La pandemia del coronavirus ha arrojado a la especie humana a experiencias imposibles. Un aeropuerto sin pasajeros. Un Año Nuevo sin fiestas. Una ciudad sin cines. Un torneo de fútbol sin hinchas. Un verano sin el Festival de Viña.
Cualquiera que haya nacido y crecido en Chile en los últimos 61 años, sabe, entiende o se resigna a que la semana final de febrero semeje una burbuja donde quedamos atrapados mirando lo que sucede en un anfiteatro arrinconado entre los cerros y nacido entre sillas de madera sobre un piso de tierra. Cada año, la burbuja nace, se infla, estalla, se desvanece y el país sigue su marcha. Pero este 2021, la nada. El vacío. El Chile moderno vivirá seis días estivales que jamás imaginamos vivir: por primera vez en su historia, el espectáculo más hechizante del país simplemente no se hará.
“Me dio pena enterarme de eso, saber que no íbamos a tener el vértigo y los rumores de quién va a estar y quién no. Fue como ‘puta la huevá, qué pena que no vamos a tener ese hito’. Mi relación con Viña es de emoción, morbo, vergüenza ajena, amor, cariño, respeto. Uno quiere al Festival, pero también el Festival te desilusiona todo el tiempo”, admite Fabrizio Copano, fanático del certamen desde niño y quien triunfó ahí como comediante en 2017.
Sergio Lagos, animador en la Quinta Vergara entre 2006 y 2008, también se pone nostálgico: “Este año hará falta. Es una cosa que, más allá de cualquier reparo, es música, producción, trabajo artístico, periodístico, turístico, algo que toca muchas hebras. Es alucinante”.
Álex Hernández, quien estuvo ocho años a cargo de la dirección televisiva (2012-2019), avisa que no es panorama para estas noches sentarse a tragar videos en YouTube en reemplazo de la vitalidad telúrica de Viña: “Se extrañará el fervor de los fans. Conciertos podemos ver varios en YouTube. Pero la emoción en las calles, los gritos en los hoteles, el amor desplegado en la ciudad, eso no se ve en ningún otro lugar”.
Óscar Contardo, periodista y columnista en las páginas delanteras de este medio, también pasó cuando niño noches completas mirando a Antonio Vodanovic presentando a los artistas más disímiles: “Más que un espectáculo, es la televisación de nuestras ansias de diversión que habitualmente están tan torpemente gestionadas por nuestras costumbres provincianas. Nuestro pánico escénico tiene una terapia cada febrero”.
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Al igual que todos ellos, y de seguro como miles de personas más, yo también extrañaré Viña. Lo vi desde siempre. Me fascinó desde niño. Lo cubrí como periodista por primera vez en 2002, cuando la concha acústica propia de un mundo en blanco y negro había sido reemplazada por un anfiteatro de inspiración europea, y por última en 2020, cuando un grupo de manifestantes logró envolver en llamas el frontis de otro símbolo del viejo orden festivalero, el Hotel O’Higgins.
En medio, estuve en 19 festivales donde miré desde el palco de prensa, la galería o algún hotel cercano una cantidad abrumadora de shows, más de lo tolerable por cualquier humano promedio; algunos de los más rutilantes que han pasado por Chile, como Tom Jones rugiendo en 2007, Sting dando una clase de distinción escénica en 2011, o Ricky Martin consolidado como una estrella global en 2014.
O también los más conmovedores, como Marco Antonio Solís en 2005, emergiendo como un Jehová de traje dorado desde una tarima, mientras sus “damitas” llegadas en buses desde todo Chile podrían haber abierto las aguas del Pacífico completo con su griterío colosal.
Y, claro, los más penosos, como Melody, una española de 12 años que cantaba “El baile del gorila”, donde se presentaba como una rumbera salvaje acompañada de dos bailarines disfrazados de primates que saltaban de un lado a otro, en una performance que la acercaba más a Fantasilandia que a la Quinta Vergara. O Yandar & Yostin, dúo reggaetonero que salió a las cuatro de la mañana a cantar tres veces su único “hit”, en un recinto con más personal del aseo barriendo cucuruchos de papas fritas que público cantando. O Leonardo Farkas atrincherado entre sus teclados gigantes y su dentadura reluciente, con el público clamando que regalara lomitos mayo a todo el recinto, mientras él dedicaba su show a “todos los chaqueteros de este país”.
Viña es un eterno limbo entre la gloria y el infierno, entre la vida eterna y la guillotina. Lo que ahí sucede es irrepetible, no lo encuentras en ningún otro lugar. Lo percibes desde donde estés, ya sea en la misma Quinta, ese espacio en que las noches siempre son insufriblemente gélidas, o sentado frente a la pantalla, cuando el verano aún sigue su avance tórrido. En la intensidad del certamen, vemos amplificada para toda Latinoamérica un pellizco de nuestra propia existencia.
“Hay algo alegremente vulgar y desbordado, como una borrachera mal llevada, que me parece interesante. Nuestra falta de sentido del espectáculo y nuestra precariedad en el gesto de poner en escena se ven desafiados cada febrero”, apunta Contardo.
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Quien mejor representó en los últimos años la genética propia del evento es Ricardo Meruane, pifiado de forma bestial en 2011, y resucitado para enfrentar el mismo calvario cinco años después. Contactado para esta nota, el humorista asegura que no quiere saber más de Viña. Que se quiere olvidar y que por ahora prefiere que lo dejen tranquilo. Eso sí, dice que sólo tiene una cosa para contar: un chiste. Atentos: “Para los que van a extrañar el Festival, se pueden conformar con el logotipo del canal de fútbol TNT Sports. Viste que parece una gaviota”.
Gracias, gracias, no se molesten...
Viña desnuda fragilidades, emociones e instintos que en cualquier otra circunstancia serían fáciles de domar. En 2009, Felipe Camiroaga, el mejor conductor de la TV local de los últimos 25 años, debutaba en la cita junto a Soledad Onetto y -quizás por un formato tan libreteado que nunca le dio espacio a su mayor fortaleza, la improvisación- tuvo un cometido sólo correcto, reflejado en una escena decidora y nerviosa: en algunos shows, se le veía en penumbras fumando y mirando su celular en una de las esquinas del escenario.
Hubo otra noche en que Américo no dio más y explotó. En Viña, ni siquiera un impulso tan incorrecto como la rabia se puede reprimir. Sobre el cierre de su show triunfal de 2011, Rafael Araneda le dijo al oído que por favor terminara luego, ya que venían otros artistas. En la conferencia que los invitados hacen al bajar de escena, el cantante “denunció” al animador y dijo que no había sido capaz de calmar al Monstruo, deslizando incluso después que había “truncado” su carrera.
Hoy, Américo cambia la furia por la autocrítica: “No fue la mejor forma. Podría haber dicho lo mismo mucho más calmado y me sentiría mucho más conforme con ese momento. No tuve la culpa, pero sí podría haber sido más responsable”. ¿Quién no ha sido Américo alguna vez?
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Viña es un espejo de sensibilidades privadas, pero también colectivas. Y ahí la tensión nuevamente late al límite. Una estrella de la música o del humor puede poner contra las cuerdas en segundos a todo el entramado festivalero y, sin exagerar, a parte de las autoridades del país.
Los Prisioneros aterrizaron en 2003, cuando el espectáculo estaba en manos de Canal 13, y en su primera canción, “Sexo”, cambiaron parte de la letra por alusiones a la Iglesia: “El curita con el sermón/ en el canal de televisión”. Carlos Fonseca, exmánager del trío, cuenta que fue totalmente improvisado, ya que era un tramo del tema en que Jorge González decía lo que quería.
Ricardo de la Fuente, director de la cita entre 2003 y 2008 y uno de los nombres más relevantes en su historia reciente, estaba desde la mesa de transmisión: “Cuando parten cantando, y por un error humano, la persona del switch, Cristián San Miguel, en vez de pinchar una cámara pincha las barras de color, de esas que aparecen cuando la TV termina sus emisiones. Eso se vio en la pantalla de la Quinta y la gente pensó que los estábamos censurando. Empezaron a pifiar”.
“Nunca se nos pasó por la cabeza censurarlos. Con Enrique García (director ejecutivo de Canal 13) nos miramos y dijimos: sigamos adelante. Si eso les molestó a muchos y hubo problemas posteriores, puede ser. Pero hasta hoy tengo mi conciencia tranquila”.
Como reflejo de Chile, la Iglesia estuvo antes en la trama viñamarina. En el debut de Ricardo Arjona en 1995, algunos personeros de Mega sugirieron a sus representantes que ojalá no interpretara el tema “Jesús, verbo no sustantivo”. El guatemalteco se negó y en privado aseguró que prefería irse y no presentarse. Finalmente, pudo cantarlo. El productor Jorge Ramírez, encargado de la visita del cantautor, lo corrobora: “Antes había un control férreo de lo que expresaban los artistas. Ahora esas cosas ya no pasan”.
(Ojo: según ha contado Beto Cuevas, no fue la religión oficial, sino que una guía espiritual, la que mucho tiempo más tarde, en 2010, le dijo a Arjona que tenía que abrir y no cerrar esa noche del terremoto del 27/F, decisión que evitó la catástrofe).
Suena increíble, pero un hombre como José Feliciano también estuvo cerca de dejar todo tirado para no dar su espectáculo. Cuando en 2006 ofreció la conferencia previa a su show, un par de periodistas cuestionaron su vigencia y lo calificaron de “dinosaurio”. Feliciano y su mánager se retiraron indignados a buscar el primer boleto que los regresara a EE.UU.
Ricardo de la Fuente estaba en la Quinta y partió raudo hacia el hotel para explicarle que a veces los reporteros caen en niñerías: “Me tomé un café con su mánager y le dije ‘te ruego me dejes ir a la habitación de Feliciano’. Accedieron. Al llegar, me siento al borde de la cama y Feliciano me empieza a tocar la cara, los hombros, el pecho, escuchaba con atención lo que yo hablaba, mi argumento de por qué debía presentarse en Viña. Al final le garanticé que podía abrir el Festival. Se quedó callado y me dijo: ‘Creo en tu palabra. Esta noche actuamos’. Y fue un exitazo”.
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Viña parece un terreno donde todo vale, el fango donde la leyenda termina fundiéndose para siempre con la realidad. Seis días en que todos tienen licencia para opinar sin ser expertos, seis días que son una existencia completa cuando algunas historias se perpetúan como resaca de una fiesta que todos vivimos: Raquel Argandoña y su vestido metálico, el “Puma” arengando a la voz del pueblo, Bosé sorprendido con un collage-homenaje que se lo enviaron dos semanas después vía courrier.
Cristián Leporati, director de la Escuela de Publicidad de la Universidad Diego Portales, es seguidor del evento y postula que lo de este 2021 es lo más similar a la desaparición de un rito en una comunidad. El paralelo incluso no está tan distante: Río se quedó sin carnaval y nosotros sin Festival.
“Todos nos guiamos por costumbres y está internalizado en la memoria de muchas generaciones que Viña tiene que ver con el verano, con su final, y también con el hábito cultural de ver algo donde todos podemos ser partícipes sin distinción. Ahí se da un diálogo entre la gente y el espectáculo que es muy único. Perder eso, por mucho que existan críticas, genera nostalgia”, puntualiza.
Contardo insiste en que la instancia funciona como bisagra para una idiosincrasia local que nunca se exhibe con honestidad: “Un objeto kitsch que revela tanto como esconde un artefacto social que con los años fue tomando prestadas fórmulas de espectáculos extranjeros, como la alfombra roja, para simular la existencia de una industria local de celebridades que se evaporó con la crisis de la TV abierta”.
Después sigue: “Lo vemos como algo grande, la inclusión de lo local en lo internacional, lo que para nuestra mentalidad isleña resulta seductor. Escuchar en el documental sobre pop latino que Soda Stereo consideraba a Viña un paso clave en su carrera nos halaga un orgullo arrinconado por la distancia”.
La pandemia nos robó el goce colectivo, el permiso para sentirnos frívolos, el vínculo con el resto del planeta: precisamente todo lo que encarna Viña. Por eso lo añoraremos. Porque no hay nada parecido. Un país sin Festival de Viña es un país infinitamente más aburrido.