Columna de Alberto Fuguet: Verano cruel/verano caliente (el largo adiós)
Tigre blanco es, supongo, acerca de un chico que decide “salirse del gallinero” de la pobreza y ser mucho más. ¿Cómo lo logra? Aprovechando las falencias del sistema y destilando la rabia que nace de la opresión.
Veo Tigre blanco -que antes pasaba por cine arte, habría sido exhibida en algún cine alternativo, para luego desaparecer con sus premios y elogios- y me gusta, me interesa y seduce, me violenta y empodera. Tal como Parásitos, el verano pasado (fuimos a El Biógrafo o la vimos en el mall y compramos un “combo”, ¿te acuerdas?), es cine de exportación que también funciona en el interior de sus países.
Tigre blanco es y no es de la India. El director es norteamericano de origen iraní y fuera de la industria. Es curioso que Rahmim Bahani parte a la India, pero no a Bollywood. Esta cinta no es una comedia musical eterna hecha para el consumo interno, ni tampoco un filme contemplativo realizado para conquistar a los biempensantes del exterior. Es parte de un nuevo género: terror urbano narco. Ya no hay sicópatas acechando en las duchas, sino emprendedores que desean más de lo que les tocó cuando se repartieron las cartas de la fortuna.
Bahani mezcla la opulencia inexplicable de la India con la miseria indigna que es tolerada por ser parte de una tradición. Basada en la novela de Aravid Adiga, Tigre blanco es quizás la Caracortada del siglo XXI. Aquí no hay drogas ni metralletas, no hace falta, pero sí hay ambición. El joven protagonista entiende que puede escalar lejos siguiendo el ejemplo de los patrones que lo explotan. Bangalore, el Silicon Valley de la India, es la tierra prometida. Más que asesinar a sus enemigos, es asunto de doblegarlos. Las coimas logran más que las balas, aunque no se hace ninguna tortilla sin quebrar huevos, y el carismático chofer entiende que no se rompe con el pasado sin sangre, que para renacer o reinventarse hay que eliminar tu pasado, tu familia y a los que te atajan.
Es cierto que el cine latinoamericano se engolosinó con los niños ricos de los países pobres, este nuevo cine asiático apuesta por un cine político disfrazado de género. En Tigre blanco se atropella gente pobre mientras se maneja un 4x4 borracho y no es tema. Se sigue de largo, la fiesta debe continuar. O se arregla con dinero. A la antigua.
La película es, supongo, acerca de un chico que decide “salirse del gallinero” de la pobreza y ser mucho más. ¿Cómo lo logra? Aprovechando las falencias del sistema y destilando la rabia que nace de la opresión. La excesiva, notable y jugada cinta de Bahani es una rara combinación de Netflix y Tercer Mundo.
Pero es parte de una tendencia que aún no entendemos. Si uno navega en la web profunda de las plataformas, buscando excentricidades como el drama-africano (Atlantique), comedias-tailandesas, musicales de Bollywood (Ginny y Sunny es perfectamente kitsch y capta la nueva estética tercer mundo glam) o acaso un romance-gay-de-Taiwán (la conmovedora y fina Llevo tu nombre grabado) se encontrará con sorpresas. Para bien y para mal. Netflix tiene material para perderse en los dramones tipo K-Pop del Lejano Oriente y posee productos de Nollywood, el imperio cinematográfico de Nigeria con sus estudios y estrellas de esa metrópolis enmarañada que es Lagos.
Porque, tal como dice el chofer en Tigre blanco, Estados Unidos es “tan ayer”.
El futuro, repite como mantra, “es el hombre moreno, amarillo, negro”
Hace un año, en febrero, ese último verano en que las cosas fueron tal-como-eran, ¿se acuerdan? Sé que lo hicieron el verano pasado, pero durante este que transcurre lento no podrán. Mejor no lo intenten. Al parecer hacía más calor el año pasado o quizás todo ardía. Los de siempre, los que se aventuran a pronosticarlo todo, dijeron: llegará un nuevo tipo de marzo. En marzo todo caerá. Preferíamos mantenernos incrédulos. Es más fácil combatir una insurrección que un desastre que ataca a todos. Lo que sucede en China, lo que sucede en Europa, no tiene por qué ocurrir acá.
Pero nos globalizamos. Por fin. Somos parte de la catástrofe mayor, aunque cada uno la enfrente a su torpe modo. Porque en eso estamos. Aprendiendo todo de nuevo. Abrir los ojos, volver a calibrar, afinar. Llevamos casi un año y debemos entender cómo será lo que viene. La era de Tigre blanco.
Lo anómalo ahora será regla. Debería ser feriado el 26 de marzo, la fecha cuando terminó el pasado y comenzó este presente continuo. ¿Habrá un minuto de silencio? Ya no se habla de nueva normalidad o de anormalidad, se dice ahora, nada más. Vivir el ahora, más que el presente. Las cosas ya no fluyen, se decretan. Biden intenta salvar el mundo y su imperio caído, pero es demasiado tarde.
Los ancianos se vacunan y de pronto salen a la luz pública, desaparecen la moral del bótox y la silicona. Se trata de “abuelitos” a personas que nunca serán abuelos o a gente que se olvidó de los suyos, abandonados en casas de reposo donde se descansa poco (ver El agente Topo de Maite Alberdi). La quinta edad es la nueva tercera edad, leo en un meme. El tío Valentín sostiene que se inyectó vida.
En eso andamos: escapando de la muerte que ahora se viste en Dafiti y los ancianos tienen prioridad. Estamos en el largo adiós, para citar a Raymond Chandler y darle algo de estética de novela negra y film noir a esta temporada cruel, curiosa y única. Recuerdo de Isabel Adjiani en los 80, en la cinta francesa Verano ardiente, traducción cutre de Un verano asesino, que causó conmoción por lo impúdica de la actriz que, sin duda, le gustaba que la miraran o, al menos, no tenía problemas en ser considerada seria y símbolo sexual, a la vez.
¿Un verano asesino o ardiente o cruel?
¿En qué quedamos?
Fue el último verano en que la gente usaba trajes de baño sin máscaras. Se cancela el Festival de la Canción de Viña y la Quinta Vergara se usa como vacunatorio. La alcaldesa se sube la edad para inyectarse primero. Se cancelan las alfombras rojas, porque los fans que gritan pueden infectarse. Era otra temporada, otro país, otro mundo. Un año casi. Me comentan: qué verano más cruel, casi confinados, con permiso para ir la costa, como si la costa fuera otro mundo. Al final es cierto, pero ahora entiendo más que antes la primera línea de la novela The Go-Between, de L.P. Hartley: “El pasado es como un país extranjero; hacen las cosas de otro modo”. Cierto. Pero ni modo.
Antes ni siquiera nos interesaba qué pasaba en Wuhan y nadie se imaginó que los veraneantes/viajeros que escaparon al exterior (¿cómo pueden ir a Fidji si el país está ardiendo?) traerían el virus de contrabando. Si viajar durante la temporada estival pasada era considerado reaccionario, hoy es impensable. Algunas comunas celebran su paso a una fase más relajada, amable, pero algo no calza.
Nos acostumbramos a quedarnos adentro, nos confinamos mentalmente, sufrimos el síndrome de Estocolmo. Hay más tiempo para salir, no se necesita salvoconductos para verse, para hablar, para mirarse. Algunos fantasean con orgías en las calles cuando se acabe todo esto. ¿Se va a acabar o está recién partiendo? A la gente le cuesta no comunicarse por Zoom, WhatsApp o Instagram. La no-conexión es vía banda ancha. La pandemia fue digital y nos hizo asumir lo que ya estaba instalado: nos comunicamos desde lejos, todo es virtual, con razón las noches con toque parecen silenciosas y esos murmullos con eco de fiestas o charlas largas en balcones con lucecitas que parpadean parece aún más silente.
Es un febrero muerto. Y muere el Capitán Von Trapp de La novicia rebelde. Christopher Plummer, que rajaba la bandera nazi y le cantaba a los Alpes, se ha ido. Hay pena, hay playa, hay sol, hay desolación. Antes se decía: está vacío, se fue todo el mundo. Hoy uno dice: está vacío, ¿dónde está todo el mundo?
Un amigo me dice: ya no sabemos qué hacer con el tiempo luego del encierro.
Agrego: ¿Te fijas que ya no se habla de tiempo libre?
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