El guitarrista Kevin Shields (57) es sólo una voz sin cuerpo ni rostro. Así al menos se le escucha en esta entrevista con Culto vía Zoom, donde el músico exige que sólo esté activada la opción de audio para el diálogo, mientras días después sus representantes comentan que ojalá la grabación sea borrada tras la publicación de la nota. “Estoy hablando desde mi casa en Irlanda en la mitad de la nada. Pero me gustan los árboles que hay aquí”, completa para reafirmar el tono espectral del encuentro.

Al frente de My Bloody Valentine, Shields creó precisamente una de las experiencias más singulares de la escena musical de fines de los 80 y principios de los 90. Un conjunto de Dublín que tras un par de años sin logros significativos diseñó un sonido que semejaba un oleaje de texturas disruptivas, timbres estridentes y voces ensimismadas, y que abrió otro enfoque para el trabajo en guitarras y la producción en estudio. Una travesía sónica tan ruidosa como melancólica, tan molesta como contemplativa, tan abrasiva como minimalista.

Y -tal como propone Shields en la experiencia Zoom de 2021- todo sin dar demasiado la cara: la prensa los etiquetó como los mentores del shoegaze, género donde los músicos en el escenario parecían estar absortos mirando sus zapatos al concentrarse en armonías repetitivas o en pedales de efectos.

Quizás por el hecho de privilegiar el sonido por sobre cualquier imagen, My Bloody Valentine se encaminó por una carrera oscilante con dos títulos esenciales (Isn’t Anything , de 1988; y Loveless, de 1991), un silencio de casi 16 años, un calendario intermitente de presentaciones, un sorpresivo álbum en el nuevo siglo (m b v, de 2013) y pleitos con los sellos que han derivado en la ausencia de su catálogo en plataformas digitales o en que el mismo Shields alguna vez haya preferido que una discográfica lo demandara antes que editar un disco que no le gustó. Las mismas obsesiones explican que la agrupación no se haya tomado fotos promocionales en tres décadas, manteniendo las mismas imágenes de cuando tenían veintitantos, como las que ilustran este artículo. Una fórmula al menos efectiva para etenizar el brillo de la juventud.

My Bloody Valentine en una sesión de fotos de 1988 para Melody Maker.

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Pese a todo ello, las reflexiones del también cantante son hoy las mismas de cualquier artista cercado por la pandemia. Sabe que, sin conciertos, la música es una expresión fracturada.

“Como no estamos de gira todo el tiempo, no hacer shows no ha sido un problema para nosotros. Pero creo que la razón por la que existe la música es por la gente. Sigue siendo importante que la gente esté junta y escuche música junta. La experiencia de la música en vivo es absolutamente insustituible. ¿Sabes por qué? Porque no se trata de la música, se trata de la gente. Aunque lo que hagamos pueda tener cierta intención ‘de arte’ y podamos decir que no nos importa lo que las personas piensen, igual creamos música porque la gente existe. Nuestras propias canciones me han servido para darme cuenta. Tenemos un tema, You made me realise, que termina con una media hora realmente pesada y densa, puede parecer muy antisocial, pero lo hacemos con el propósito de romper nuestro estado de conciencia y que al público le pase lo mismo”, describe el instrumentista que lleva décadas recalcando que su banda se inclinó por el volumen a tope para generar reacciones físicas telúricas entre sus fans.

Él, de hecho, ha jugado el rol de víctima y victimario de su propio ruido: desde la época de Loveless sufre de un progresivo tinnitus. “En los últimos años está siendo bastante fuerte. Es un problema del que tengo que estar siempre consciente, porque si escucho demasiada música, empeora. Por eso siempre damos a la gente tapones para los oídos cuando tocamos”.

También agrega otra anécdota no apta para tímpanos sensibles: “Recuerdo cuando nos presentamos en Coachella en 2009. Había miles de chicas, las chicas de Coachella, con sus shorts y sus poleras. Estaban esperando a The Cure, que venían luego de nosotros. Ya era casi el final del festival y todo el resto de los escenarios estaban cerrado. Y querían ver a The Cure y realmente nos odiaron por esa parte final de tanta distorsión. Había gente llorando en el suelo, gritando ‘¡qué por favor esto pare de una buena vez!’. Pero mal por ellos, no podían escapar a ningún lado”.

Y aunque por estos días no hay recitales masivos, sí es posible recibir en cosa de minutos la descarga eléctrica de My Bloody Valentine, en otro hecho que vuelve relativa aquella imagen del grupo como ermitaños incómodos con el mainstream.

El pasado 31 de marzo, la discografía completa del cuarteto llegó por primera vez a todos los servicios de streaming -incluyendo el compilado ep’s 1988-1991 and rare tracks- y a partir del 21 de mayo se editarán todos sus álbumes en vinilo masterizados desde fuentes analógicas. Un hito sólo posible luego que los músicos lograron hacer propios los derechos de su catálogo -que estaban en Sony- para llevarlos al sello londinense Domino Records, una de las disqueras independientes más relevantes del planeta.

¿Cómo es su relación con el mundo digital y en particular con compañías como Spotify, desde el punto de vista del sonido y de los pagos a los artistas?

Bueno, yo no tengo Facebook ni Twitter, ni tampoco lo tendré. Spotify no lo tuve hasta hace un año y tengo que admitir que lo he disfrutado mucho. Me encanta pensar en algo y poder escucharlo rápidamente. Y en cuanto al dinero, como cualquier músico, nunca se gana mucho. Algunos ganan muchísimo dinero, pero muy pocos. Para los músicos, es lo mismo que para la sociedad: el 1% gana mucho y el 99% sobrevive. En el mundo de la música en el que me encuentro, es más parecido a la forma en la que viviría un músico de jazz, no ganas los montos que te permitirían retirarte para siempre. Spotify lo veo como la radio antes: grababas música en la FM pero quizás nunca la comprabas físicamente. Ahora es un poco lo mismo con el streaming. Pero si yo siento una conexión emocional con la música, prefiero tenerla y comprarla.

“Es poco saludable que los músicos sólo hagan dinero tocando en directo. Creo que si todos los músicos del mundo hicieran un sindicato y dijeran que no se preocuparán más por Spotify o por las grandes compañías, toda la música desaparecería. Google gana millones gracias a la música. Imagínalos sin música en ningún lado”.

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En perspectiva, ese gallito entre dólares y creación artística ha cruzado el destino de My Bloody Valentine. Aunque Loveless fue un éxito de crítica, en plena era grunge y con aplausos que se han ido amplificando con los años (“el Pet Sounds de los años 90”, es uno de los clichés más difundidos), nunca obtuvo demasiada resonancia comercial.

“Que te digan esas cosas es sólo un cumplido. No tengo que estar de acuerdo con un cumplido. Si alguien me dice que tengo un pelo bonito, no estoy de acuerdo, pero lo acepto. Si alguien dice que has hecho un gran disco, voy a decir ‘gracias’, pero mientras tanto vivo en un mundo diferente. Es notable que mientras no vendas millones de discos no tienes ese tipo de peso realmente, como algunas estrellas de rock que hacen un álbum y les hace ganar tanto dinero que viven sólo de eso. Esa no fue mi experiencia. Hicimos un disco, pero sin dinero, y lo terminamos sin dinero y no nos pagaron nada por él durante años. Recibimos como 10 mil dólares después de mucho tiempo. Yo pensaba en cosas de música y en escribir canciones, pensaba en cosas nuevas todo el tiempo. Nunca hubo una presión por repetir Loveless. Yo no quería volver a hacer algo así. Si después no hicimos algo parecido tuvo que ver con que nuestra energía se disipó”, rememora Shields en torno a la banda que completan la guitarrista y cantante Bilinda Butcher, el bajista Debbie Googe y el baterista Colm Ó Cíosóig.

Aunque en cada uno de los álbumes del grupo no hubo ganancias cuantiosas, sí hubo procesos maratónicos para dar con el sonido preciso. La grabación de Loveless se extendió por dos años, e incluyó 19 estudios de grabación y doce ingenieros. “Al principio los ingenieros sólo ayudaron a afinar la batería y cosas así. Nosotros controlábamos todo lo que queríamos hacer, como grabar todo directo a la cinta, sin ecualización ni efectos. Y para eso teníamos que encontrar nosotros el momento y espacio preciso para eso. Nunca fue demasiado fácil”, puntualiza.

Por esos días, Shields además exhibía una paleta de influencias algo distintiva en comparación a sus contemporáneos. Aunque fascinado de igual manera con el post punk y con grupos como The Cure (“ellos no tocaban la guitarra como cualquier banda de rock”), también idolatraba el activismo de Public Enemy y el pulso acelerado del guitarrista Johnny Ramone en The Ramones. “Sex Pistols o The Clash siempre me parecieron muy tradicionales. Johnny era absolutamente único. Lo vi tocar por primera vez en un video en los 70 y me dejó descolocado. Para mi los Ramones eran una banda de arte. Nunca coincidí con la prensa británica, que los veía como algo estúpido y repetitivo”.

Las convicciones del irlandés se mantienen incluso cuando explica porqué My Bloody Valentine jamás ha llegado a Sudamérica: Hay una razón seria: porque insisten en grabarnos y nosotros en nuestro contrato especificamos que nadie puede grabarnos. Ni en el público ni para después pasarnos por radio o lo que sea. En ninguna parte del mundo dejamos que nos graben. En Sudamérica siempre nos han dicho que tenemos que permitir que nos graben, pero no podemos. Es imposible. Nadie puede mezclar mi música y nadie puede grabarnos y representarnos de esa forma y ponerlo en la radio. Sabemos que en Sudamérica hay grandes festivales. Pero si alguien pudiera hacer una petición para tocar sin ser grabados, podríamos ir”.