Nuestra cosa latina: la muerte de Johnny Pacheco, padre de la salsa y creador de Fania Records

johnny pacheco

Uno de los nombres más relevantes de la música latina, mentor de una de sus épocas más inventivas, falleció ayer a los 85 años. Su huella fue vital para el cancionero en nuestro idioma e impulsó a nivel global las carreras de Willie Colón, Rubén Blades, Celia Cruz y Héctor Lavoe, entre otros.


La salsa finalmente vino del ketchup. O de cualquier condimento que adhiera sazón a lo que atraviesa nuestro paladar.

Cuando entre los años 50 y 60 le preguntaban a los músicos cubanos, dominicanos o colombianos qué clase de música hacían -como al legendario pianista Richie Ray-, la definición siempre iba hacía la cocina: decían que se semejaba a la salsa picante que muchos de ellos habían probado en México. O que su toque era tan sabroso, que también se podía comparar con la salsa de tomate con que en EE.UU. decoraban las hamburguesas.

Los hombres de la vieja guardia, los autores cubanos que habían crecido en La Habana expandiendo el mambo, el son y el chachachá, se colgaban de esa misma metáfora para despreciar un sonido incubado en Nueva York y que amenazaba con quitarles su reinado de años en la escena hispanohablante: después de todo, vociferaban, no puede conquistar el mundo un fenómeno cultural bautizado como un ungüento gastronómico.

Se equivocaron. La salsa se convirtió en una de las expresiones más representativas de Latinoamérica, en símbolo de identidad artística, y en una manifestación integral cuyas letras, baile y estética han cruzado casi todos los países de la región. Quizás el mayor responsable de ese mazazo irrepetible sea Johnny Pacheco, músico dominicano estadounidense fallecido este lunes 15 a los 85 años y fundador de Fania Records, el sello que funcionó como émbolo de la salsa hacia el planeta completo.

Johnny Pacheco
Pacheco en una foto de 2010.

“Descansa en paz querido amigo y maestro”, fueron las palabras de Willie Colón, uno de sus grandes discípulos, al enterarse de su partida. Otra de las figuras crecidas bajo su alero, Rubén Blades, fue algo más solemne: “Pacheco nos deja un importante legado musical, representado por todas las colaboraciones que realizó durante su distinguida carrera”. Puede ser que al panameño le haya faltado algo de sabor, pero lo suyo es puro respeto.

Nacido en República Dominicana, a los 11 años Pacheco partió a Nueva York junto a su familia para zafar de la dictadura de Rafael Trujillo. En los 50 empezó a interesarse por las diversas orquestas latinas que animaban la intensa noche de la Gran Manzana, verdaderos acorazados instrumentales que tenían al baile y al ritmo como eje.

Con ese manual, se sumó al conjunto del eximio pianista Charlie Palmieri, otro referente ineludible de las variantes musicales caribeñas. Más decidido a una carrera en solitario, en 1960 formó su primera orquesta, Pacheco y su Charanga. Ahí siguió explorando el lenguaje musical más tradicional extraído de Cuba, lo que le permitió ganar fama global, reportar giras por diversas latitudes y catapultarse como la primera banda latina en presentarse en el teatro Apollo de Harlem, en 1962 y 1963.

Pero el contexto había cambiado. El flujo de latinoamericanos hacia Nueva York era imparable y numeroso, y la masiva llegada de cubanos -precipitada por la Revolución de 1959- empezó a trasformar la geografía creativa de la escena hispanohablante. Los tiempos también corrían en otros sentidos para la moda juvenil: había llegado el rock and roll y el twist, competencias duras de roer, eléctricas y desenfrenadas, para instrumentistas latinos más bien criados en los vientos, las percusiones y las etiquetas de los clubes nocturnos.

Pero hubo un hecho mucho más privado que también cambiaría el destino de Pacheco y el del cancionero en nuestro idioma. En 1962, para tramitar su divorcio, se acercó al abogado Jerry Masucci, un profesional de origen italiano que había servido para la marina de EE.UU. en Guantánamo y que también había trabajado para el departamento de turismo de La Habana, absolutamente fascinado con la isla.

Masucci no sólo le tramitó a Pacheco su separación: también le ofreció hacer negocios y transformar la música que hacía en una compañía con más cuerpo y estructura profesional. De esa manera, fundaron la Fania Records en 1964, dedicándose en un principio a cazar talentos en las calles de Harlem y el Bronx, para luego grabarlos y ellos mismos vender sus discos casa por casa a ese nuevo público ansioso por rememorar algo de las raíces latinas que habían dejado atrás en sus respectivos países. En la distribución, Masucci se encargaba de los negocios, mientras que el dominicano contribuía con la sabiduría y los años de bagaje artístico.

El primer disco de la compañía tuvo un título simbólico, queriendo demostrar que ahí había ganas de estallido: se llamó Cañonazo y tenía a Pacheco con otra celebridad de la época, el cantante Pete “el Conde” Rodríguez.

johnny pacheco

Hacia 1968, y siguiendo la lógica de las grandes orquestas que había marcado el catálogo de El Caribe desde los años 40, Masucci y Pacheco forman su propia orquesta, la Fania All Stars, la que asomaría como una pléyade y una mina de oro que vio pasar en sus filas a Larry Harlow, Celia Cruz, Willie Colón, Héctor Lavoe, Ray Barretto, Jorge Santana y Cheo Feliciano, entre muchos otros.

Comenzaron a tocar en The Red Garter Club, local situado en Nueva York, pero la fama definitiva vino en 1971, con una mítica sesión en el Cheetah Club de la misma ciudad. El fenómeno fue imbatible, presentándose en escenarios de todo el orbe, desde el estadio de los Yankees en el Bronx hasta Japón en 1976. Uno de sus álbumes más populares se grabó durante un concierto en Kinshasa (República Democrática del Congo), para presentar una pelea única entre Muhammad Ali y George Foreman, producción bautizada después como como La Fania All Stars en África.

Más allá de los números, Pacheco y los suyos lograron resolver una alquimia artística casi inédita. Sin que la música latina se desprendiera del mambo, la pachanga o el chachachá, la empujó hacia contornos más vinculados al jazz, el funk, el soul, las rítmicas africanas y la onda disco. La estructura seguía basada muchas veces en grandes improvisaciones -las célebres “descargas”-, donde los instrumentistas parecían envueltos en una suerte de salvajismo a medio camino entre la destreza y el vigor.

También cambió la formación de los elencos, centrándolos en trombones y trompetas, y le dio mayor protagonismo a los cantantes, ejercicio que antes había escaseado en la música latina, como en las grandes orquestas de Tito Puente. En Fania, nombres como Héctor Lavoe, Celia Cruz o Ismael Miranda se transformaron en figuras todopoderosas, ejemplos de exuberancia escénica como cualquier estrella de rock.

También dio pie a la libertad total para que los compositores condujeran la salsa hacia terrenos menos transitados; fue el caso de Rubén Blades, otro hombre que le tomó el pulso a la migración en EE.UU., al introducir en sus ritmos bailables relatos llenos de referencias políticas y sociales.

El propio Pacheco también escribió para sus huestes: Vámonos pal monte con Eddie Palmieri, o Quítate Tú (Pá Ponerme Yo), cuya interpretación por Celia Cruz fue un éxito en los años 70. Para el eterno Héctor Lavoe compuso Mi Gente, una de las más aplaudidas del solista.

A partir de los 80, Fania ya asomaba como una pieza de un museo gloriosa e irrepetible, tal como alguna vez lo fue Motown para el soul o Sun Records para el rock and roll. Eso sí, Pacheco seguía repitiendo en que no había día en que no escuchara salsa: la bailaba, la disfrutaba, la gozaba, porque, según sus principios, la salsa hasta levantaba muertos. A juzgar por generaciones completas de latinoamericanos que han encontrado su felicidad en una canción salsera, difícilmente se le puede rebatir.

Willie Colón y Pacheco en 2002.

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