Despierto sobresaltado: soñé con fotos del tiempo del colegio y no sé por qué lo asumí como pesadilla. Tal vez todo tiene que ver con que ayer murió el papá de Mario Rodríguez, uno de los pocos compañeros con el que entré en kínder y salí de cuarto medio. Preparo café. Veo al gato en el pasillo erizado para una pelea. No entiendo. Del fondo me gritan ¡hay un perro en la casa! Tomo al Félix en brazos. Se lo paso a mi hija mayor. El perro es un quiltro negro, chiquitito, con cara de simpático. Le abro la puerta y la reja. Se queda mirando con cara de nuevo miembro de la familia. La compasión se me pasa rápido: tengo demasiadas responsabilidades y cosas qué hacer.

Veo mi pizarra con el listado de pendientes y me abrumo. He tenido la convicción todo el fin de semana de cerrar bien el año, saco entusiasmo del sombrero y me instalo en el patio a trabajar. Ediciones, rendiciones, despachos pendientes, correcciones de trabajos de los talleres que hago. Es una quimera, nunca se termina nada: se escribe un texto y debes redactar otro, se despacha un mail y llegan nuevos, se estudia una obra y esa misma te lleva a otra.

Está de cumpleaños mi primo Camilo, le mando un audio amoroso y melancólico. Se fue a vivir a Caburga con su esposa, es de las muchas personas cercanas que han decidido dejar Santiago. Un fenómeno actual: la migración ciudad-campo. Pienso en Marcel Duchamp, en su declaración “yo no me fui a Nueva York, yo dejé París”. A pesar de que su mensaje tiene que ver con la historia de la vanguardia, también se relaciona con esta nueva migración. La gente no se va al Valle del Elqui, Chañaral, Caburga, Pucón, Hornopirén: las personas están dejando Santiago. Las razones que he escuchado tienen que ver principalmente con el tiempo y el espacio. La claustrofobia que propone la ciudad se ha incrementado con la peste circundante. Para muchos el teletrabajo se ha transformado en un abuso. Un cuñado, por ejemplo, el otro día me mostró su celular: tenía agendada cuatro reuniones a las diez de la mañana del mismo día.

A estas alturas del año los recuentos son inevitables: disparos en lo ojos de los ciudadanos manifestantes, edificios y estaciones de metro en llamas, cambios de gabinete, plebiscito, toques de queda, chinos que comen murciélagos, la peste, eclipses, cuarentenas, muertos, mascarillas, más muertos, compra de respiradores artificiales, leones con Covid en Barcelona, Colo-Colo amenazado por el descenso, muere Maradona, lo que tal vez es el último hito del fin del siglo XX. Veo el nerviosismo expresado en silencio en mis más cercanos, como si asumieran la imposibilidad del análisis de la bola de nieve que se ha formado desde octubre del año pasado. No importa qué hemos publicado, cuánta plata hemos ganado o perdido, cuánto hemos crecido como profesionales. Todo parece un acto de fe. Además de borrar la Constitución del 80 y escribir una nueva, al parecer necesitamos escribir una nueva constitución para nuestras vidas.