Los años nuevo de mi niñez eran un carrete para los adultos. Antes de la cena salía a la calle con mis primos y primas a pelusear con los amigos del barrio. Jugar a las escondidas, al semáforo, quemar los últimos voladores o pisar chispitas con piedras -sus bombazos iban y venían por todo el barrio- nos hacían pasar el tedio de la espera que las familias amortiguaban con alcohol y cigarros. Que saliéramos provocaba un enojo parcial: sin duda íbamos a transpirar, ensuciar la ropa de fiesta, pero los dejábamos tranquilos.
Casi siempre cocinaba mi abuela. Me gusta que quien llame a comer sea el cocinero, hay algo ahí en esa ansiedad, urgencia, tal vez el anuncio de una forma de amor. Todos platos sofisticados cuya receta se explicaba mientras comíamos. Cosas que veía mi abuela Carmen en el cable o alguna receta vieja de algún viaje o heredada de su suegra. Celebrar el plato era esencial: impedía los roces guardados que el alcohol suele transmitir -mantener la estabilidad era clave y todos lo sabían-. Después del postre venía el minuto del bajativo y volvíamos a arrancar a la calle. De a poco, la manga de cabros y cabras del barrio empezábamos a entrarnos con el grito de algún adulto desde la puerta. Un cuarto para las doce, diez para las doce, cinco para las doce las familias que ya estaban más cocidas.
Nos dividían entre hombres y mujeres para el abrazo por buena suerte. Entre abuelos, padres y tíos repartían plata: había que tener un billete por bolsillo de la ropa para asegurar prosperidad económica. Canal 11 encendido. El conteo de los diez segundos. El momento del abrazo. Unos alegres, otros llorando un año atroz. Cucharadas de lentejas, doce granos de uva, tirar vasos de agua por la puerta. Se reparten copas de champagne con helado de piña. En aquellos años -1993-1994- las municipalidades no organizaban espectáculos de fuegos pirotécnicos. Veía con aburrimiento la señal desde Valparaíso. Terminaba en el patio viendo esos globos que nunca he sabido quien hace despegar al cielo. Después me dormía con las cumbias de la Cooperativa.
Tal vez porque mi propia familia se ha dispersado no he vuelto a celebrar un año nuevo así. Nuestra idea como núcleo se ha enfocado en viajar: pasarlo afuera, lo más lejos posible del entorno habitado todo el año. La noche vieja del 2019 fue ejemplar: al no tener casa donde ir terminamos con dos amigos en Las Melosas, arriba en el Cajón del Maipo, provistos de carpas y cualquier cosa para comer. Nos costó encontrar un lugar bueno. De hecho, nos pusimos cara de palo en un lugar donde había un auto pero no personas. Cuando llegaron les preguntamos si les molestaba compartir el espacio. La pareja de mujeres nos dijeron que no había atado, pero luego de bañarnos en el río regresamos al camping y no estaban. Hicimos el asado tarde. Comimos. No nos dimos cuenta y ya eran pasado las doce. Brindamos deseando un año mejor. Hablamos del rencor, del amor propio y terminamos sobre una roca inmensa bebiendo. Los resplandores que salían detrás del volcán fueron nuestros fuegos o por lo menos luces que mirar.