitar el sentimentalismo, que es muy mal visto, creo yo, en cierta inteligencia.
Él siente que, aquí, los sentimientos son un tema del que se suele huir, porque, al mismo tiempo, es difícil de tratar sin caer en lo meloso. “Y lo mismo pasa con el humor”, dice. “Abordar temas dramáticos e importantes y, al mismo tiempo, mantener cierto humor y balance, es complicado”. Ayala destaca que cineastas como Fernando Lavanderos, Maite Alberdi y Cristián Jiménez han logrado trabajarlo de buena manera: “El humor, al final, es un camino por el cual se llega lejos: permite la crítica social y abordar los sentimientos”.
—Me parece sorprendente que se cierre tan explícitamente (al humor) —dice—. Es como si las películas que recurren al humor no fueran serias.
El entrevistador cita al filósofo estadounidense, Stanley Cavell, quien plantea que, en su origen en la Antigua Grecia, la comedia era un evento que unía a la comunidad, mientras que, al contrario, el drama la dividía
—¿No habrá algo de eso en Chile? —pregunta Cavallo— ¿De pesimismo social?
Adán Méndez, editor del libro, hizo que Ayala revisara reiteradas veces el manuscrito del libro, una de las cuales hizo después del estallido social. “Me di cuenta que muchos de los temas que aparecieron del malestar ya estaban presentes en el cine chileno de alguna manera, como que se había anticipado”, recuerda. Él supone que hay una sensibilidad puesta en varias de esas preocupaciones, que en cierta forma ha derivado en un “pesimismo establecido hace bastante tiempo”. Por eso le sorprendió mucho El agente topo, que rompe esa tendencia: “La gente baila, come, canta y lee poemas”.
—Y no es gente que esté demasiado sana —dice Cavallo
—No po’, es gente que está en las últimas. Y que está como aislada en la comuna de El Monte, sin visitas. Es como lo peor: retrata a los viejos, cómo los dejan botados y uno mismo empieza a temer de su propio destino. ¿Qué va a ser de mí en treinta años más? Y aún así hay cierto humor y alegría por las cosas que se comparten.
Películas para festivales
En el libro, Ayala hace cálculos en base a un estudio de varios años del Ministerio de las Culturas y expone que “si tomamos el promedio de los últimos años, para ser justos, el porcentaje de entradas a cintas chilenas se mueve entre 4 y 5 por ciento del total vendido”.
Cavallo comenta esos datos con el autor, los cuales reflejarían un desencuentro importante entre los espectadores y el cine chileno. “A la gente le interesa más el cine asiático que el chileno si descontamos los grandes éxitos de taquilla”, responde Ayala. Cree que algo raro hay ahí.
—Sé que a los cineastas les duele mucho esto y tienden a acusar al sistema monopólico o la hegemonía que tiene Hollywood sobre la cartelera.
—Eso pasa también con las películas argentinas: llegan acá y tienen más público que las chilenas —comenta el editor del libro, Méndez—. No es una cosa que tenga que ver con Hollywood.
—Esa es una herida del cine chileno —dice Ayala—. Y tengo la impresión de que ya la entregó, con algunas excepciones.
Al respecto, el crítico cinematográfico tiene una teoría: los cineastas chilenos no piensan en el público nacional, sino en los festivales de cine. En ese sentido, siente que el saldo es positivo. Películas como Una mujer fantástica, La buena vida (Andrés Wood, 2008) y La vida de los peces (Matías Bize, 2010) han sido premiadas en los Goya; otras como Crystal Fairy y el cactus mágico (2013) en el festival de Sundance, y otras como El Príncipe (Sebastián Muñoz, 2019), galardonada en Venecia. “No es raro que Lelio, Pablo Larraín y varios otros hagan la mitad de su producción afuera”, dice Ayala. “Creo que han sido explícitos”.
—Tampoco es tan cierto que una película premiada sea muy vista en otros lugares —le comenta Cavallo unos minutos después.
—No, pero tiene venta —responde el autor—. Entiendo que las películas de Larraín que se estrenan en Estados Unidos sí tienen cierta venta y, aunque se estrenen en un circuito de cine arte, ya son mil salas: tiene exposición y fondos para nuevas películas.
Ayala recalca que el cine gozoso es aquel que se concibe como un acto comunitario, social, “sino corre el riesgo de convertirse en videoarte, que eran estas películas que hoy casi no existen”, dice. De la década de los 80, recuerda ese tipo de producciones artísticas como invenciones tan prestigiosas como aburridas. “Había que ser muy joven, ingenuo y engrupido para sentarse a ver un corto de cine arte de quince minutos”, recuerda sin nostalgia. “Era una tortura”.
A él le gusta que, tras una función en la sala del cine, los espectadores aplaudan cuando aparecen los créditos del filme. Aunque igual le parece simpáticamente absurdo: “¿Quién recibe ese aplauso?”, se pregunta. Nadie. “Sin embargo es espontáneo, denota las ganas del público por expresar lo que le sucedió emotivamente mientras vio la película”.
Películas que volvería a ver
Quedan pocos minutos. El entrevistador comenta que actualmente el cine enfrenta un desafío: las barreras tecnológicas han disminuido y ahora hay gente que piensa que se puede rodar una película solo usando un celular, “para ser vistas en celulares”, dice Cavallo. “Tú pareces rechazar esto”.
El autor de Cine chileno del siglo XXI recuerda que él era un adolescente y tenía quince años la primera vez que vio El padrino (1972). Fue en un pequeño televisor portátil de apenas unas cuantas pulgadas. “Y aun así me voló la cabeza”, declara. Hoy siente que perfectamente se puede ver filmes en los teléfonos móviles e igual emocionarse con profundidad. “Pero si solo viéramos películas en celulares, creo que el cine tendría corta vida”, dice. “No llega a los doscientos años”.
La última pregunta de Cavallo a Ayala hace referencia al subtítulo del libro: “¿Qué película te gustaría volver a ver?”.
El entrevistado se ríe y dice que sabía que le haría esa pregunta, así que ya tiene preparada una lista. La tiene escrita. Espera un momento y luego se larga a enumerar las producciones nacionales que más le han gustado en los últimos veinte años: “Y las vacas vuelan (Fernando Lavanderos, 2004), El telón de azúcar (Camila Guzmán, 2005), La nana (Silva, 2009), Turistas (Alicia Scherson, 2009), Te creís la más linda (José Manuel Sandoval, 2009), La vida de los peces (Bize, 2010), El edificio de los chilenos (Macarena Aguiló, 2010), El mocito (Jean de Certeau y Marcela Said, 2011), El circuito de Román (Sebastián Brahm, 2011), Educación física (Pablo Cerda, 2012), El salvavidas (Maite Alberdi, 2011), El otro día (Ignacio Agüero, 2012), Matar a un hombre (Alejandro Fernández, 2014), Santiago Violenta (2014, Ernesto Díaz), La once (2014, Alberdi), Los castores (Nicolás Molina y Antonio Luci, 2014), que es una película de una pareja que caza a estos roedores en Tierra del Fuego, muy bonita, El rastreador de estatuas (Jerónimo Rodríguez, 2015) y La vida en familia (Cristián Jiménez, 2017).
—No es una lista corta, eres bastante generoso —comenta Cavallo—. Creo que eso retrata bien el espíritu del libro.
—Es injusto decir que yo odio al cine chileno —responde Ayala—. Todo lo contrario, sino no lo habría criticado tanto.
La conversación termina. Los tres se despiden; el editor y el entrevistador se desconectan primero de la reunión virtual. Por un momento, el autor del libro se queda solo en la pantalla: su rostro en silencio, serio, nada más. Luego él también desaparece y la transmisión se corta.