Era una fiesta y no podían faltar las diversiones. El conquistador Hernán Cortés deseaba agasajar a sus invitados y para eso pidió que le trajeran a una de las atracciones que sorprendieron a los españoles en su llegada a las tierras de los mexicas.
Ya lo cuenta Bernal Díaz del Castillo, uno de los camaradas del extremeño, quien dejó para la posteridad una serie de crónicas de lo que vio en la conquista de Nueva España (hoy México). Los malabaristas mexicas (o aztecas) asombraron a los peninsulares con sus habilidades de jugar con un palo usando solo sus pies.
“Mandó [Cortés] dar mucho liquidámbar y bálsamo para que se sahumasen y mandó a los indios maestros de jugar el palo con los pies que delante de aquellas señoras les hiciesen fiesta y trujesen[sic] el palo de un pie a otro, que fue cosa de que se contentaron y aun se admiraron de lo ver”, relata Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.
Pero en ningún caso los malabaristas eran algo nuevo, o que los españoles no hayan visto antes. Ya en la antigüedad, en Oriente, existían acróbatas que practicaban diversos juegos de habilidad con objetos. Así lo detallan Mercé Mateu y Xavi de Blas en su artículo “El circo y la expresión corporal”.
“En Oriente, malabaristas y acróbatas viajaban juntos en ‘troupes’, utilizando todo tipo de objetos: armas, en conjunción con las artes marciales; el diábolo y el bastón del diablo, que nacieron en un primer momento como juegos infantiles, para conseguir después un lugar en el mundo del espectáculo”.
Además, esos malabaristas orientales –según Mateu y De Blas– usaban algo poco usual: jarrones de porcelana, los cuales lanzaban y recibían con diferentes partes del cuerpo.
Los artistas callejeros mantuvieron su presencia en el imperio romano, y posteriormente se les puede localizar en el Medioevo. Ahí, entre caballeros andantes, monjes y siervos de la gleba, se les podía encontrar como artistas itinerantes en ferias y ciudades. En ellos podemos ubicar a los juglares, trovadores y goliardos.
“Había actores itinerantes en el mundo medieval, sobre todo durante la Baja Edad Media –explica a Culto la historiadora y académica de la U. Gabriela Mistral, Ana Luisa Haindl–. A veces, trabajaban en las cortes de reyes y nobles, y también participaban en las fiestas populares”.
Ocurre que los artistas populares eran bastante asiduos en las calles, ya que en el Medioevo tenían muchas ocasiones para trabajar. “El mundo medieval tenía más días de fiesta que el mundo actual”, explica Haindl, la mayoría vinculados a celebraciones religiosas; como las de los santos patrones de ciudades, gremios y universidades.
Las celebraciones, religiosas o no, siempre incluían bailes y espectáculos. Y eso no solo incluía las calles, también los estirados palacios reales. “En la coronación de Fernando de Antequera, primer rey de la dinastía Trastámara de Aragón, se recreó una Danza Macabra”, cuenta Haindl, pero en otras ocasiones, se podía llegar a la tragedia.
Así ocurrió con una fiesta que dio en su corte el rey Carlos VI, de Francia (quien padecía de una avanzada psicosis). “Unos malabaristas hicieron una demostración con antorchas. Con tan mala suerte, que un artista dejó caer una, provocando un pequeño incendio en el salón, donde incluso murieron algunos cortesanos”, cuenta Haindl. El episodio pasó a la posteridad como “Le Bal des ardents” (Baile de los ardientes).
Pero desde las cortes reales, hubo quienes eran bastante asiduos a los espectáculos y pasaron a la historia por ser entusiastas promotores, sobre todo en Francia e Inglaterra. “Esto tendrá después proyección en el Mundo Moderno: Enrique VIII de Inglaterra o más tarde, Luis XIV de Francia, solían contratar artistas para amenizar sus fiestas”, señala Haindl.
Pero volvamos a las calles. Entre los artistas que pululaban, se encontraban los juglares, quienes no solo cantaban, también narraban historias. Pero, además podían ser bailarines, lanzadores de cuchillos, acróbatas, contorsionistas, magos, domadores de animales y malabaristas. Algo así como los primeros “hombres orquesta”, pero también había mujeres.
“Los juglares se especializaban según sus habilidades: estaban los juglares de gesta de los héroes y de los santos, quienes tenían una posición social más alta que los demás juglares; los juglares histriones, que eran principalmente malabaristas y contorsionistas; los juglaresas y soldaderas, mujeres de vida errante que se ganaban la vida con el canto y el baile, y los juglares instrumentistas, también llamados ministriles”, cuentan Ángela Navarro y Anqui Xia en su artículo “La música profana medieval: trovadores y juglares”.
El circo en Chile
Fue desde el Medioevo, y su presencia en Europa, que las artes callejeras llegaron a la América colombina, amén de otras artes performáticas ya presentes de antaño, como los ya citados malabaristas aztecas.
En Chile tuvieron que pasar algunos siglos para que se comenzaran a ver malabaristas y otros artistas callejeros en el formato que se les conoce actualmente, el circo. Según cuenta Pilar Ducci en su libro Años de circo: historia de la actividad circense en Chile (2011), los primeros antecedentes se pueden rastrear a comienzos del siglo XIX, cuando se presentaron en nuestro país funciones extraordinarias de equitación y números ecuestres usando caballos amaestrados. Además de números de habilidades gimnásticas.
De hecho, fue en 1801, aún bajo el dominio de la corona española, cuando Joaquín Olaez y Gacitúa, un artista del volantín, acróbata y payaso, proveniente del virreinato del Río de la Plata, construyó el que se considera el primer teatro de Chile, El Coliseo. En el lugar, se presentarían números de volantines e incluso de artes dramáticas.
En los días de la joven república, en 1827 llegó un circo internacional, el circo inglés de Nathaniel Bogardus, el cual permaneció meses frente a la Plaza Victoria de Valparaíso. Eso hizo que los porteños bautizaran la calle donde se encontraba como “Calle del Circo” (aunque en 1977 pasó a llamarse con su actual denominación, calle Edwards). Este fue el primer circo “moderno”, con acróbatas y payasos.
Pero hay que remontarse a 1885, con la familia Pacheco, para encontrar al primer circo chileno, inaugurado en Valparaíso. Desde ahí, hay que saltar a inicios del siglo XX para encontrar al circo nacional como se le conoce más tradicionalmente, con un espectáculo que combinaba tanto los clásicos números circenses (acrobacias y payasos) como la música folclórica.
De los circos del siglo XX, con escaso personal, derivó la costumbre de que se ocupasen prácticamente de todo. Desde construir la carpa, cobrar la entrada, actuar, hasta realizar el aseo. Y se fue convirtiendo en una especie de tradición familiar, que se fue legando de generación en generación. Así, encontramos nombres insignes del circo nacional como Los Tachuela, Los Salazar, Los Montes de Oca, Los Caluga, Los Mazzini, los Farfán, los Ventura y Los hermanos Corales.
Quizás, un gran logro obtenido por el mundo circense fue la aprobación, en septiembre del 2007, de la ley N° 20.216, que dictó una serie de normativas que regulan y protegen la actividad, hasta hoy. Y eso no fue todo: en 2016, tras muchos malabares, se estableció el primer sábado del mes de septiembre como el Día nacional del circo chileno. Tras siglos, los juglares, malabaristas con los pies y los payasos conseguían un reconocimiento merecido.