Me obsesiona pensar en los ritos culturales que esta pandemia dejará atrás. Lo hago todo el tiempo, mientras me visto, ando en bicicleta o le pongo música a los garbanzos (juro que quedan más ricos). La reflexión se vuelve urgente cuando, obligado a hacer una diligencia, veo la naturalidad con que nos adaptarnos a la nueva realidad. El otro día fui a sacar una hora médica para una amiga y mientras esperaba el turno L243, una cuadrilla de limpiadores rociaba amonio cuaternario cuando alguien se levantaba de los asientos (y éramos unas doscientas personas). Parecía una coreografía, acentuada por los overoles blancos que tenían impreso el logo de la clínica. Cuando me llamaron, atención al cliente me hizo escribir los datos de mi amiga en una tablet. Acto seguido me retó por no haber creado la ficha de forma virtual. Le expliqué que tenía más de setenta años y era prácticamente ciega de un ojo. Respondió, con frialdad de político profesional: si va a iniciar un tratamiento, debe aprender a usar nuestra plataforma online.

En menos de un año el mundo se habrá modernizado tecnológicamente más de lo que avanzó en las guerras mundiales. ¿Qué podremos hacer sin depender de nuestro smartphone? ¿Ir al baño, subir un cerro? O ya no podemos encerrarnos sin Instagram o escalar una pradera obviando el gps. El problema es que mientras el mundo abraza el totalitarismo tecnológico, individuos y comunidades enteras son marginadas. Si algo demostró este año es que el acceso a Internet y la alfabetización digital eran un espejismo. Y que mientras algunos auguran proféticos las bondades del mundo streaming (que las tiene) o de los ebooks (que no las tienen), otros quedan fuera del cerco, impedidos de hacer un simple trámite, anclados al mundo antiguo plagado de formas sagradas y ritos absurdos como incomodar a las personas que no conoces saludando de beso. Pareciera que la frase de Gramsci: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer”, genera cada vez más sentido, no solo para retratar a la agonizante clase política sino a las épocas de cambios convulsos.

Suele omitirse cómo continuaba la máxima del italiano: “Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Las biografías que se aferran, que se vuelven una síntesis de época. Pienso de inmediato en Pablo de Rokha y en Mala Lengua, el brillante retrato que se acaba de publicar sobre su demoledora vida. Compuesto por sesenta y ocho crónicas breves, que a ratos pueden leerse como novelas bonsái, Álvaro Bisama reconstruye las tensiones de un personaje central de la historia cultural chilena. Y lo que vuelve entrañable este libro es la capacidad con que mezcla archivos de prensa, derivas bibliófilas, descripción de fotografías, tesis fugaces que valen más que cientos de papers y una sensibilidad por imaginar a De Rokha con una prosa rayana con la poesía, sin la certeza dominante del biógrafo: “Imagina. Imagina que te has inventado otro nombre, porque el que te dieron tus padres ya no sirve. Tienes poco más de veinte años, eres poeta, has perdido o vas a perder todo (…). Pero no te queda otra (…). Tú también eres otro”.

Otro aspecto encomiable de Mala lengua, es que De Rokha se vuelve un correlato de la historia literaria y política chilena. Uno puede leer sus primeros encuentros con Luisa Anabalón (nombre real de Winett De Rokha), la muerte de su hijo Carlos, sus viajes a Estados Unidos, Cuba o China, o la tarde de 1962 cuando le otorgaron en San Miguel el “Premio Nacional del Pueblo” (tres años antes del Nacional); como signos de una época que a ratos transitó entre un mundo agonizante y otro nonato. También se narran pasajes que permiten humanizar la figura siempre aburrida y dominante del poeta único. Su crucial salida del Partido Comunista debido a que lo someten al comité de disciplina, algunas escenas con su despreciable enemigo Pablo Neruda –a quien llamaba Floridor Callampa–, los eternos viajes hacia el sur donde vendía libros y pinturas y comía y recitaba, o sus últimos días de viudo, que pasó en la misma casa donde se suicidó ubicada en Valladolid 106, La Reina. El efecto final es hipnótico, tanto que un amigo me juró haber visitado la casa un par de veces, durante el encierro pandémico, solo para rememorar la lectura.

Mala lengua

Otra novedad editorial que captura la esencia monstruosa de una figura crucial, es Dime cuándo vienes, cartas de amor (1893-1917), de Rosa Luxemburgo. Dedicadas a cuatro parejas disímiles entre sí, la notable pensadora polaca muestra acá un costado agudo y poético, tierno y feroz en términos políticos al mismo tiempo. En sus cartas cabe todo. Poemas, pasajes emotivos, reclamos amorosos, cavilaciones, apelaciones militantes o comentarios de actualidad cifrados. Estos girones provocan una trama que nos hace pensar sobre las particularidades literarias que poseía el olvidado formato de la epístola, en el rito cultural del ir y venir al correo. Un rasgo clave es la autonomía que atraviesa las castas de Luxemburgo, quien revolucionaria a su época y a la nuestra, nunca convivió formalmente con ninguna de sus parejas sexoafectivas. De ahí su libertad para preguntarse: “¿Por qué no se puede hacer nada para superar el mundo anterior?”, o para apelar a otro amante que bien podríamos imaginar en un cargo político: “Mira cuán básico y despreciable eres. Tengo la sensación de que cada palabra sobre el asunto político más estúpido te interesa el doble, diez, cien veces más que cuando derramo mi corazón”.

Estas cartas también permiten avizorar la agudeza de una intelectual que fue siempre orgánica a su lucha, aunque le costara la cárcel. En medio de frases amorosas, dibujos o la respuesta un amante al que le aclara que halagar su “naturaleza impulsiva” es un error, se cuelan cuestionamientos sobre la necesidad de producir periódicos de análisis coyuntural más económicos y de mayor distribución, o diatribas al centralismo de los partidos socialdemócratas. En el fondo, se devela ante nuestros ojos una lejana época análoga, donde aquello que entendemos por amor convive con la pulsión ideológica y la violencia de la guerra o el hambre. Y el cuidado diseño y edición del libro, que incluye collages, mapas, recortes de prensa y una cronología, le permiten al lector ingresar de forma más intensa en esa época.

Cuesta saber cómo será el nuevo mundo que tarda en aparecer.

La certeza que sí podemos abrazar, es que amerita transitar entre los monstruos que nacen durante la espera.

Dime cuándo vienes