Manuel Puig contaba que leía psicoanálisis como quien devora novelas rosa, folletines. Esta aseveración da cuenta de una actitud estética para enfrentar textos escritos con fines científicos. Implica no vigilar las ideas, sino que disfrutar de la prosa en que están expuestas. Importa el tono, el uso de las palabras para descifrar temas difíciles, oscuros, que radican en un territorio fuera de la racionalidad.

¿Cómo hablar del inconsciente y desde él? No solo se hacen esta pregunta los psicoanalistas.

La respuesta, sin duda, se encuentra en la poesía, el arte y en textos capaces de entablar correspondencias con otros saberes. Lacan, por ejemplo, discurre sobre Joyce o Marguerite Duras. En ese sentido, la tensión que se genera entre un saber que pretende curar con el habla y quienes la ocupan para expresarse es evidente y productiva. Es una tensión crítica, puesto que se establece en el estricto plano del lenguaje. Son escrituras que tienen como antecedente al clásico Michel de Montaigne, quien hizo de la investigación del “yo” la tarea esencial para componer su obra.

Según Piglia, la literatura y el psicoanálisis son formas de nadar. Ambos tratan de cómo mantener la cabeza fuera del agua, que vendría a ser la angustia, los discursos que nos ahogan. Ir a terapia y leer tienen en común el deseo de salir de las circunstancias inmediatas para entablar un vínculo con otro, el autor. La transferencia es semejante, permite hablar en un estado de trance, en plena confianza.

Las diferencias que tienen son innumerables. Lo central: los escritores no intentan curar ni ayudar a sus lectores, cuestión que sí pretenden los analistas con sus pacientes. Otra distinción tiene que ver con el peso que le dan a los discursos. Creer en el psicoanálisis es una cuestión relacionada con el conocimiento y la experiencia. La literatura, en cambio, crea problemas, inventa sensaciones e imágenes.

Las novelas y poemas han sido fuente de los psicoanalistas. Los han utilizado en calidad de documentos. Ese es otro de los puntos cruciales de esta afinidad. Desde el drama de Edipo y la Biblia, la interpretación de los rasgos de un carácter o un relato clásico sirven para acotar una tipología, un trauma. Eso sí, sirven parcialmente, ya que la ambigüedad inherente de lo poético los excede. El estilo de un autor determina sus personajes y lo instrumentos teóricos resbalan.

No creer y estar incómodo ante la realidad es una condición que liga a los pacientes y a los lectores. El escepticismo ante la terapia no impide ir a ésta. Estar en desacuerdo con lo que uno lee o practica es crucial, quizá la condición de la sospecha nos hace más precisos y, a la vez, susceptibles de manifestar pulsiones. El que desconfía, en el fondo, quiere ser seducido para luego entregarse. Está en una actitud puntuda, irónica, que es una máscara del miedo.

La posibilidad de leer el psicoanálisis como ensayo es un destino posible. El malestar en la cultura de Freud posee un tono filosófico. La inmortalidad de sus conjeturas está sostenida por las asociaciones que entabla con la religión y la antropología. Pero, sobre todo, por su prosa, su destreza para convencer y dialogar con el humanismo, y abrir el espectro con nociones que superan una disciplina.

El libro del Ello de Georg Groddeck estremece a quien se acerque a sus páginas. Tal vez, sin importancia terapéutica, sus elucubraciones apasionadas gozan de un estilo único, marcado por la ferocidad, la elocuencia y la imaginación. Acontece algo similar con la enorme producción de Wilhelm Stekel, cuyas historias clínicas se inscriben en el género del terror existencial. Sus trabajos sobre el sadismo y el masoquismo han logrado integrarse a una tradición de culto.

Borges decía que la teología y la filosofía eran parte de la literatura fantástica. Existe la eventualidad de que el psicoanálisis integre el espectro sentimental del arte. En Historias de amor de Julia Kristeva encuentro un fragmento que bien podría ser un monólogo interior de conmovedora belleza: “Vértigo de identidad, vértigo de palabras: el amor es, a escala individual, esa súbita revolución, ese cataclismo irremediable del que no se habla más que después. En el momento no se habla de. Se tiene simplemente la impresión de hablar al fin, por primera vez, de verdad. Pero ¿es realmente para decir algo? No necesariamente. Si no ¿qué exactamente? Hasta la carta de amor, esa tentativa inocentemente perversa de calmar o relanzar el juego, está demasiado inmersa en el fuego inmediato como para no hablar más que de mí y de ti, o incluso de un nosotros salido de la alquimia de las identificaciones, pero no de lo que sucede realmente entre el uno y el otro”.