En la mente de Phil Spector: el productor que quería invadir Moscú
La genialidad del fallecido productor estuvo en algo tan simple como esto: para que un disco sea eterno, debe tener el mejor de los sonidos.
Cuando Phil Spector aparecía por un estudio de grabación, su primera advertencia no era técnica. “Aquí vamos a invadir Moscú”, era lo que el fallecido productor alertaba y proponía al empezar el registro de un álbum, como si se tratara de un asalto armado de miles de hombres que intentarían asediar una ciudad completa.
De alguna forma, así concibió siempre sus discos y sus canciones. El estadounidense es parte de una generación de productores y músicos que empujó al rock and roll hacia nuevas rutas y hacia otros flujos de exploración luego de su estallido juvenil de los 50 con Elvis Presley, Bill Haley, Buddy Holly o Paul Anka.
No sólo conforme con que fuera un cancionero de acordes fáciles y desvanecido en puro escapismo, timbró un estilo que revolucionaría el modo en que empezó a sonar la música popular: de alguna forma, el pop moderno, tal como lo conocemos hoy, tiene su raíz en la megalomanía de metáfora militar impulsada por Spector. Lo que después los medios, la industria y las enciclopedias bautizaron como la célebre “muralla de sonido”.
Para él, el pop debía ser un todo que tomara al oyente de pies a cabeza, que lo remeciera de arriba a abajo, que tocara desde su corazón hasta su cerebro y que lo hiciera sentir envuelto en un aluvión imponente de sonido. Nunca antes de Spector, a principios de los 60, el productor tuvo tal grado de relevancia, casi como un autor tan o más significativo que los propios artistas. Y nunca antes alguna personalidad de la música había ideado una propuesta tan abrasadora para fascinarse con una composición.
Por lo demás, Spector tuvo otro talento: ese mismo olfato lo aplicó mayoritariamente en los nacientes grupos femeninos de Estados Unidos, una mina de oro que se tomaría la radio y la TV en esa década –”el folk de la clase media norteamericana”, lo definió alguna vez el crítico inglés Bob Stanley- y que incluyó a sus predilectas, The Ronettes y The Crystals.
Ahí figuraba otro acierto que explica su esencia: un sonido exuberante, pero bajo letras simples, románticas y afables. Como si lo dulce y lo espeluznante siempre fueran de la mano.
Un contrapunto donde voces acarameladas parecían condensarse en una batalla de trombones, timbales, trompetas, baterías, bajos, órganos, guitarra y todo lo que entrara en ese acorazado instrumental conocido como la muralla de sonido. Mientras las artistas interpretaban y pulían sus armonías, Spector grababa decenas de instrumentos, los superponía, los volvía a grabar y generaba capas de agigantado espesor.
En su mente, la faena era literal. Alguna vez dijo que la música pop le parecía tan importante, tan trascendente, un hito cultural que trastocaría para siempre el siglo XX -”grabaciones que pueden semejarse a una ópera de Wagner”, calificó en 1964- que merecía un relieve mayor en cuanto a sonido y fidelidad.
De esa manera fue trabajando con otros portentos de su era, como The Righteous Brothers, Ike & Tina Turner, Darlene Love, los Aquatones y, por supuesto la presa mayor: The Beatles.
Aunque el comienzo de su trayectoria Spector quiso marcar una distancia con los Fab Four, vinculándose a grupos vocales de EE.UU. y a una industria más emparentada con la factoría Motown, con los años debió sucumbir al poderío de los ingleses.
Amigo de John Lennon, son célebres sus batallas por los resultados finales de Let it Be, además de su labor en la fase inicial de la vida en solitario de George Harrison y en gran parte de la discografía del propio Lennon. Luego peregrinó por distintos nombres, desde Leonard Cohen hasta los Ramones, sin revivir sus días de gloria, sucumbiendo en su adultez a una acusación de asesinato, a la cárcel y al ostracismo.
En prisión, siguió alegando inocencia y remarcando un perfil algo retorcido que desde sus años juveniles probablemente lo hacían pensar con cierta genialidad que grabar un disco era como invadir Moscú.
Pero su dogma quizás haya sido mucho más simple e imperecedero: la clave para que un disco sea brillante y eterno está en que sencillamente tenga el mejor de los sonidos.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.