Más que calle, papers, tesis o centros de estudios no-tan-liberales-como-ellos-creen-que-son, lo que falta es pop. O, mejor dicho, leer lo que el pop nos entrega como ofrendas frenéticas desde todos los costados. Desde la alta cultura a la más espuria y baja, de gueto vertical y arrabalera. Antes, el verano austral era temporada de premios Oscar; ahora, es de cine de acción B, con cameos o protagónicos de Bruce Willis que se proyectan en los buses plagados de gente huyendo de la ciudad. Por algo la tercera temporada de la gloriosa Cobra Kai, el remix/revisita de Karate Kid, es número uno en Netflix. Tiempos de violencia, de neura, de perder el control o ¿es que todo está fuera de control y con mucha adrenalina?, por citar a Pablo Illanes.
Lo dije durante la revolución (la nuestra, el estallido, la rebelión, la primavera de las turbas) y lo repito: ¿Nadie en puestos de poder ve, por lo menos, la tele? Cachagua puede arder de infectados lais, pero todo esto, al final, no es nuevo. Basta leer Jolie Madame, de Donoso, o ver, o volver a ver la película Aquí no ha pasado nada, de Alejandro Fernández Almendras (con el gran zorrón abajista que es Agustín Silva) para no sorprenderse de lo que puede ocurrir a puertas cerradas o en las playas abiertas de los balnearios de élite. Sé lo que hiciste este verano, aquí sí ha pasado mucho o está todo pasando (¿aún se usa esa expresión?).
Es tiempo de sandía y guindas y olor a bronceador, esa es la plaga. El virus estival contra el virus que huye de la vacuna y desea aprovechar su momento de superestrella antes de que lo inoculen y lo dejen como un recuerdo retro. Es verano, algunos dirán que cruel, a lo mejor es de détox, pero no hay virus ni ley ni salvoconducto capaz de vencer la seducción de la idea del veraneo, de celebrar el ocio, de desbandarse, porque no hay clases o trabajo al día siguiente. La gente morirá por celebrar al sol y bailar. Lo infecto no es infectarse, es perderse la fiesta de un “hueón del San Benito” y sentirse como las del Everest mal, pero dale, al menos (dicen) no andan en helicópteros, hueona, como sus abuelos.
El otro virus que tiene los días contados, pero se niega a ser un pato cojo o un presidente que esperará tejiendo sus últimas dos semanas frente a la chimenea de la Casa Blanca, es Trump. Probablemente quedará como el peor presidente de la historia, como el que le clavó la estaca a los Estados Unidos y lo hizo pasar de una potencia a un país bananero. Fue capaz de transformar lo multicultural en multicaos y ahora está protagonizando la mejor despedida de un presidente jamás vista. ¡Esto es tele, esos son titulares, esto es guardar lo mejor para el cierre! Trump, digan lo que digan, en algunas cosas es un adelantado y, por asqueroso que sea en todos los aspectos posibles (físicos, legales, morales, éticos), algo entiende de show. Al final, de ahí viene. Cuando ganó, todos se escandalizaron que era un hombre de la peor tele: de los reality. Muchos nostálgicos conectados más a sus pasados pueriles que a su adultez hípster quedaron alterados al toparse con Trump en un cameo de Mi pobre angelito 2, al saludar a Macaulay en el lobby del Hotel Plaza.
Por casualidad (¿hay casualidades?), el otro día vi Celebrity, del hoy cuestionado y cancelado Woody Allen. Quedé todo impactado. Para bien. Quizás es una de sus últimas grandes cintas. ¿Fue Allen al final un cineasta o un artista del siglo XX? Debió jubilar cuando bombardearon las torres. Es tema para libro de cine, pero Celebrity es una gran mirada a la fama predigital, preselfies, preinternet. Ah, esos días gloriosos en que la fama pasaba al menos por el filtro del papel cuché y no de los filtros que alteran la estética de los posts de Instagram. Deseo leer el libro recopilatorio de la Cosas. ¿Me lo enviarán? Allen lanza frases como: “Es clave saber a quién idolatra un país para entenderlo realmente”. Dios, qué miedo. Estéticamente, la cinta es gloriosa. Nueva York en blanco y negro, pero desde el filtro escandinavo de Sven Nykvist, el fotógrafo de Bergman. Y acaso de eso va esta pequeña, cáustica e hilarante comedia: el vacío de no estar en el centro de la atención, mirar la fama como la podría haber mirado el denso y depresivo cineasta sueco. Allen cierra su comedia acerca de “los elegidos” con un avión que pasa por el cielo y escribe con humo Help.¿Quién nos va a ayudar?
Trump, por cierto, aparece en Celebrity y no está mal. Sabe actuar, blufear, mentir. Lanza sus dos frases a una periodista socialité que ha inventado una sección que consiste en transmitir en directo la hora del almuerzo de uno de los restoranes más caros de Manhattan. Trump anuncia que está a full intentando comprar la Catedral de San Patricio para poder demolerla y “construir un rascacielos alucinante”. En eso está el actual presidente. De demoler catedrales a demoler democracias. Trump, se sabe, ve tele, mucha tele y, es probable, cable. Debe ser de esos que surfea por los canales y de pronto se topa con cintas de destrucción política, esas que tanto seducen a los que les gusta andar semidesnudos con pieles a lo vikingo y maquillados a lo Braveheart. ¿O es GOT? La insurrección americana de ultraderecha es hija del legado cultural pop de tercera que fue concebida en Hollywood. Quizás por eso tanta gente dice sin pensar o quizás pensando: hay que quemar La Moneda, hay que extirpar el poder. Mucha tele, mala tele, malas películas o quizás no tan malas, pero definitivamente pulp, comercial, adrenalínico, pop.
El escándalo por lo que sucedió en el Capitolio de Washington me pareció una obra de teatro para una kermesse al lado de lo que Hollywood ha filmado recientemente. ¿Nadie en DC ha visto Designated survivor con Kiefer Sutherland? ¿O la penúltima temporada de Homeland, que trata del odio fanático que produce que una mujer esté en poder? Trump debe ser más fan de Gerard Butler que de Harrison Ford en Air Force One. En sus discursos improvisados llenos de bilis se le cuela el copy publicitario de los afiches de cintas de acción donde “el pantano” de la capital americana es destruido. Poca gente odia tanto como Trump. Lo que sucedió parece un corto de bajo presupuesto comparado con basura entretenida como White House down. O El día de la independencia o ¡Mars Attack! u Olympus ha caído o hasta Superman 2. Trump entiende de series, de temporadas. Y de seguro que lamenta que el Capitolio no ardió y que Nancy Pelosi no haya muerto calcinada. Trump es, lejos, el estadista más mediático desde Kennedy (todo se hace para la cámara, hasta morir asesinado), superando a Reagan. Sabe que los finales importan y que el villano es, a veces, el mejor personaje y que irse en silencio, deseando la paz y la suerte de su sucesor, es mentir. Si todo debe arder, quemarse o estallar, que al menos tenga el crédito que corresponde. Para qué ir a la inauguración de su adversario si lo odia. Eso para él es honestidad. Perder no es grato ni desearle suerte a su enemigo. En un gesto entre punk e impresentable, anunció que no irá a ser parte de algo que considera un “tongo”. ¿Poco cívico? Exacto. Esa es la idea. Trump es puro berrinche. No sabe no salirse con la suya, no acepta otra realidad que la que se ha construido. Es, de alguna manera el ego del chico que no acepta perder. Al ser incapaz de sublimar o reprimir su ego, lo transforma en el símbolo incluso de gente que cree que lo odia, pero acaso se comportan igual que él, pero con una pátina más progre.
El verano comienza, pero al menos hay dos sagas cuyo desenlace aún no terminan. ¿Un verano naranja o un verano infectado frente a un ventilador? Trump debe estar complotando. Algo me dice que serán dos grandes finales que, lo reconozco, no me deseo perder.