Los efectos curativos y hasta milagrosos que la música puede llegar a tener en la vida de la gente es un tópico que diversos artistas han abordado en décadas recientes. En Last night a DJ saved my life (1982), el gran éxito que dejó el grupo Indeep en los últimos estertores de la era disco, la cantante congoleña Réjane Magloire contaba cómo un discjockey le compuso la noche pinchando la canción correcta.
Dieciséis años después, la banda Fun Lovin’ Criminals recicló la idea en su éxito Barry White saved my life, mientras artistas como Gloria Estefan y James Hetfield, de Metallica, han asegurado en entrevistas que la música también salvó sus vidas sacándolos de cuadros depresivos y adicciones. Pero nadie ha llevado la idea tan lejos como el pianista James Rhodes, quien en 2015 dedicó casi 300 páginas de su primer libro a explicar cómo, en su caso, ese rescate se dio de forma literal y sostenida en el tiempo.
Nacido en Londres en 1975, Rhodes tuvo una infancia infernal. Desde los cinco hasta los nueve años fue violado por un profesor de gimnasia de su colegio que murió impune, lo que lo dejó con una serie de trastornos psicológicos y desórdenes alimenticios que lo llevaron a estar años internado en un psiquiátrico. Pero entremedio, a los siete, descubrió la música clásica y desde entonces la obra de Mozart, Beethoven y Brahms se convirtió en su refugio y vocación. Un credo que ha evangelizado en la última década a través de siete discos, otros tres libros, programas de TV y en recitales al piano -en prestigiosos teatros, pero también en festivales de rock- que espantan a los más puristas del mundo docto.
Los fantasmas personales, como las críticas, no desaparecen de su vida. Pero para eso está la música, que tal como expone en Instrumental, su autobiografía superventas, “ofrece compañía cuando no la hay, comprensión cuando reina el desconcierto, consuelo cuando se siente angustia y una energía pura y sin contaminar cuando lo que queda es una cáscara vacía de destrucción y agotamiento”.
“No es sólo la música”, aclara Rhodes, quien tras casi un año de pandemia no sólo sigue convencido, sino que expande su idea. “La gente que es responsable de salvarnos la vida, que está creando series para Netflix, o películas, o libros, las cosas que realmente usamos durante el confinamiento, son todos artistas. La vida del último año sería inconcebible sin todo eso. Son cosas que necesitamos hoy más que nunca y yo, de verdad, no sé si hubiese sobrevivido si no hubiese tenido este piano acá en mi casa”, dice a Culto desde Madrid, donde se instaló el 2017.
Sin conciertos hace 12 meses y convertido en protagonista del debate público en su nuevo país de residencia, el pianista libra hoy otro tipo de batallas. Mientras sus esfuerzos en los últimos años se han concentrado en impulsar una ley recientemente aprobada sobre abuso sexual infantil en España, el músico decidió cerrar hace un mes su cuenta de Twitter luego de sufrir hostigamiento sistemático desde sectores derechistas por su apoyo a la candidatura del Presidente Sánchez; reseñas despiadadas sobre su trabajo (“pianista sobrevalorado”, dice de él una columna publicada este mes por el diario El Mundo), además de críticas desde diversos sectores por una ciudadanía española otorgada en diciembre que para algunos fue injusta o un favor político.
“Yo detesto ser una persona pública, soy muy tímido. No sé cómo es en Chile, pero aquí en España las cosas están extremadamente divididas a nivel político”, cuenta desde el otro lado de la pantalla. “Estamos hablando de una ley que protege a los niños, nada que ver con impuestos, nada controversial, es algo humanitario. Yo creía que la única respuesta que iba a recibir de la gente iba a ser ‘oh, esto es maravilloso, cómo podemos aportar’. Pero en vez de eso llegaron ‘los vete a tu puto país’ (dice en español). Es una locura, qué mundo de mierda en el que estamos viviendo. Pero ahora que la ley fue aprobada puedo retirarme un poco”.
¿Siente que su vida ha cambiado mucho desde la publicación de Instrumental?
Todo ha cambiado. Ahora soy español, me cambié de país, me casaré en algunos meses con una argentina. ¡Imagínate eso! Un inglés y una argentina casándose después de Las Malvinas, Maradona y todo eso (ríe). Creo que valió la pena publicar el libro, pero ha tenido un gran costo para mí. Fue una tremenda batalla poder publicarlo que terminó con un fallo de la Corte Suprema de Reino Unido que nos permitió ganar la pelea. Pero ha sido desafiante. Es un libro extremadamente personal y cuando la gente me detiene en el Metro, en las calles, saben prácticamente todo sobre mí y eso puede llegar a ser un poco intenso. Supongo que lo mejor que ha pasado con el libro es que gracias a él he podido trabajar con el gobierno y ayudar a aprobar una ley que una vez que se promulgue convertirá a España en el país número uno del mundo en cuanto a protección infantil. Más allá de las quejas, la pérdida de dinero, el estrés y las batallas legales, ha valido la pena sólo por eso.
¿Por qué España?
Tiene que ver con todo. ¿Has ido a Inglaterra? Es un pozo de mierda. El Brexit, la suciedad, el peligro, la contaminación, la política, el gasto, el clima, la comida, el racismo. Es un lugar tan horrible, para mí al menos. Empecé a venir a España para dar conciertos y cada lugar nuevo que visitaba me parecía increíble. Iba a comer y la comida se sentía como la mejor que había probado en mi vida. Pasó lo del Brexit y decidí que no quería seguir viviendo en Inglaterra, así que vine para acá, encontré un departamento, un piano, empecé los trámites para conseguir la nacionalidad y hace algunas semanas fue aprobada. Todo es mejor aquí. ¿Hay problemas? Por supuesto, en política y especialmente con la extrema derecha, con la economía también, pero tengo todo lo que alguna vez pude haber deseado. Así que sigo aquí y aunque sé que eso irrita a la extrema derecha y a los matones, este es mi hogar y no me pienso mover.
¿Cómo va la vida sin Twitter?
¡Es el cielo! Lo juro por Dios. Mucho menos toxicidad, más calma. Y es triste, porque tuve experiencias increíbles gracias a Twitter. Conocí a J.K. Rowling por Twitter, descubrí cosas, aprendí cosas. Pero llegué al punto en que abría el computador y había 100 personas deseándome la muerte, mandándome a la mierda o enviándome fotos de sus profesores de gimnasia diciendo que “este te echa de menos”. Pensé por qué debía seguir exponiéndome a ese tipo de cosas. Es una lástima. No puedes controlar Twitter y hasta que eso no cambie me mantendré lejos.
Hace algunos días, en una columna que escribió en El País, planteó que la libertad de expresión en las redes sociales debe venir acompañada de ciertas responsabilidades.
Por supuesto. Es sentido común, finalmente. Yo daría mi vida por la libertad de expresión. Aquí en España hay un rapero que van a mandar a la cárcel por nueve meses. Es una locura, pareciera que estamos en la edad de piedra, es aterrador. Pero pese a todo, creo que también tiene que haber un elemento de responsabilidad. El mayor argumento que encontré en Twitter, la típica respuesta, siempre fue “sólo porque alguien no piense como tú no significa que esté equivocado”. Y claro, eso puede aplicar si estamos hablando sobre cómo me gusta tomar el café o si prefiero la playa o la piscina. Pero no aplica si dices que ser gay es un pecado, o que si eres negro debes salir de mi país. Vamos, no es tan complicado. Esa gente no es que piense distinto, son unos imbéciles. No puedes discutir con gente así, es como debatir con un violador.
Como músico, escritor y activista, siempre se ha preocupado de la salud mental de las personas. Ahora que llevamos casi un año de encierro y pandemia, ¿cree que la sociedad y los gobiernos están prestando suficiente atención a ese tema?
Lamentablemente, creo que la próxima pandemia es esa: el eco del último año, el trauma, la oleada de enfermedades mentales. A no ser que seas un sociópata, no creo que sea posible haber atravesado el último año sin haber quedado crónicamente afectado. La ansiedad, la preocupación... es una experiencia de una vez en la vida, en un siglo, en una generación. Me parece que la prensa no lo destaca tanto, pero lamentablemente las tasas de suicidio se han incrementado hasta un punto aterrador. Algo parecido ha ocurrido con los casos de violencia doméstica, de abusos infantiles. Ha sido brutal. Yo no sé si considerarme un activista, creo que las cosas por las que lucho tienen que ver con el nivel más elemental de compasión humana. Cuidar a los niños no es activismo, es simplemente ser humano. Pero hay que luchar tanto, eso me deprime.
En medio de la crisis que atraviesa la industria musical, ¿en qué pie queda la música clásica? ¿Le costará más volver, quedará más relegada del gran público?
Yo creo que hay dos problemas con la música clásica: la industria y la educación musical, que ha sido realmente destrozada. A no ser que tus padres tengan plata no aprenderás a tocar el violín. No hay orquestas en todos los colegios, no van todos los meses a escuchar un concierto, así que tienes a toda una generación de niños que salen del colegio sin tener idea quién es Bach, cómo suena un violín, cómo se ve un violonchelo y que no han escuchado en vivo a una orquesta. Creo que eso es muy triste. No porque tengan que saber quién es Bach, sino porque tienen que saber que hay una línea que une a Bach con Rosalía, y cómo explicarla. La música clásica tiene mala reputación, y puedo entender por qué, pero me parece injusto. Y creo que en el minuto en que la gente tiene la oportunidad de descubrirla surge esta sensación como de “oh, me había perdido de esto y es maravilloso”. Imagínate descubrir a los Beatles o a Bowie por primera vez a los 30 años. Y cuánta gente en el mundo todavía no descubre a Mozart, Beethoven o Brahms. Eso es increíble para mí y muy apasionante. En ese sentido, todavía me sorprende que tanta gente siga comprando mi maldito libro, porque es acerca de violación infantil y música clásica, nada de esto es particularmente entretenido o popular, pero recibo tantos mensajes de gente que lo ha leído y que han sido abusados cuando niños, o de gente que me dice que sus exparejas o sus hijos se comportan de tal manera y nunca habían entendido bien por qué hasta que leyeron el libro. De repente se dan cuenta de que había un motivo, en vez de estar enojados o confundidos saben que hay que ser más compasivos con el resto. Eso para mí es algo bueno.