No había pasado nunca. Entre 2019 y 2020, Parasite se convirtió en la primera película surcoreana en obtener la Palma de Oro en el Festival de Cannes y el Oscar a Mejor Película Extranjera. Y no sólo eso: aparte de las estatuillas a Mejor dirección y Mejor guión original, Parasite se quedó con el Oscar a Mejor película -a secas-, cosa jamás antes vista con un filme no hablado en inglés.
Y si hace un año los críticos se asombraban con la cinta de Bong Joon Ho, el inminente final de 2020 autoriza hacerse algunas preguntas respecto de un fenómeno de escala planetaria. Por ejemplo, qué tiene este thriller satírico, con asomos de comedia negra y drama social, que tocó fibras sensibles mucho más allá de la cinefilia y de la intelligentsia.
Tentativas o tajantes, hay respuestas de toda especie, aunque asoma cierta recurrencia que podría condensarse así: Parasite escenifica las tensiones y las desigualdades favorecidas por el neoliberalismo global, al tiempo que reformula de modo perverso, y hasta cínico, el viejo tema de la lucha de clases.
Pero, ojo, lo teórico/conceptual puede dar lo mismo cuando se han apagado las luces y se tiene al frente un producto así de entretenido e insólito. Al decir del académico vasco Joseba Gabilondo, por ejemplo, la cinta de Bong “crea una sensación de rabia, de resentimiento, que no se articula política sino afectiva o sentimentalmente”.
Tal vez pasa, como viene pasando en 125 años de cine, que el corazón y las emociones básicas explican nuestra reacción a las películas más que ninguna otra cosa (más que la erudición crítica, por de pronto, o que la challa académica). Y eso pasa acá de tal manera, que se termina transportando a espectadores de toda latitud a un territorio que en algún punto, más allá de la sangre y del sadismo, les es familiar.
Por todo lo anterior, la pregunta sigue en pie: ¿Qué tiene Parasite? ¿Qué dice del ánimo de su tiempo, cuando se logra sortear la valla de la traducción cultural? ¿Por qué es tan contemporánea?
Espíritu de la época
La película retrata dos mundos que coexisten en Seúl. Uno es el de los Kim, dos padres y dos hijos (dos mujeres y dos hombres) de clase media empobrecida. La familia sobrevive como mejor puede en un semisótano, una de esas construcciones concebidas en los 50 como refugios nucleares y que mutaron más tarde en viviendas no muy aptas para dicha función. Es gente más bien educada, pero sin cartones, que ven un posible palo al gato cuando al hijo le ofrecen la tutoría de la hija mayor de la acaudalada familia Park, que también son dos padres y dos hijos, pero que llevan cuatro años viviendo en una casa amplísima de un barrio acomodado, diseñada por un célebre arquitecto. Ese es el otro mundo.
Falsificando un título universitario e inventándose un nombre estatutario en inglés, el muchacho de los Kim se afirma en su trabajo, tras lo cual logra que su hermana se convierta en terapeuta artística del benjamín de los Park. La hermana, a su vez, enchufa al patriarca de los Kim como chofer. Y así sigue la historia: como si los pobres se tomaran, lenta y metódicamente, la casa de los ricos a través del engaño y la seducción. Los primeros serían parásitos de los segundos, aunque para Bong los verdaderos parásitos son estos últimos, “que viven del trabajo de los demás”.
De La huelga de Eisenstein a La ceremonia de Chabrol, la historia del cine es pródiga en episodios de la lucha de clases, y en más de un sentido Parasite tiene una tradición en la cual insertarse, como por lo demás testimonia gran cantidad de comentarios a todo lo ancho del mundo. Eso sí, como observó el crítico Richard Brody en The New Yorker, el contraste entre ricos y pobres, así como la exposición de la injusticia que entraña la desigualdad, “evita las convenciones y las costumbres de los dramas sociales realistas”.
Y aunque se diga que temas como los del filme son de los que llevan tiempo “arriba”, este parece haber caído especialmente bien parado. Según lo veía hace 14 meses Christian Holub en Entertainment Weekly, 2019 fue “un buen año para las películas de género que no temen enfrentar explosivamente el conflicto de clase”, y así lo demostrarían, aparte de Parasite, Nosotros, Guasón, Estafadoras de Wall Street y Ready or Not. Cualquier filme que pretenda representar presente, agrega la nota, “sería negligente si no considerara el conflicto de clase que asoma, cada vez más, como un hecho de la vida”.
Hay objeciones a los procedimientos, por cierto. Para el señalado Gabilondo, la cinta “presenta a la nueva clase de élite neoliberal (surcoreana) en el mejor de los casos como ingenua, crédula, narcisista y, en última instancia, como insuficientemente inteligente para defender su estatus y riqueza”, mientras el resentimiento de clase se codifica “de una manera muy benigna, inteligente y humorística”, de modo que “una audiencia progresista global pueda celebrarlo y disfrutarlo sin culpa”. No queda claro, sin embargo, que esto último explique el conflicto intraclase, también presente: una lucha sorda por la supervivencia.
¿Es la rabia, por otro lado, una derivada necesaria de lo expuesto? El propio Bong no aclara cuando declara: así como ha dicho que quiere que la cinta se vea como un retrato “honesto” y “agudo” de los tiempos que se viven, también ha manifestado que es “una farsa”.
Y entre sus connacionales, que celebraron sus Oscar cual triunfo patrio, hay otro tanto: si en febrero de este año las principales aerolíneas surcoreanas sacaron el filme de sus aviones por dar una “imagen negativa” del país, The Korea Times ha recordado que en pocas décadas la nación pasó de la pobreza a ser la 11ª más rica del mundo, sin perjuicio de que su tasa de pobreza sea hoy mayor que la de países como México y Chile. Pero ni ese ni otros índices, escribió en el periódico el economista Chang Se-moon, tienen que ver con una violencia como la del filme, a su juicio contraria al ser de los surcoreanos.
Sentimientos como la rabia, en último término, se explican con mucha más dificultad en un texto que en una película. Sin ánimo de espoilear, está la escena del cumpleaños infantil en que el padre de los Kim mira con encono a su contraparte de los Park, que le ordena ir a manejar su Mercedes sin saber que Kim tiene en brazos a su hija que se desangra.
En esa mirada reposa cierto espíritu de la época.