El 22 de diciembre Félix, nuestro gato, amaneció decaído. Llamamos a un veterinario, lo analizó: tenía 39 de fiebre, un cuadro viral. Le inyectó antibióticos, recetó medicamentos. El 23 apenas respiraba tirado en las baldosas de la cocina, lugar más frío de la casa. Lo llevamos a una clínica veterinaria cercana. El pronóstico, al ojo, sin exámenes, era nefasto: una enfermedad de nacimiento que provocaba una infección. Tenía pus en la sangre, los pulmones llenos de líquido.

24 de diciembre en medio de la dimensión desconocida de la emergencia -pensar qué hacer, cómo actuar- recordamos a una amiga veterinaria y la llamamos. Nos instó a llevarlo a su clínica ubicada en San Miguel. Subimos los cuatro al auto, manejé rápido por Vespucio, Félix maullaba nervioso. Una vez dentro esperamos como media hora que nos dijeran algo. Diagnóstico reservado por no tener los resultados de los exámenes. Le sacaron líquido del tórax, lo inyectaron. Evolucionó bien. Había que observarlo. En casa estuvo activo hasta que lo pillé en el patio de atrás metiéndose entre unas plantas. No te puedes morir hoy, en plena noche buena, le dije. Lo agarré, me arañó, pero logré llevarlo al living y se acostó en su cama a mirar el ritual navideño. Tipo una de la mañana le dije a Roma, que fue su madre, que durmiera con él. Nos despertó el 25 temprano con la frase “Félix está mal”. Volvimos a la clínica. Esta vez solo fuimos los adultos.

Dudamos si sacrificarlo o no hasta que llegaron los exámenes. Fue lapidario: tenía la enfermedad de nacimiento, hiciéramos lo que hiciéramos iba a vivir los seis meses que estuvo con nosotros. Nos despedimos. La sobredosis de anestesia lo durmió y luego mató. No tuvimos corazón para traer el cuerpo a casa y enterrarlo en el patio. Pedimos cremarlo. No cuidaba a alguien desde que mi abuelo Héctor enfermó, de eso quince años. Es desgastante y casi chamánico ver el deterioro, la dependencia física de un ser que intentó legar fortaleza y alegría en todo ámbito.

Además, en el caso de los humanos, uno observa de lejos cómo tiempo y espacio se dislocan: seguramente por cansancio en la vejez se renuncia a recordar los contornos que dibujan nuestra percepción de la realidad. Yo me turnaba con una tía para cuidarlo. Un día entré y estaba en la terraza tomando sol. “¿Y cómo llegaste?, preguntó”. En bicicleta, dije. “¡En bicicleta! ¡desde Chile, pero qué eres deportista!”.

Tal vez haya algo místico en ese extravío, algo de sueño, de alucinación. Quizás cómo fue el viaje de Félix, no puedo imaginarlo. Solo sé que su corta vida la vivió a concho: rompió cables, chupó los platos de las sobras del almuerzo, durmió con cada uno de nosotros y en todas nuestras sillas, se subió al techo de la casa, se escapó con gatas a pololear debajo de los autos del barrio. Cada uno vive el luto como le es posible. En el caso de mi abuelo estuve años perdido, buscando otro modelo del cual afirmarme. A Roma le cambió la cara, como que creció de golpe. Flora, a quien encontré llorando en la cama, ahora le dio por rascarse la cara con el pie, como lo hacía su mascota. Yo paso las mañanas solo, porque desde que murió el gato soy el único que se levanta temprano.