Un asunto es la ansiedad, las fantasías, aquellas expectativas altas que marean y nublan, que hacen que tu corazón palpite más fuerte; otra cosa, ya lo sabemos de un tiempo a esta parte, es la caprichosa realidad. La dura realidad. Uno propone, el Covid dispone. Casi veinte mil muertos, estamos cerca de cumplir un año encerrados, clases por pantallas, el Zoom como una afrenta a la esencia del ser humano. Pero la vida, sigue. Peor, quizás, pero sigue. La cosa parece mal, las esperanzas tropiezan con los zanjones de la debacle. Cuando todo cae, es complicado mantenerse en pie. Aun así, los malls están repletos, el metro a tope, las terrazas de los restaurantes ocupando calles residenciales. La vacuna inminente confunde a las personas. Happy hour es la nueva hora del espanto. Pasamos de tomar onces a tragos. Ya todos lo saben: a las 19 hrs. ya es tarde, solo los más arriesgados piden su última copa a las 21.00. No hay duda: la gente desea conectar. ¿O quieren pelar? Se acerca el regreso de las fiestas, de los gimnasios; las piscinas al aire libre respiran y dejan que los bañistas naden sin máscara. Las playas abren y cierran, fin de semana de cuarentena, en la semana todo parece normal. De nuevo: ¿qué es normal? O mejor: lo que lo fue ya no lo es y lo aberrante es la forma en que ahora hacemos las cosas. La vida aberrante, el día a día pandémico. Los permisos de vacaciones de la Comisaría Virtual te dejan viajar por ahí, pero para ir al cine no hay que sacar salvoconducto o permiso. Basta tener una temperatura baja, sobajearse con alcohol gel que irrita y andar con mascarilla para entrar a otra dimensión.
El cine está de vuelta.
¿Será tan así?
A ver: excepto notables excepciones (el Normandie, la Sala K), todos los cines son parte de un mall, como muchas clínicas, supermercados e iglesias, lo que es entendible, porque buena parte de los expalacios del cine se transformaron en centros espirituales, gimnasios, bodegas y discotheques alternativas. Cuando llegaron las multisalas (¡dos en un solo cine!, ¡una sala lila, una verde!), se lo celebró como el triunfo de la alta tecnología y la idea de todo tipo de filmes en un mismo terreno. Esos templos fueron multiplicándose y, por un momento, parecieron “tan modernos”. Una estética de aeropuerto y la promesa que la sala 5 te lleva a un musical y la 7 apuesta por un melodrama asiático sin escala. Hoy, todas las salas te llevan al mismo lugar: a ese infierno con sonido Dolby que son cintas que parecen clones, donde nada importa excepto machacarte la mente. Hace rato que lo más interesante ni se acerca a los cines. Al final construyeron seudo aeropuertos para que, eventualmente, todos optáramos por ver cine en nuestras casas, como los espacios de películas en los canales de la TV abierta en los 80. Ver un filme en la casa o ir a los cines como corresponde. Partimos con la idea de usar anteojos 3D, hoy debes entrar con máscara y ahogarte.
Pero abrieron: llegó el esperado día. Una vez adentro, lo que importa no es la exhibición, es la pulsión de vender o comer o tragar cabritas. Tres veces me ofrecieron cabritas. Todo parecía no del todo listo para recibir un público más zombie que alterado. Los cines que abrieron el otro día parecían ruinas. Olor a baños tapados, a polvo. Una cosa desolada, como una casa que se cerró sin dejar los platos lavados. Esto no fue un terremoto: las estructuras están bien, pero algo —creo— pasó durante estos 11 meses a los cinéfilos y a los que consumen cine como “contenido”, tal como escribió Martin Scorsese en la revista Harper’s en un ensayo clave que es mitad homenaje a Fellini y mitad su desesperanza articulada frente al imperio del streaming.
Dicen que Más mueren de corazones rotos (Saul Bellow) y corren más lágrimas cuando las plegarias se atienden (Truman Capote citando a Sor Teresa de Ávila). Algo así sentí el jueves pasado. Si esto es el regreso del cine, pues creo que miraré más tele educativa. Todo salió mal. No tan mal, pero arriesgué mi vida (exageración, pero me expuse), vi la película tenso, ahogado con la máscara, en una sala que nunca me quedó claro que si estaba vacía por el aforo (solo 50 cuando el promedio son 200 butacas) o el desgano y la falta de curiosidad cinéfila o si todos estaban en sus buzos en pose de teletrabajo o, que es acaso lo que temo, es que la idea de ir la cine es “tan 2019”.
El jueves pasado, cuando regresó el cine, cuando volvieron las películas, no fue exactamente el día de la victoria. Acaso tuvo más semejanzas con el de la marmota. Ese día tan anticipado fue poco epifánico, para nada épico, más bien desangelado y depresivo. Me propusieron ir y fui. Anda a la primera función, o al primer día, me dijeron. Muchos tenían cifradas esperanzas. “Hope of Deliverance”, para citar a Paul McCartney. De la oscuridad que nos rodea opté por refugiarme en la luz que da el cine y salí sintiéndome estafado, sin ánimo, desanimado y acribillado por la cinta y su sonido, que parecía como si pasara una tren bala por tu cerebro.
La sala a la que fui estaba en un mall repleto de gente. Aunque no muchas interesadas en ver películas. ¿Poca publicidad? Al parecer, la reapertura les llegó de sorpresa. En Estados Unidos, los únicos cines abiertos son los drive-in. Aquí abrieron y al haber tan poco aforo, las dos funciones no dobladas de Tenet estaban agotadas; por negarme a ver Baba Yaga y 101% Lobo, fui a la sala premium. Mal que mal, Chistopher Nolan es del tipo de cine acción inteligente y sofisticado que no se debería ver en pantalla chica. Por el inmenso complejo, nadie circulaba. Esto no era Goodbye, Dragon Inn o el programa doble de La última película.
Era el regreso.
¿No iba a parecer una celebración?
Por WhatsApp, me dicen: ¿se puede regresar de lo que hemos pasado?
¿Es el cine un ejemplo? De fiesta hubo poco. Muchos se quedaron en las casas donde el cine (en efecto) ha llenado un espacio inmenso de sus vidas. No es el cine el que no interesa, es la idea de ir a verlo a los lugares de siempre y el agote de desplazarse, gastar, arriesgarse por ver material de segunda. Adentro, en la sala, se parecen a los escaños de los parques. Separación, lejanía. Muchos asientos vacíos, muchos. Asientos cancelados. Las parejas o los que van en dúos, pueden sentarse juntos. Camino a mi sala. Todos con mascarillas. Mucha gente sola en máscaras. Mucha gente en buzo. Los pasillos confunden, marean. Quizás son los afiches. Abril: 007: Sin tiempo para morir. Trolls 2: gira mundial. Marzo. Una gigantografía dice “25 de febrero”: El llamado salvaje con Harrison Ford, la versión digital de la novela de Jack London. De pronto me doy cuenta: yo ya la vi y en este mismo cine. ¿Pero cómo? No me pregunten por qué. A veces, en algunas ocasiones, veo esas películas para todo espectador. Me gustan las cintas con perros, las de abrigos con chiporro, toda cinta que tenga un trineo. Aún no se estrena pues falta para el 25 de febrero. ¿Es tal la locura? ¿Empezamos a sufrir las consecuencias de todo lo que nos ha pasado? No: sucede que ya se estrenó (por eso la vi), pero nadie sacó los afiches cuando salieron todos arrancado del virus, se quedó ahí como un testimonio de la temporada pasada.
No había alfombra roja o gritos. No parecía un regreso, me pareció una despedida. Un funeral al que asistieron los amigos nerd del hermano raro y nadie más. Es probable que este fin de semana el cine colapse. O que un nuevo rebote ocurra en una función de esa cinta atroz llamada Avalancha (cine de catástrofe chino) o Los nuevos mutantes. Y eso fue algo que me alteró, me deprimió. La oferta. ¿Estas son las cintas por las que quieren que arriesguemos la salud o la vida? ¿Qué pasa con las cintas tipo Oscar que son típicas de febrero: el año pasado vimos Mujercitas, La favorita, Parásito? ¿Dónde está Nomadland o un ciclo de un autor o quizás una cinta chilena jugada? Regresó sin pena ni gloria, con cintas básicas o con una apuesta fallida y sonora como Tenet. No entendía nada. Quizás fue el estrés, tanta tomada de temperatura, pero cero problemas que todos bajen sus mascarillas para engullir sus cabritas.
¿Esa era la razón de volver al cine?
¿En qué momentos aceptamos esa aberración del mall con solo franquicias? Este tipo de cine murió antes que la pandemia, antes de que los cerraran por el estallido después del estreno de Guasón. El jueves los cines abrieron y lo digo aquí, en La Tercera Domingo, a lo mejor lo correcto sería cerrarlos de nuevo. Dudo que suceda. Hay que repensarlo todo. Por qué uno va al cine, porque necesita cine. ¿Y lo que está en la casa no es cine acaso?
Cuando salí era tarde, había luz, la del ocaso, el aire parecía no contaminado y me saqué la mascarilla para respirar. La cordillera al atardecer parecía un efecto especial. Me volví caminando y al llegar me dieron ganas de ver el tipo de cinta que no dan en esas salas que abrieron el jueves. Salí de la selva de metal y miré el espectáculo superior del exterior y sentí el llamado de escapar, de zafar, pero ya ni eso es posible.
¿Qué se hace?