El fascismo del cuerpo
Dicen que Catalina la Grande no era grande, era gorda. Una modernidad que adora la flacura como modelo aristocrático, la falta de apetito como índice de buen gusto y la hibridez sexual como modelo funcional, ocultó este dato, asimilándolo a una supuesta jerarquía reinante. Pero se justifica el error ya que, si mal no recuerdo, ser gordo siempre significó ser poderoso. Tal vez porque en la Edad de Piedra, entre el ataque de los animalazos y la zozobra constante, nadie podía llegar a ser gordo; si acaso podía llegar a sobrevivir. Desde entonces “gordo” significó no haber sido comido, hacer que los demás trabajaran para uno, tener suerte. De lo que se deduce que un gordo o una gorda deberían ser siempre alegres. Y hasta que la sociedad les echó los perros lo fueron.
Y yo también lo soy.
Llamar a una gorda gordita es disminuirla. Convertirla en flaca fallida, una cosa que no es ni sapo ni príncipe, ¡Dios me libre de ser flaca! Las flacas son traidoras a la causa, ya que quieren desocupar el paisaje para cedérselo a los hombres. Las flacas van de pérdida en pérdida, no les basta perder un hombre, también con él pierden peso.
Las gordas somos más naturales, más cercanas a las hembras de otras especies menos vuelteras que la nuestra: la viuda negra o la mantis religiosa mezclan jugosamente el hambre y el amor y “al macho acoplado, buen bocado”. Nosotras las gordas, a falta de amor, tenemos hambre, pero con una ventaja: un hombre nos puede decir no pero un buen plato de cintitas a la boloñesa nunca: se queda ahí delante de nuestros ojos, se deja hacer lo que quieras.
Las gordas somos subversivas, mientras las flacas colaboran con la sociedad capitalista circulando entre hombres como blasones aristocráticos, por las portadas de las revistas como vinieron al mundo y como empleadas sudorosas (gimnasia aplicada a la vida cotidiana por oficinas, consultorios y comercios); las gordas somos las que atascamos la cadena de producción para empinar el codo y comer una patita de pollo, en homenaje a Dioniso (Dios de todos los caídos y alegremente perdidos).
Dicen que las gordas ponemos con nuestra carne una barrera entre el mundo y nosotras. Mentira: las gordas somos las que no dejamos de echarnos un poco de mundo encima y adentro; de pura golosidad universal.
Una gorda no es más que mucha mujer.
Amalia, la heroína de José Mármol, respondía a los ideales románticos que proponían, en lugar de mujer, casi una sosías de La Parca. Era flaca, pálida, como si no llevara sangre en las venas porque ¿cómo podía llevar algo rojo si era la sal de la causa unitaria? Al llegar herido a la casa de la actual calle Montes de Oca, Eduardo Belgrano ve “una mujer de veinte años con una fisonomía encantadora, una frente majestuosa y bella, unos ojos pardos llenos de expresión y sentimiento y una figura hermosa cuyo traje negro parecía escogido para resaltar la reluciente blancura del seno y de los hombros, si su tela no revelase que era un vestido de duelo”. O sea Amalia es de mármol más allá del nombre del autor. Y el primero en traicionar a Amalia es el mismo Mármol, cuando describe a Manuelita Rosas a la que atribuye “una expresión picante en la animada fisonomía” que hacía de ella “una de esas mujeres a cuyo lado los hombres tienen menos prudencia que amor y más placer que entusiasmo”.
Conviene recordar a favor de nuestra tesis que Mármol era unitario y que, postrado por Manuela “de formas ligeramente pronunciadas” advierte en ella “cierto secreto de voluptuosidad instintiva que impresiona fácilmente la sangre y la imaginación de los hombres, en contrario de esa expresión puramente espiritual que reciben de las mujeres en quienes su tez blanca y rosada, sus ojos tranquilos y su fisonomía cándida, revelan cierta lasitud de espíritu, por la cual los profanos las llaman indiferentes y los poetas ángeles”. Amalia, es tu mismo creador el que te sugiere más amable que deseable.
Se podrá objetar que Manuela tampoco era gorda sino que no estaba desprovista de carne. Ése es precisamente el drama actual: si las mujeres carnales y —al menos míticamente— disfrutonas tratan de reducirse a toda costa, es decir, que el valor gorda hoy exige muchísimos menos kilos que antaño, si estas bacantes de vocación tuercen su destino para adherir a una moral del sacrificio, de la abstención, de una suerte de militancia solitaria y egocéntrica, ¿no estaremos ante un nuevo puritanismo?
La Gioconda sonríe desde hace siglos. Por favor: olvídense de que alguna vez alguien la confundió con un varón. Su sonrisa es ambivalente, no indecisa. Sus ojos recuerdan siempre a los ojos de las cerraduras abiertas, a las entrepiernas de los cuerpos desnudos y femeninos o a las bocas de las urnas que guardan el futuro de los pueblos. Esos ojos líquidos, los de la Gioconda, siguen al mirón desde que éste llega hasta que se va. La sonrisa sugiere satisfacción, saciedad; es una sonrisa de gallina clueca, de amante en reposo. Pero los ojos persiguen e invitan; están faltos, hambrientos. Como si la Gioconda hubiera encontrado la templanza entre el hambre y el amor, entre el deseo y la satisfacción. Bien, filosofadas aparte, la Gioconda no era flaca. Sus caderas, cortadas por los límites del cuadro, envueltas en lienzos imaginarios y pliegues de pintura seca, son amplias y maternales. Sin embargo nadie más amado y más eterno. Y más significativo cuando, a través de una sosías, nos ofrece en la Argentina el sabor rubio del dulce de batata.
La mitología moderna exige diosas más perfectas que las antiguas: muchachas jóvenes cuya juventud garantiza su fertilidad y la posibilidad de reproducir un apellido viril, cuya belleza vehiculiza el intercambio del cuerpo que la porta y cuya animalidad sugiere una naturaleza que el hombre ha perdido para siempre. Se las sueña extendidas sobre la moquette como perros guardianes, cubiertas por pieles como bárbaras, lo suficientemente traidoras como para vivir la variedad del deseo, lo suficientemente fieles como para conservar sus cualidades de madrecitas.
Contra ese fascismo del cuerpo, esos clichés para infelices, opongamos una sonrisa de Gioconda.