Es acaso una de las temáticas que más ha tocado durante su vida pública. El escritor francés Michel Houellebecq (65) nunca ha perdido oportunidad para referirse en términos críticos a la eutanasia. Lo hizo durante el caso del enfermero Vincent Lambert, un hombre que en Francia optó por el suicidio asistido. En la ocasión, acusó al Estado francés de matarlo porque su muerte solo se debía a razones económicas.

En sus novelas también lo ha hecho. En El mapa y el territorio (2010), el padre del narrador se encuentra en Suiza para ser eutanasiado en Suiza por una empresa llamada Dignitas.

La contingencia hizo que Houellebecq apareciera de vuelta en la palestra. Ocurre que el parlamento galo examinará un proyecto de ley que legaliza la eutanasia o suicidio asistido. Ganoso, el autor de Serotonina se pronunció al respecto en el matutino Le Figaro con un título sugerente: “Una civilización que legaliza la eutanasia pierde todo derecho al respeto”.

En su columna, Houellebecq defiende la idea de agonizar. “La agonía es un momento particularmente importante en la vida de un hombre porque le ofrece una última oportunidad (...) cualquier interrupción anticipada de la agonía es un acto francamente criminal”, opina.

El escritor, contrario a quienes defienden la eutanasia pare evitar sufrimiento y dolor innecesario a quienes se enfrentan a sus últimos momentos, asegura que ese padecimiento “tiene sus encantos”.

“No es más que un infierno puro, desprovisto de interés o significado, del que no se puede extraer ninguna lección”, agrega. E incluso, señala que ese dolor puede ser eliminado mediante el uso de morfina o la hipnosis.

“La vida podría haber sido descrita falsamente como una búsqueda de placer; es, con mucha más seguridad, una evitación del sufrimiento; y casi todo el mundo, ante una alternativa al sufrimiento insoportable y la muerte, elige la muerte”, reflexiona.

¿Un morir digno?

Pero el fondo de su argumento va contra el concepto de dignidad. “Los defensores de la eutanasia hacen gárgaras con palabras cuyo significado desvían hasta tal punto que no deberían ni siquiera permitirse decirlas. En el caso de la ‘compasión’, la mentira es palpable. En el caso de la ‘dignidad’, es más insidiosa. Nos hemos alejado gravemente de la definición kantiana de dignidad al sustituir progresivamente el ser físico por el ser moral (¿negando la noción misma de ser moral?), al sustituir la capacidad propiamente humana de actuar en obediencia al imperativo categórico por la concepción más animal y plana de un estado de salud, que se ha convertido en una especie de condición de posibilidad de la dignidad humana, hasta representar finalmente su único significado verdadero”, argumenta.

Llevando el argumento aún más lejos, Houellebecq criticó: “Al cabo de un tiempo, una vez alcanzado cierto grado de degradación física, inevitablemente acabaré diciéndome (aunque no me lo señalen) que no me queda dignidad. Bueno, ¿y qué? Si eso es la dignidad, podemos vivir sin ella; no la necesitamos”.

La dignidad, para el autor de Sumisión, es algo que se puede perder. “Todos necesitamos sentirnos necesitados o queridos, o al menos valorados, o incluso admirados, en mi caso. También es cierto que podemos perderla; pero no podemos hacer mucho al respecto; los demás juegan un papel muy decisivo en este sentido. Y me veo pidiendo morir sólo con la esperanza de que alguien me diga: ‘No, no, no, quédate con nosotros’; eso sería típico de mí”, dice en el artículo.

Además, lleva el tema incluso a nivel de la civilización. “Debo ser muy explícito en este punto: cuando un país -una sociedad, una civilización- llega a legalizar la eutanasia, pierde, en mi opinión, cualquier derecho al respeto. Entonces no sólo es legítimo, sino deseable, destruirlo para que otra cosa -otro país, otra sociedad, otra civilización- tenga la oportunidad de nacer”, concluye.