Vidiella, El Túnel y Agamos el Amor
En 1971 el actor fallecido esta semana estrenó la primera obra de café concert en Chile. Sus intérpretes no se limitaban a actuar en uno o varios papeles, sino que, además, cantaban, bailaban e improvisaban textos de cara al espectador en mitad de la representación.
Entre sus múltiples facetas, el actor y empresario teatral Tomás Vidiella, recientemente fallecido, tuvo un desempeño crucial en una interesante fórmula escénica de origen europeo que él ayudó a consolidar en Chile: el café concert. En rigor, su compañía no fue la primera en llevarla a cabo (fue el cineasta José Bohr, que en la década del 50 presentó el primer espectáculo de estas características en el restaurante Santiago), aunque sí en desarrollarla incluso más allá de sus posibilidades originales.
A mediados y fines de los años 60, un sector del teatro chileno experimentó con la creación colectiva, cuyo grupo paradigmático fue Ictus. Simultáneamente creció esta otra modalidad del café concert, de alguna manera complementaria con la anterior e igualmente exitosa. Ello surgió con la fundación de la compañía El Túnel, en 1971, formada por personas ligadas al teatro de la Universidad de Chile (Detuch): el dramaturgo Edmundo Villarroel, los actores Tomás Vidiella, Alejandro Cohen y Pina Brandt, y el músico Jorge Rebel. Ellos habían abandonado el grupo universitario huyendo de la ampulosidad y espectacularidad que caracterizaban sus montajes, así como de esa mirada excesivamente ideológica que se venía arrastrando ahí desde hacía un tiempo.
Con El Túnel estrenaron, en mayo de ese año, la que es considerada la primera obra propiamente tal de café concert en Chile: Agamos el amor. Como correspondía a ese estilo teatral que se popularizó en la Europa de entreguerras, esta no se desarrollaba en un espacio escénico convencional, sino que en el Nahuel Club (Merced 314, en Santiago), que en realidad era un departamento ruinoso que ellos adaptaron hasta darle el glamour que su público apreciaba. Lo convirtieron en una especie de pub o pequeña sala circular donde se podían consumir bebidas. Los espectadores quedaban muy cerca de los actores y eran, cómo no, interpelados por ellos. Así describía el lugar la crítica Yolanda Montecinos en su comentario de la revista Eva el 1 de octubre de 1971: “Seguimos su trabajo paso a paso, y cuando vimos la vieja y casi inútil casona de la calle Merced convertida en sala teatral y centro artístico, nos pareció un milagro. Adentro, una minisala con todas las comodidades de una sede teatral siguiendo, además, los preceptos de una decoración rústico-chilena: mucho color, bastante cobre, madera de pino quemada, lámparas de libre fantasía y un escenario”.
Esta reutilización de lugares no convencionales para convertirlos en espacios escénicos fue imitada con los años por otros grupos, contrastando así con las grandes salas de los teatros universitarios (Antonio Varas, Camilo Henríquez) e incluso con las tradicionales del centro de Santiago, más pequeñas (Maru, La Comedia, Petit Rex, Talía, Del Ángel, Moneda). Otro aspecto diferenciador fue que sus intérpretes no se limitaban a actuar en uno o varios papeles, sino que, además, cantaban, bailaban e improvisaban textos de cara al espectador en mitad de la representación.
Agamos el amor cosechó un éxito inesperado: estuvo más de dos años en cartelera, cuestión impensable hoy. Al igual que algunos otros montajes que llenaban la cartelera de aquellos años, aquí se prescindía de la tradicional historia extensa y secuencial, articulando el espectáculo sobre la base de una serie de escenas breves. El aspecto de introspección sicológica era reemplazado por la presentación de diversos “tipos” fácilmente reconocibles: personajes y situaciones que mostraban el mundo nocturno de Santiago, una cierta visión de la marginalidad oculta que recorre las calles, como los revolucionarios de café, homosexuales, prostitutas, trasnochadores del restaurante Il Bosco, estriptiseras, melancólicos y solitarios. Los actores dialogaban, recitaban, cantaban y conversaban con los espectadores.
Su tumultuoso eco ha sido poco estudiado, pero resulta evidente que Agamos el amor reunió en sí varios aspectos transgresores y vendedores: temática desinhibida -su título no solo habla de algo del ámbito de lo privado que en aquel tiempo no tenía la bullanguera presencia actual, sino que, además, se permitía una errata ortográfica desafiante-, lenguaje cotidiano, problemáticas triviales, gente corriente, variante escénica desenvuelta y novedosa, presencia del humor y ausencia de discursos ideológicos o posturas políticas y sociales, que por aquellos años inundaban la vida nacional.
Este afán de ruptura se simbolizaba ya desde la primera escena: dos personajes ataviados con túnicas y portando unos cirios crepitantes recitaban una letanía sacra: “Este es un acto litúrgico. Nosotros somos los sacerdotes de esta invocación nocturna. Con nuestros rezos, exorcismos y cánticos queremos llegar a lo más recóndito de ti mismo”. Luego, abruptamente y rompiendo el encanto ceremonial, todo se convertía en un juego infantil de palmas.
Mirada a la distancia, se ve que la obra quería ser, también, una tomadura de pelo a ciertas solemnes posturas teatrales de entonces, que aspiraban convertir al actor en un predicador, en un apóstol que pretendía transformar al espectador en un ideólogo del espíritu. Edmundo Villarroel poseía un fuerte sentido del marketing, una extraordinaria habilidad para mezclar temas del momento y personajes simples con vibrantes fórmulas teatrales y, sobre todo, por su capacidad de fustigar a los mismos que pagaban las entradas. A su muerte en 1998 (a los 57 años), el texto de Agamos el amor se extravió (jamás fue publicado y nadie conservó ningún original), perdiéndose así una obra paradigmática del teatro chileno del periodo.
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