Hablando en términos cinematográficos, podríamos decir que lo nuevo del escritor español Javier Marías (69) se trata de un spin-off. Tomás Nevinson, su última novela, toma a uno de los personajes de su libro anterior, Berta Isla (2017) y le da una historia propia.
Publicado bajo el sello Alfaguara, Tomás Nevinson, cuenta el regreso a la actividad de Tomás a los servicios secretos británicos tras haberse retirado al final del libro anterior, tras haber quedado resentido de salud.
“Es un hombre destruido, que vuelve a Madrid tras un tiempo fuera en el que incluso se le dio por muerto. Así acababa Berta Isla, con él en un estado casi vegetativo, ensimismado en sus recuerdos, de los cuales se sabe poco porque él no puede contarlos ni a su mujer. Es lo que tiene firmar la Official Secrets Act, obligada para quien ha trabajado para el MI-5 o el MI-6″, contó Marías en declaraciones recogidas por El País.
“Al retornar a la Embajada británica en Madrid”, no tiene más de 44 años. Es decir, ha vivido mucho, pero aún es joven. Y pensé que me interesaba explorar que le puede ocurrir a alguien así cuya vida sigue. No me parecía verosímil dejar a alguien con 45 años sin recorrido vital. ¿Qué le puede ocurrir a alguien a quien en realidad ya le ha ocurrido todo?”, agrega el autor en la mencionada entrevista.
Ambientada en la España de 1997, no fue una fecha casual. Fue el año en que la ETA secuestró y asesinó, entre el 10 y el 13 de julio de 1997, a Miguel Ángel Blanco. Un político del gobernante Partido Popular. Los etarras exigieron al gobierno de José María Aznar que los presos del ETA fueran trasladados al país vasco. Como Madrid no cedió, Blanco pagó con su vida.
Es en ese 1997 cuando Tomás Nevinson -medio español y medio inglés- es comisionado para detectar a una persona, medio española y medio norirlandesa, que participó en atentados del IRA y de ETA diez años atrás. Para ello, se le enseñan fotografías de tres sospechosas. El tema se le complejiza porque sus órdenes son que una vez que detecte cuál de ellas es, debe darle muerte.
Ahí, se le presenta un importante dilema moral a Nevinson, ¿matar o no matar? Tomás no puede evitar pensar que quizás la mujer esté llevando una nueva vida. ”Una mujer que quizá se haya apartado de toda actividad terrorista, que quizá tenga hijos pequeños y lleve una vida apacible desde hace años”, reflexiona en un momento. Más pensando que los hechos por los cuales se le busca ocurrieron en 1987, diez años antes.
“Yo fui educado a la antigua, y nunca creí que me fueran a ordenar un día que matara a una mujer. A las mujeres no se las toca, no se les pega, no se les hace daño…”, piensa un compungido Tomás, a medio camino entre el deber y lo correcto. Muy en el estilo de Javier Marías, acostumbrado a incomodar.
Para cumplir su misión, y averiguar cuál de las 3 mujeres es la que debe liquidar, Nevinson se instala en un apartamento de una ciudad del norte de España, que él decide ficticiamente llamar Ruán (en este juego que Marías suele hacer, de crear identidades de lugares frecuentes, como Bolaño llamando Santa Teresa a Cuidad Juárez).
A lo largo de las casi 690 páginas, la obra tiene por momentos algunos rasgos de thriller, aunque su autor lo niega. “Yo no escribo thrillers. O al menos la intriga no es lo principal. Los críticos anglosajones dicen de mi obra algo raro para mi gusto, porque la califican de thriller metafísico. Yo no las veo así, ahondo en cuestiones variadas aunque atraviesan episodios históricos”, dice Marías en la citada entrevista.
¿Cómo la define entonces?: “Tomás Nevinson es una novela de personajes, de reflexiones, pero también hay consideraciones sobre el terrorismo”.
Unos párrafos
A continuación, dejamos unos párrafos de la novela, que desde el pasado fin de semana ya se encuentra disponible en las librerías nacionales.
Yo fui educado a la antigua, y nunca creí que me fueran a ordenar un día que matara a una mujer. A las muje res no se las toca, no se les pega, no se les hace daño físico y el verbal se les evita al máximo, a esto último ellas no corresponden. Es más, se las protege y respeta y se les cede el paso, se las escuda y ayuda si llevan un niño en su vientre o en brazos o en un cochecito, les ofrece uno su asiento en el autobús y en el metro, incluso se las resguarda al andar por la calle alejándolas del tráfico o de lo que se arrojaba desde los balcones en otros tiempos, y si un barco zozobra y amenaza con irse a pique, los botes son para ellas y para sus vástagos pequeños (que les pertenecen más que a los hombres), al menos las primeras plazas. Cuando se va a fusilar en masa, a veces se les perdona la vida y se las aparta; se las deja sin maridos, sin padres, sin hermanos y aun sin hijos adolescentes ni por supuesto adultos, pero a ellas se les permite seguir viviendo enloquecidas de dolor como a espectros sufrientes, que sin embargo cumplen años y envejecen, encadenados al re cuerdo de la pérdida de su mundo. Se convierten en depositarias de la memoria por fuerza, son las únicas que quedan cuando parece que no queda nadie, y las únicas que cuentan lo habido.
Bueno, todo esto me enseñaron de niño y todo esto era antes, y no siempre ni a rajatabla. Era antes y en la teoría, no en la práctica. Al fin y al cabo, en 1793 se guillotinó a una Reina de Francia, y con anterioridad se quemó a incontables acusadas de brujería y a la soldado Juana de Arco, por no poner más que un par de ejemplos que todos conocen.
Sí, claro que siempre se ha matado a mujeres, pero era algo a contracorriente y que en muchas ocasiones daba re paro, no es seguro si a Ana Bolena se le concedió el privilegio de sucumbir a una espada y no a una tosca y chapucera hacha, ni tampoco en la hoguera, por ser mujer o por ser Reina, por ser joven o por ser hermosa, hermosa para la época y según los relatos, y los relatos jamás son fiables, ni siquiera los de testigos directos, que ven u oyen turbiamente y se equivocan o mienten. En los grabados de su ejecución aparece de rodillas como si estuviera rezando, con el tronco erguido y la cabeza alta; de habérsele aplicado el hacha tendría que haber apoyado el mentón o la mejilla en el tajo y haber adoptado una postura más vejatoria y más incómoda, haberse tirado por los suelos, como quien dice, y haber ofrecido una visión más prominente de sus posaderas a quienes desde su ángulo se las encontraran de frente. Curioso que se tuviera en cuenta la comodidad o compostura de su último instante en el mundo, y aun el garbo y el decoro, qué más daría todo eso para quien ya era inminente cadáver y estaba a punto de desaparecer de la tierra bajo la tierra, en dos pedazos. También se ve, en esas representaciones, al ‘espada’ de Calais, así llamado en los textos para diferenciarlo de un vulgar verdugo —traído ex profeso por su gran destreza y quizá a petición de la propia Reina—, siempre a su espalda y oculto a su vista, nunca delante, como si se hubiese acordado o decidido que la mujer se ahorrara ver venir el golpe, la trayectoria del arma pesa da que sin embargo avanza veloz e imparable, como un silbido una vez que se emite o como una ráfaga de viento fuerte (en un par de imágenes ella lleva los ojos vendados, pero no en la mayoría); que ignorara el momento preciso en que su cabeza quedaría cortada de un solo mandoble limpio, y caída en la tarima boca arriba o boca abajo o de lado, de pie o de coronilla, quién sabía, desde luego ella no lo sabría jamás; que el movimiento la pillara por sorpresa, si es que puede haber sorpresa cuando uno sabe a lo que ha venido y por qué está de rodillas y sin manto a las ocho de la mañana de un día inglés de aún frío mayo. Está de rodillas, justamente, para facilitarle la tarea al verdugo y no poner su habilidad en entredicho: había hecho el favor de cruzar el Canal y de prestarse, y a lo mejor no era muy alto. Al parecer, Ana Bolena había insistido en que con una espada bastaba, ya que su cuello era fino. Debió de rodeárse lo con las manos más de una vez, a modo de prueba.
Se le tuvo mayor miramiento, en todo caso, que a María Antonieta dos siglos y medio más tarde, a la que cuentan que se le dio peor trato en su octubre que a su marido Luis XVI en su enero, él la había precedido en la guillotina unos nueve meses. Que fuera mujer no contó para los revolucionarios, o quizá es que la consideración del sexo les pareció antirrevolucionaria en sí misma. Un teniente llamado De Busne, que le mostró cierto respeto durante la custodia previa, fue arrestado y relevado en seguida por otro guardián más desabrido. Al Rey sólo le ataron las manos a la espalda cuando llegó al pie del patíbulo; el recorrido hasta allí lo hizo en un coche cubierto, cerrado, el del alcalde de París según creo; y pudo elegir al sacerdote que lo asistió (uno no jurado, es decir, que no había jurado lealtad a la Constitución y al nuevo orden que cambiaba a diario y lo condenaba). A su viuda austriaca, por el contrario, le ataron las manos ya antes del paseíllo, que hubo de efectuar en carreta, más vulnerable y expuesta al odio desatado en las caras y a los im properios del gentío; y sólo le ofrecieron los servicios de un sacerdote jurado, que ella declinó educadamente. Dicen las crónicas que la educación que le faltó durante su reinado la dispensó en los últimos instantes: subió los peldaños con tanta agilidad que tropezó y le pisó un pie al verdugo, con el que se disculpó de inmediato como si tuviera esa costumbre (‘Excusez-moi, Monsieur’, le dijo). Tiene la guillotina sus preámbulos de oprobio obligado: los condenados no sólo llevaban las manos atadas atrás, sino que una vez arriba se les ceñían los brazos al torso con una cuerda tirante, premonición del amortaja miento; al quedar rígidos y torpes, casi inmovilizados y sin poderse valer por sí mismos, dos auxiliares debían alzarlos como a un paquete (o como se hacía más tarde con los enanos a los que se disparaba desde un cañón en los circos) y deslizarlos o empujarlos boca abajo, completa mente horizontales, tumbados, hasta que su cuello encajaba en el hueco asignado. En eso María Antonieta sí se igualó a su marido: los dos se vieron así cosificados en el momento postrero, manejados como bultos o balas de lana o como torpedos de un submarino arcaico, como fardos cuya cabeza asomaba antes de salir rodando de manera imprevisible, sin dirección ni sentido hasta que la detuviera alguien agarrándola del pelo, a la vista de la muchedumbre. A ninguno le pasó, en todo caso, lo que a San Dionisio según un cardenal francés maravillado de que, tras su martirio y decapitación durante las persecuciones del Emperador Valeriano, hubiera caminado con su cabeza cortada bajo el brazo desde Montmartre hasta el lugar de su enterramiento (aligerando consideradamente la labor de los porteadores), donde se erigió luego la abadía o igle sia de su nombre: una distancia de nueve kilómetros. El portento dejaba al cardenal sin habla, aseguraba, pero en realidad enardecía su verbo, de modo que una ingeniosa dama que lo escuchaba lo interrumpió, rebajando con una sola frase la hazaña: ‘¡Ah, señor! —le dijo—. En esa situación, sólo el primer paso cuesta.’