Prince te desafía incluso antes de observarlo en el escenario trabajando precisamente como Prince. Casi 30 minutos antes de su show de julio de 2011 en el festival inglés Hop Farm, en la pequeña localidad de Paddock Wood y como parte del tour Welcome 2 America (el cantante rompía todas las reglas, incluso las ortográficas), la pantalla principal empieza a disparar videoclips algo retorcidos, de factura precaria y que con suerte acumularían espacio en la bodega de MTV. Se trata de secuencias de anónimos grupos de funk integrados por músicos que semejan versiones de segunda mano del jefe mayor, algo así como experimentos más cerca de Milli Vanilli que de Prince: son las apuestas que el propio estadounidense publicitaba antes de sus espectáculos, como un espaldarazo a conjuntos que naufragaban en el anonimato.
Un aperitivo que descoloca -¿quiénes son esos tipos?-, pero que habita la misma ética de provocación multiplicada por toda la trayectoria del fallecido artista. Porque, cuando las pantallas se apagan y le toca el turno de saltar a escena, el cuadro se entiende por completo.
Vestido de blanco, con guitarra cruzada, silueta ceñida y collares y medallones descansando en su cuello, el oriundo de Minneapolis asoma como una figura de trazos casi celestiales. Las 30 mil personas que colman el sitio lo comprenden aún mejor. A diferencia de eventos con carne de pasarela, como Lollapalooza o Coachella, el desaparecido festival Hop Farm se levantaba en un antiguo establo y reúne a un público en su mayoría adulto, el mismo que en los días previos había disfrutado a Lou Reed y Patti Smith.
Pero lo de Prince no sólo es dinamita comparado con el resto, sino que también la gran oportunidad de corroborar lo que sus biógrafos han subrayado por décadas: aunque era un genio obsesivo del estudio, su estallido definitivo sólo se podía apreciar en el escenario.
Pese a que parte con un track inédito que nunca incluyó en disco alguno, We live (2 get funky) -otra muestra de que era un rupturista desde el pitazo inicial, maniobra atípica para un recital multitudinario-, el resto es un viaje en tobogán. La triada de Let’s go crazy, 1999 y Little red corvette no sólo retrocede a su catálogo más brillante, sino que lo exhibe como un guitarrista furioso y afilado, con solos cargados de veneno y que atacan majestuosos, aunque nunca bajo las trilladas acrobacias de los guitar heroes. Es una habilidad casi camuflada: aunque es uno de los mejores de la historia en ese apartado, la guitarra siempre fue para él sólo un elemento más al servicio de la obra final, a la par con sintetizadores, baterías y recursos vocales.
“¿Saben ustedes cuántos hits tenemos? Si las toco todos estaremos aquí hasta el próximo año”, lanza luego al público, regalando otro aspecto encubierto por el mito: su sentido del humor, lejos de la leyenda de genio huraño y alérgico al contacto humano. De hecho, cuando toca Nothing compares 2 U -con su capacidad interpretativa al límite-, se da tiempo para volver a reír: “Esto no es mío, es de Sinead O’ Connor. Pero yo ya me compré una casa con esta canción”.
No es aventurado postular que, en este siglo, disfrutaba mucho más de los escenarios que de los estudios, sobre todo a la luz de lanzamientos tan caprichosos como irrelevantes.
Pero esa misma ironía también opera para embestir contra el pop actual. “Esta es música real y ellos son músicos reales”, repitió al menos dos veces al presentar a su grupo, dominado por las mujeres y en clara alusión a la explotación de la tecnología en los conciertos.
Y como buen adversario de los nuevos tiempos, su show está saturado de covers, en tributos a Bob Dylan (Make you feel my love), The Beatles (Come together) y Michael Jackson (Don’t stop ‘til you get enough). Al menos se fue en paz con su gran contrincante ochentero. Todos reconvertidos en piezas de funk sexual, de rock duro y con un timbre agudo donde campea la androginia. Pero nada se compara a Purple Rain, donde toma su guitarra como un arma, se sube arriba de un piano y, como un profeta desde la cima, clama eso de “sólo quería verte bañándote/ bajo la lluvia púrpura”. Si alguna vez cae la pregunta acerca de para qué se inventaron los conciertos, sólo esa postal serviría como respuesta.