Columna de Alberto Fuguet: 365 días en la cornisa (casi a punto de caer)
Estamos cumpliendo un año de este desastre colectivo y viral, acaso recién estamos capacitados para comprender lo que nos ha pasado. Veo un documental llamado Time acerca de lo que implica estar encerrado en una cárcel y que, posiblemente, lo peor de la pena no es que te quiten la libertad, sino el tiempo.
Hoy parte el otoño, la parte dos. La secuela, que intuíamos que iba a llegar, ya está encima. ¿Esperaban una continuación mejor? Lo siento, es lo que hay. Quizás es el invierno oscuro que optó por demoler todas las supuestas certezas y seguridades del verano que ya, claramente, se fue.
Lo repitieron hasta el cansancio en Games of Thrones: “Winter is coming”. La idea del encierro como concepto de salvación, la noción de estar afuera es un riesgo. Y eso que el otoño recién comienza, pero implica que se instalará un invierno más cruel.
¿Celebraremos el 2022 con un marzo que no anuncie muertes ni camas UCI ni tanta soledad forzada? Si nos estamos descosiendo, el tejido ya cedió. Volver con la mascarilla marchita al cuarto, al departamento, al encierro.
Estamos cumpliendo un año de este desastre colectivo y viral, acaso recién estamos capacitados para comprender lo que nos ha pasado.
Todo se vino abajo.
Eso ha sucedido.
Veo un documental llamado Time acerca de lo que implica estar encerrado en una cárcel y que, posiblemente, lo peor de la pena no es que te quiten la libertad, sino el tiempo. “Debo hacer tiempo” podría ser una traducción inadecuada al Doing time o I did some time en Alcatraz, a lo Burt Lancaster o Clint Eastwood.
Ahora todos vivimos en Alcatraz. Y la fuga es imposible.
Time está en Amazon Prime y está nominado al Oscar, compitiendo mano a mano con El agente topo, otra cinta curiosamente actual acerca de todo eso que no queremos hablar o ver. Pero ha llegado el momento (¿pasamos todos a Fase 1 el próximo jueves?, es la única pregunta válida que anula todas las otras) de hacer tiempo y perderlo, sentir que te lo han robado y que está en tu contra, hay pánico de quedarse sin tiempo.
Time out.
Vuelvo a ver entonces Libertad condicional, con Dustin Hoffman, gran cinta carcelaria setentera acerca de un reo que no sabe no estar preso, que le asusta su straight time, que no concibe estar libre cuando todo su mundo (lo que conoce) está entre las rejas. Fuera de ellas se siente atrapado. Estamos, para citar la misma cinta y su torpe y entrañable personaje, viviendo el síndrome Max Dembo. O, ya que estamos intentando definir lo indefinible, somos presos de nuestro encierro.
Todos vivimos nuestro propio Síndrome de Estocolmo.
Nos acostumbramos a empatizar con lo que nos secuestra.
Es de esperar que los recuerdos estivales (esas playas repletas, esos carretes ilegales y zorrones, esos happy hours en mesas en la calle) sirvan de salvavidas y de buenos recuerdos. Pasamos de estar preocupados de los demás a querer salvarnos mentalmente al menos. Un amigo me dice: ya me vacuné, por fin puedo derrumbarme en paz.
La palabra que veo, leo, que se me cruza por todas partes: anticipación. Ya viene. Y de terror. La angustia que se ha vuelto parte de nuestras nuevas personalidades.
Volver a donde ya estuvimos.
Eso es lo que realmente aterra.
Un amigo editor me dice: no escribas columnas haciéndote tantas preguntas. Hoy, Felipe, lo siento. Solo tengo preguntas y dudas, que es como lo mismo, ¿no? Sin certezas cuesta mirar entusiasmado hacia adelante y aterra aún más enfocar hacia atrás.
¿Qué hicimos mal?
Un año no siempre se ajusta al calendario.
Aunque hay camisetas que dicen “2020: un año escrito por Stephen King”, lo cierto es que ya se echa de menos el año que terminó el 31 de diciembre. Marzo, por estos lares australes, es el regreso y este regreso es el retorno al terror. En el futuro, cuando llegue, ¿hablaremos de la pandemia del 2020/2021?
Ante la típica pregunta: ¿Prefieres el verano al invierno?, es necesario agregar, por ahora y quién sabe hasta cuándo, “en qué contexto”. Porque aquellos que dicen que les gustan los abrigos (para salir dos horas a una farmacia), la comida calórica, las bufandas y bototos claramente no han pasado una pandemia, ni menos una segunda temporada de lo mismo: el cierre, inminente, que se niega en llegar.
Esta vez va en serio.
Y sin Mañalich para desviar la atención, la ira y desahogarse. Ya la rabia y el descontrol no sirven para aplacar el miedo, todo aquello que te servía para mantener la fachada, una cierta calma, se cayó como una máscara desechable celeste que yace en una vereda vacía llena de hojas otoñales. El verano, al parecer, se fue y con él la luz. Más que una luz al final del túnel estamos en ese momento en que el chico del asiento de atrás pregunta: cuándo termina el túnel, me está dando miedo. El padre, claro, miente, y queda poco. La madre comenta: la luz está más allá, un poco de paciencia, al otro lado verás lo lindo que es todo cuando salgamos.
Lo que nadie dice: estamos al borde de la cornisa. Soda lo predijo. Y estamos casi a punto de caer. Aunque algunos insisten:
Caímos. Cayó todo.
¿Te acordabas cómo era todo antes?
Una de las condiciones para curar un evento traumático es sentirse seguro y lejos de lo que provocó la ruptura. ¿Qué sucede cuando hay que volver a vivir en el sitio de suceso? Porque, tal como en las cintas de casas embrujadas, el no haberse contagiado de pronto es más aterrador que aquellos que pueden contar que lo padecieron con mayor o menor intensidad.
Es cierto: estamos a la espera de lo que ya conocemos. Ahora sabemos será peor.
No solamente por todos los tipos de colapsos y quiebres y caídas, sino porque estamos a punto de revivir esa visible oscuridad que el verano no pudo disipar. Es cierto: había más luz, más calor, supuestas vacaciones, ventanas abiertas, menos Zoom, sandalias, pero el fin del mundo puede suceder en cualquier temporada. Volver a encerrarse parece un nuevo castigo, pero, quizás, lo peor es que todo lo que ocurrió el año pasado, en esta misma época, ya no alivia, pues ya sabemos demasiado.
Ese es el miedo: regresar.
En marzo del 2020 había futuro aún, no todo era presente. El pasado, de pronto, es lo que vendrá. Cuando comenzó a colapsar todo, hace unos 365 malditos días, igual había algo de aventura, de morbo incluso. Qué pasará realmente. ¿Será una catástrofe cinematográfica? ¿Cómo íbamos a reaccionar? ¿Me tocará, será para tanto, quién será el primero, morirán muchos, dolerá, habrá algo bueno en estar todos juntos encerrados? Quedarse en casa, no ir al colegio, no ir a trabajar los que podían, no parecía tan mala idea.
Resultó ser el peor de los escenarios.
Dar vueltas en círculos. Regresar al pasado, sí, pero ahora sabiendo lo que nos espera. Lo que asusta no es lo que vendrá, sino que vuelva lo que ya vivimos y aún no podemos remecer de nuestro inconsciente.
Qué fue lo que realmente ocurrió durante todo este año.
Me niego a intentar responder por ahora, pero no ha sido lindo, no ha sido celebratorio, la guerra sigue y la paz, y su hermana la paciencia, están entre sus primeras víctimas. De pronto, los que tienen entre 50 y 59 ven y confían en la próxima semana para vacunarse y se sienten afortunados de estar a punto de levantarse las mangas para recibir la mitad del ansiado elixir.
Ya hay gel, sobra el alcohol gel, hay con aloe, con aromas, en sachets pequeños. En todas partes hay abundancia de mascarillas, toallitas con cloro, papel confort. Lo que se agotó fue la paciencia. Es una agonía.
Devoro el libro de Claudia Donoso conversando con la poeta Stella Díaz Varín. Ella sí que supo de tropiezos, vejez, carencias. La palabra escondida se llama y es el típico libro que, antes, podrían no recomendar para momentos tan duros. Es, no me cabe duda, el libro de la temporada. Y por eso justamente es que ilumina. Es ahora que necesitamos las palabras escondidas y silentes de aquellos que lo han pasado mal. Una vez miramos a los que les iba bien para guiarnos; ahora la confianza se deposita en los que saben cómo enfrentar estar a oscuras.
“¿Te vienen terrores con la muerte?”, le pregunta Claudia Donoso hace años a Stella. Ella le responde: “Ay, sí, espantosos, aunque a medida que se envejece uno la acepta y piensa: ¿Cuánto me quedará? Ya no es la cosa terrible, pero claro que hay pánico”
Así es: hay pánico.
Estamos en un estado de pánico colectivo.
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