Debería existir un término para la adicción a los libros inclasificables. Aquellas obras que bordean varios géneros y se vuelven un quebradero de cabeza para los bibliotecólogos. Los libros únicos, como los llamaba Roberto Calasso, quien llegó a confesar que los momentos más entrañables de su vida, fueron precisamente cuando pudo leer o editar esas obras. Si existiera el término, quienes padecemos esta adicción, podríamos articular un frente contra la dictadura de los géneros literarios. Contra los rótulos conservadores y las etiquetas librescas. O contra los bibliófilos que, en su afán de acumular obsesivamente libros, primeras ediciones o anomalías editoriales, abrazan el fetichismo y dejan de disfrutar el arte de la lectura. Y la pasión por los libros que estructurados como novela se leen como memorias, presentados como cuentos resultan vibrantes crónicas, o editados bajo la premisa de poemarios se tornan ensayos iluminadores; se basa precisamente en gozar leyendo algo que no sabemos bien cómo definir, pero nos emociona, nos seduce, nos resulta entrañable.
La relación enfermiza con la acumulación de libros tiene incluso bases científicas. En 1809 el reverendo inglés Thomas Frognall Dibdin, publicó un estudio de ochocientas páginas llamado The Bibliomania of Book Madness (La Bibliomanía o la locura por los libros). En él, detalla con minucia la historia de esta enfermedad y dedica un capítulo entero a enumerar consejos para obtener la cura. Como describe Joaquín Rodríguez en su entrañable Bibliofrenia, antes de morir el reverendo conoció a pacientes que, embriagados de bibliomanía desarrollaban la bibliofobia. Una suerte de deseo irrefrenable por eliminar libros propios e incluso quemar libros de otros (ya sabemos que los militares chilenos, entre otras muchas sicopatías, padecen también esta). Lo que me llama la atención es que en su tratado no se refiere a la obsesión por leer o acumular obras anómalas. Libros inclasificables. Tampoco alude a los eventuales problemas sicológicos de aquellas autorías que prefieren estar siempre en el medio. No tener nunca una respuesta clara a la pregunta si son novelistas o poetas o cualquier otra frase que sirva como tarjeta de presentación.
Un libro que acaba de aparecer y asombra por la rareza de su urdimbre, es Margen de error, ópera prima de Jocelyn Zavala, cuya información de solapa solo nos indica el año de nacimiento: 1984. Con una prosa sutil y cercana, plagada de flashes poéticos, este entrañable libro merodea por diversas temáticas lejanas entre sí. Apuntes sobre el agua, tratados sobre islas, una enérgica apología al bicarbonato de sodio, o una conmovedora reflexión sobre la homofobia que imperaba –e impera– en la izquierda dogmática, logran hacer simbiosis en una obra inclasificable que mezcla con genialidad textos personales, ensayos científicos, instrucciones para realizar un buen skin care o una cavilación sobre cómo nuestro cerebro memoriza el olor de las plantas, y que mientras lo leemos inevitablemente comienza a sonar “La Jardinera” de Violeta Parra en nuestro cerebro. “A lo único que temo hoy es a perder esos recuerdos que se enquistan gracias al olfato, como las notas yodadas de la morfología humana”, nos confiesa Zavala, que intuye que alguien amado no estará allí, en su huerta, cuando llegue la primavera. “Para atraerte, he ungido mi jardín también con albahaca y romero, por si la huella odorífera de mis flores no fuera suficiente para recordarte el camino a casa”.
Quizá lo que vuelve tan único a Margen de error, es la delicadeza con que el plano biográfico emerge. Jocelyn evita agotar al lector enumerando anécdotas personales, o detallando su intimidad bajo la anodina y narcisista idea que la vida del autor es interesante por sí misma, como sucede en las aburridas y abundantes literaturas del yo. Su trabajo se basa en seleccionar pasajes cruciales de su experiencia, sabiendo que allí radica un aprendizaje genuino, porque todos “llevamos un mapa adentro”. Y luego invita al lector a recorrer ese mapa, cuyas islas se despliegan activando recuerdos cruciales: nuestro primer viaje solitario o la exquisita sensación de tomar una cerveza fría en una tarde calurosa. Y mientras esas imágenes se empozan en la cabeza, reflexionamos sobre la obsesión de nuestra sociedad actual por la ubicación precisa o la pobrísima educación sexual que recibimos cuando niños. Y así seguimos, hasta el final, visitando nuestros mapas personales, casi narcotizados por este sorprendente “debut” literario.
Otra anomalía reciente es el perturbador WWM: Walt Whitman Mall, del magallánico Christian Formoso Bavich. Al abrir el volumen, lo primero que leemos con angulosas letras blancas sobre una página negra, es: “This film has been modified from the original version”. Luego comienza un viaje, o algo así como una película de carretera, que retrata un mundo que cautiva y abruma a la vez, donde pareciera que la erosión del paisaje natural generada por la economía, ha extinguido la posibilidad de ver el mar: “Mira los huesos de la montaña: ves los ríos? alcanzas a ver el mar?”, se pregunta el autor, que mezcla poemas en prosa, octosílabos, reflexiones científicas e incluso una delirante novela distópica plagada de guiños a la escritura de caballerías, para retratar un viaje simbólico hacia Estados Unidos. La inagotable mezcla de registros que hallamos en WWM, logran materializar en el lector la sensación del viaje. “Ensayar la traducción del corazón/ que late en los letreros de ruta”, se dice en unos versos, y también se lee que “hay físicos famosos que postulan un universo no de átomos sino de bits”. El efecto de cierre es brillante: creemos haber experimentado un recorrido por USA, creemos haber atisbado cómo la cámara web más antigua del mundo intentó comerse a una comunidad entera, creemos haber pisado el centro comercial de aquel poeta que cantando a sí mismo desplegó las bases de una cultura que agoniza, pero a la vez tenemos la certeza de no haber entendido nada. Y gozamos esa duda. Porque las esquirlas que emanan de este memorable libro, invitan a releerlo ingresando por otras rutas de su gran carretera.
Ojalá pronto se cree el término que describa la obsesión por las obras híbridas.
Ojalá pronto se extingan conceptos tan arcaicos como género literario o patria.
Estos libros bellamente editados por sellos recién nacidos, que a su vez visualizan en el diseño una huella autoral imposible de eludir, permiten imaginar que en nuestro paisaje cultural aumentará la circulación de obras híbridas. Que las soporíferas novelas correctas, cuentos de taller o poemas rimados, pronto serán sólo literatura desechable.
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