Nunca me recuperé de las lecturas de Thomas Bernhard. Entrar en su prosa, aprender a calibrarla, a captar su humor, disfrutar de sus incesantes reiteraciones implica estar dispuesto a involucrarse con un eminente iracundo, un elegante insatisfecho, un insano. Empecé por los volúmenes breves que componen sus Relatos autobiográficos, que me dejaron estupefacto. Narra su enfermedad y paso por instituciones médicas. La educación austríaca -en establecimientos nazis durante la Segunda Guerra y, posteriormente, en internados católicos- lo traumó. Tuvo un período en que habitaba un subterráneo miserable. Pero, sobre todo, Bernhard traspasa hechos centrales de su existencia a través de su respiración: frases largas, hipnóticas, descoyuntadas. Cuando uno se deja llevar por su ritmo, los textos se disfrutan; es más, solo así uno es capaz de notar su humor de payaso feroz, entre impugnaciones y crueldades.

Si me refiero a él es porque sus novelas han vuelto a circular. El malogrado es una de mis predilectas y se encuentra en librerías, al igual que Extinción. Bernhard escribe monólogos. Las historias que cuenta están mezcladas con sentencias arbitrarias y contundentes, descripciones de caracteres, disquisiciones intelectuales y quejas románticas propias de un fóbico sin vergüenza. Era un tipo raro, retorcido y airado. La crítica es unánime al considerarlo uno de los autores alemanes más influyentes, un experimentado provocador, dueño de un estilo que es capaz de secuestrar la atención pese a su espesor y fiereza.

Alto, buenmozo y despiadado, mantuvo estrecha relación con una tía mayor. Su traductor, Miguel Sáenz, cuenta que adoraba los hoteles y los viajes acompañado por amigas. Era un dandy. Despreciaba lo común, la obviedad. Fue una celebridad incómoda para su país. Sus cartas a los diarios vieneses eran frecuentes, puntudas e inauditas. Han sido recopiladas, junto a sus ensayos, bajo el título En busca de la verdad. Disfrutaba de una erudición heterodoxa. Cruzaba la cultura musical con la filosofía, la pintura con lecturas clásicas, y declaraba su preferencia por Michel de Montaigne.

Al igual que en la mayoría de los libros de Bernhard, en El malogrado se confunde al personaje con el autor. Está en una cantina luego del entierro de su amigo Wertheimer que se acababa de suicidar. Con amargo cinismo va desplegando la historia de la relación que tuvieron con el pianista Glenn Gould. Los tres asistían a clases con Vladimir Horowitz en el Mozarteum de Salzburgo, lugar donde se conocieron, tuvieron trato, diálogo y cierta intimidad. En una escena epifánica, el narrador y Wertheimer escuchan a Gould tocar las Variaciones Goldberg, de J.S. Bach, y quedan demudados ante su virtuosismo. En ese instante comprenden que jamás podrían alcanzar su nivel de perfección, cuestión que los obliga a trastocar sus destinos.

El malogrado plantea un tema esencial, sin embargo, poco visitado: cómo lograr mediante el trabajo la genialidad. Y qué hacer ante el fracaso, ante la posibilidad de no obtener ese estatus, aunque se hagan todos los esfuerzos. Son músicos sometidos a altas exigencias que ante la imposibilidad de alcanzar la plenitud, que ven en el otro con claridad, deciden retirarse. Claudican. Intentan zafar de la frustración. Lo que es imposible, han quedado marcados por la emoción que les causó contemplar a Gould inspirado. Bernhard delibera sobre la extravagancia, la sencillez y la visión nítida de un norteamericano que arrasa con dos europeos de clase alta, ultrarrefinados. “Nuestro Glenn Gould era más capaz que nadie de esas carcajadas incontenibles, pensé, y sin embargo es la persona que había que tomar más en serio. A quien no sabe reír no hay que tomarlo en serio, pensé”.

La ironía profunda es el tono que Bernhard mantiene en esta ficción. Me refiero a esa que Vladimir Jankélévitch estudia y define como “un juego con el peligro”, una forma indiscernible del conocimiento que imita, ridiculiza y se arriesga con tal de lograr la diversión más difícil. Desde el ángulo satírico es posible gozar de la inflexión desesperada hasta la exageración, la burla y el asco que Bernhard invoca.

La biografía y la mistificación están tramadas en El malogrado, al igual que en el resto de la obra de Bernhard. Se sabe que no tenía escrúpulos en utilizar la mitomanía en sus escritos y entrevistas. El yo intenso que atraviesa su obra define su actitud ante los otros. Era un sujeto denso y seductor, que hizo de la contradicción y la franqueza una moral literaria.

Phillip Lopate escribió un ensayo que se llama Por qué no leer a Thomas Bernhard. Es un texto cómico, que se pregunta qué razón hay para enfrentarse a un autor insoportable, denso, reiterativo y egomaníaco. El recelo de Lopate es sincero y fino, una extensa y amable consideración negativa es también una confidencia y un homenaje encubierto.

Aunque, sin duda, el mayor gesto de admiración viene de Horacio Castellano Moya, en El asco. Thomas Bernhard en El Salvador estableció una parodia en español de un autor en lengua alemana, inédita por su soltura y capacidad de imitación. Lleva el aliento sofocado de Bernhard al Caribe, al eriazo y la corrupción, lo hace propio, dándole un destino improbable.

La indignación de Thomas Bernhard convence e impresionan sus divagaciones. Su vitalidad es fácil de comprobar: difícil quedar indiferente después de leer una página de él. Seguir avanzando obliga a penetrar en la condición de extraño y solitario. Temas que nunca elude. Fue un derrochador que vivía según sus términos. Pulverizó el narcisismo que lo invadía explotando el humor y exhibiendo su debilidad. Leerlo es un gusto adquirido. Son esos placeres que para obtenerlos es necesario perseverar hasta que se convierten en vicios.