El calor no ha dado tregua. La piel que nos separa de la vida está cada vez más sensible, no solamente a los rayos del sol, sino que a los demás. El ambiente está caldeado por fuera y por dentro. Quizá por eso no tengo elucubraciones, más bien me he dedicado a surfear la existencia, por cierto con dificultad. Entrego, en cambio, escenas breves, retazos de realidad, diálogos oídos al pasar. Más que comprender lo que acontece -cada vez es más inasible-, esta vez prefiero dar mi versión de episodios. Son registros apresurados y parciales.

Mascarillas

- Disculpe, súbase la mascarilla, por favor. Somos hartos en la cola y todos la tienen puesta. A nadie le gusta andar con este bozal. Mire para allá. Está lleno de gente apurada, acalorada, caminando sofocada con esta cuestión en la cara. Pero es obligación no más, estamos en pandemia.

- Mire, señor, no le voy a aceptar ni a usted, ni a nadie que me venga a sermonear a mi edad. ¿Acaso cree que por andar con un pañal en la boca y la nariz se va a salvar? Si no me pongo mascarilla, es un asunto exclusivamente mío, soy un hombre libre y estoy dispuesto a asumir el riesgo. Estamos.

- Oiga, sabe, aunque esté vacunado igual puede contagiar. Al final, nadie sabe nada, así que póngase la mascarilla y no haga cuática.

- Cuática, esa palabra de dónde salió. Qué ignorancia más infame. No se da cuenta de que estamos frente a un negocio. Hay gente que se está haciendo rica por culpa de tipos como usted. Borregos. Muere más gente de cáncer que del virus. He leído decenas de papers que desacreditan el uso de mascarillas.

- Sabe qué, todos andamos cortos de paciencia, así que si no se va a poner mascarilla, váyase mejor. No ve que nos están grabando, y va a dar jugo por redes sociales. Mejor, no sigamos hablando tonteras.

- A mí no me graba nadie. Qué se han creído. Estoy ejerciendo un concepto que desconoce: la libertad individual. Me entiende. En Estados Unidos ya no se usan mascarillas, porque se dieron cuenta de que eran inútiles. Ignorante.

- Ve, se está juntando la gente por culpa suya. Váyase altiro.

- No me venga a decir lo que tengo que hacer.

Comer afuera

Temprano, cerca de las seis y media de la tarde, con luz, voy directo a la mesa que me indica un mozo. Antes mide mi temperatura y me solicita que me eche alcohol gel. No hay nadie en la terraza. Prendo un cigarro, antes de que lo prohíban, y pido un cenicero. El mozo me dice que se puede fumar, pero que no puede traerme un cenicero. No entiendo, le respondo. Son órdenes, me contesta. Y me indica que puedo ver la carta en mi celular si escaneo el código que está en la mesa. Sigo fumando y le pido una Coca Cola Light. Espero a una persona más. Cerramos la cocina a las ocho, me advierte.

Acompañado y decidido, pido un crudo y una ensalada, más una cerveza. Es difícil tener ganas de comer un plato pesado con calor. Ya sin mascarilla, la conversación se desata. Traen los cubiertos en unas bolsas plásticas. Comienzan a llenarse las mesas. Sube el tono ambiental cuando se instala un grupo de músicos. Al lado hay una pareja de amigos eufóricos. Supongo que vienen de otro lugar. Llega la comida impecable y el mozo con mascarilla consulta si necesitamos algo más. Le hago un gesto con las manos, una señal de que están hablando a gritos. Pero sé que es inútil, incluso incomprensible pedir que bajen la voz. Sé que está cayendo una lluvia de gotas de su saliva sobre nosotros. Ojalá no esté con Covid.

Al pedir un café, cerca de la hora que cierren, apareció un sujeto con polerón y un perro de temer. Sus maneras de pedir dinero estaban teñidas de amenazas. Pido la cuenta.

A pie

Después de una oleada de reuniones por Zoom y de llamadas eternas, salgo a caminar, es viernes. Decido una ruta que me permita sumergirme en el ruido en sordina de la ciudad que empieza a encender sus luces. El tránsito está fluido. Los paraderos menos llenos. Todavía quedan tiendas abiertas. Pocas veces me entrego a estos paseos por miedo a que aparezca la angustia. Lo cierto es que esa paz, de la que gozan muchos paseantes, es ajena a mi temple, pero desde niño que deambulo, vago para diluirme. Evito pensar y entrar en voladas. Prefiero observar.

Esta vez, con el ánimo de despejarme, partí en mi casa y poco a poco fui adquiriendo un estado de extrañeza. Si bien todo lo que acontecía era común, me sentí ajeno. Paré en una tienda de comida e implementos para mascotas, quise entrar a una panadería, sin embargo me arrepentí al ver que estaba llena. Varias cuadras más adelante vi un pequeño local de chocolates. Tomé la decisión de comprar algunas cosas ricas. Quizá, entusiasmado por el hallazgo, pedí demasiado. Decidí hacer un par de regalos. El asunto es que me vi con bolsas de calugas, bombones, galletas y una sonrisa de placer adelantado. Seguí calle tras calle. Busqué casas, rejas, perspectivas que tenía en la memoria. Habían desaparecido. Tapias y demoliciones paralizadas, en cambio. Los paseadores de perros con los que me topaba a cada cuadra desaparecían. Decidí volver. Faltaba más de una hora para el toque de queda. Tomar un taxi era lo atinado. Salí a Apoquindo y estuve esperando media hora hasta que uno me paró. Lo manejaba un anciano. Me subí, le di las gracias y la dirección, que conocía perfectamente. Ocupaba doble mascarilla. Le pregunté si podía pasar por un cajero automático. Me contestó que no, que los que toman taxis tarde debían andar con efectivo. Detuvo el auto. Bájese con sus paquetes, y me espetó: estoy cabreado de los pasajeros que como usted creen que se las saben todas y pueden mandar al chofer. Estoy trabajando a mi edad, sin ley que me proteja. No me pague nada, lo dejo aquí. Hizo un gesto de desprecio con las manos. Continué a pie.