Sackboy: una aventura a lo grande (PS5) toma la posta del género de salto, ese que algunos llaman plataformas y que desde hace décadas trata de correr, nadar, colgarse, escapar, encarar y, sobre todo, saltar y no morir.
Como en la saga de películas Toy Story o títulos nuevos como Astro’s Playroom, esta vez el protagonista es un viejo conocido y carismático muñeco de trapo. La gracia del título, el centro líquido, por así decirlo, es la música.
Canciones de Pepa Knight, The Go! Team o neoclásicos absolutos como la “Uptown Funk” de Mark Ronson y Bruno Mars, dan brillo a una aventura repartida en cinco mundos con un villano llamado Vex y una historia menor, aunque no menos entretenida.
El listado de la banda sonora semeja el cartel de Lollapalooza: The Chemical Brothers, Orbital, Foster The People, deadmau5 y Breakbot se suman a gente como Kool & The Gang y Britney Spears, acompañando a Sackboy en sus labores de recolectar piezas y superar obstáculos… saltando.
Es cierto: no es ninguna novedad para una saga que en sus inicios brilló con Kinky, Café Tacvba y Battles, pero que es importante mencionar y destacar respecto de la competencia.
Ahora, sobre el resto, vamos a decirlo claramente: Sackboy es más o menos lo mismo. Distintas etapas, trajes, enemigos, aliados, dificultades, decorado de escenarios y mecánicas para justificar la capacidad de la consola de turno.
Entonces, se preguntará más de un lector, ¿por qué seguimos jugando videojuegos de salto?
Contra los videojuegos de salto
A los quince años ya acumulan experiencias importantes: han navegado por tuberías y rescatado princesas, han rodado como erizos o marsupiales y quizá se hayan iniciado en alguna consola de Nintendo, Sega o PlayStation. Ya se han dado vuelta sus primeros juegos. Por lo general de salto. Son en su mayoría jugadores muy malos, iniciados tal vez en Navidad o el día de su cumpleaños, pero por ahora eso no importa. Su manera de tomar el control es absurda, lo levantan de golpe, nerviosamente, cuando saltan, y tienen que mirarlo cuando descubren secuencias de botones que llaman trucos. Leen las revistas Club Nintendo, GamePro o la española OK PC, pero sobre todo se leen los unos a los otros —sus maneras de jugar, entendamos—, en interminables sesiones solo a veces amistosas.
A los veinte años ya han renegado de esos primeros juegos de salto: Mario, Sonic o Crash Bandicoot, que consideran lejanos pecados de juventud. Abrazan la complejidad argumental de Metal Gear y Final Fantasy, pero se emocionan con la simpleza de Tetris y Pac-Man. Esperan encontrar pronto la madurez como gamers, que a ellos les importa mucho más que la madurez como personas. Tienen una consola de última generación que cumple con creces el objetivo: no son buenos jugadores, pero indudablemente son mejores que antes. Esto es notorio porque ya conocen el slang casi en su totalidad. O sea que pueden responder sin problemas cuando alguien los tilda de “noob”, “campero” o “papero”.
A los treinta años ya han sufrido varios desengaños. Han sido incluidos en rankings en línea donde figuran en el lugar un millón y son equilibristas en dosificar estudios, empleos y romances con las horas del vicio. La relación con la semana es clave: si la consola junta polvo por largos días, que a veces se transforman en semanas o temporadas, es probable que el jugador esté en retiro o atraviese alguna fase del enamoramiento más temprano. En cambio, si el juego es a diario, su alma es entregada a las sagas de moda. Esto porque son las que tienen más posibles rivales donde medirse disparando shooters, patadas voladoras o tiros a portería.
Cuentan con gracia, a veces en sus cuentas sin seguidores de Twitch o YouTube, cómo han sorteado con facilidad un nivel tan complejo como alambicado del último juego que han adquirido. En realidad les ha tomado horas, pero da lo mismo: lo han sorteado y eso ya es mérito suficiente para que todo el mundo lo sepa.
Recién a los treinta y cinco años comienzan a incomodarse cuando escuchan las voces de flauta de los adolescentes que pululan en las partidas online. Si estudiaron periodismo o alguna carrera parecida, ahora les regalan juegos y publican reseñas donde aconsejan a otros jugadores que eviten usar personajes “paperos” en los títulos de pelea, que descubran el jazz jugando Sims o al genial compositor de Donkey Kong Country, David Wise. Les inculcan la suprema libertad como jugadores, pero les prohíben una lista bastante larga de acciones: no campear, no usar equipos grandes con futbolistas caros, no usar movimientos repetitivos que hagan ver fácil el desarrollo de una pelea supuestamente equilibrada. Entienden el honor como suponen que lo entienden los japoneses o, en realidad, como una versión estadounidense del honor japonés sincretizado a través de su cine. Se enamoran de superhéroes que creen provenientes de las películas, pero nunca leyeron el cómic. Descubren el reggaetón en una señal de radio de GTA. Son hábiles conductores de vehículos pero no tienen licencia en la vida real.
De ahora en adelante todo será decadencia. Se han vuelto jugadores inofensivos. Acomodados. Vuelven a pagar por jugar Mario, Sonic o Crash Bandicoot, ahora en consolas bonsái. Por lo que es más fácil venderles juegos por nostalgia. En adelante acumulan remasterizados, dos por uno y ediciones especiales. Algunos incursionan en los emuladores con guitarras plásticas, bazucas que rápidamente quedan a placé y legos todavía más caros. Son, en otras palabras, verdaderos fracasados.
Para que el fracaso se cumpla es necesario que reciban, de vez en cuando, señales equívocas. En reuniones con amigos, generalmente con más botellas que personas, vencerán en uno de veinte duelos, pero ese solitario triunfo servirá para mantener templado su autoestima gamer. En las noches de insomnio lograrán puntajes altísimos que superarán los de… ejem, ellos mismos. Quizás alguna bella pareja los obligue a enterrar su pasión, a botar o esconder esa hermosa polera de Super Mario World. Por lo demás, siempre habrá alguna tarde muerta interesada en rescatarlos del olvido.
Da lástima verlos transmitir por Twitch, regalando una vieja consola en desuso para conseguir seguidores, contando de un viajecito al sur o a una feria menor en Taiwán o Shenzhen, lo que sea. Parecen niños asustados, y en el fondo eso son: niños asustados, adolescentes ya muy viejos para suicidarse. A veces algún amigo o familiar compasivo les pregunta para qué sirven los videojuegos en este mundo deshumanizado y competitivo. Ellos, mientras en sus mentes recuerdan imágenes de Sonic y Mario, suspiran y responden lo que han respondido siempre: que solo los videojuegos salvarán al mundo, que hay que buscar, en medio de la confusión, verdaderas formas de evasión y aferrarse a ellas. Lo dicen sin fe, como se le responde en la calle a un encuestador, pero tienen toda la razón.