Hubo un punto exacto en que Helen Weaver se dio cuenta que la relación que estaba iniciando no iba funcionar. Desde Nueva York, donde vivía, tenía que tomar el tren hacia New Milford, Connecticut, donde residían sus padres, a quienes les iba a presentar a su flamante novio.
La pareja quedó de juntarse en la estación, pero el hombre no llegaba. Los minutos pasaban angustiosos para ella y los pensamientos negativos comenzaban a acumularse.
“¿Dónde diablos está? ¡Vamos a perder el tren! Llegaremos tarde a cenar. Mi madre odiará eso”, recordó Helen años más tarde. Con sincronización yankee, el tren debía partir a las 5:49, y llegado el momento, cuando las puertas comenzaron a abrirse para recibir a la gente, de repente, un hombre sudado y con una camisa de leñador apareció corriendo entre la gente.
“Cuando se acerca, veo que lleva algo en una bolsa de papel marrón. Me envía una sonrisa reconfortante culpable que arruga sus ojos y se convierte en una sonrisa tímida cuando dice: ‘Mira, lo logré, te preocupas demasiado’”, recuerda Helen.
El hombre a quien Helen esperaba era el escritor Jack Kerouac. Poco tiempo antes, en 1957, ya había publicado En el camino, quizás su libro más clásico. Hasta ahí, es el escritor que todo el mundo conoce.
La bolsa que llevaba Kerouac era una botella. “Es un regalo para tu padre. Dijiste que le gustaba el Kentucky Bourbon. ¡Es Jack Daniels, el mejor! Y conseguí algunos cigarros búho blanco para mí “. Claro que Weaver reparó en un detalle: la botella ya había sido abierta, y además, Kerouac despedía un hálito alcohólico.
“Aparentemente, fue cuando estaba allí esperando llevar a Jack a casa para conocer a mis padres y él apareció en el último minuto con el aliento de alcohol cuando me di cuenta por primera vez de que esta relación no iba a funcionar”, recuerda ella en su libro The awakener, a memoir of Jack Kerouac. Un relato donde reconstruye el vínculo que ambos tuvieron.
“Una estrella de cine”
Helen Weaver falleció hace muy poco, a los 89 años. Ocurrió el pasado 13 de abril en su casa, en Woodstock, Nueva York, y la información la confirmó su sobrina, Sally Weaver, al New York Times, que hizo eco de la noticia solo este lunes. No era alguien ajena al mundo literario. Era traductora de francés y escribió libros de astrología.
En sus tiempos libres, dedicó casi 20 años a sus memorias, el ya citado libro The awakener, que publicó en 2009.
Tal como ella lo sospechó, efectivamente la relación entre ambos no funcionó. Cuando la iniciaron, ella tenía 25 años, y él, 34. En todo caso, y en el clásico inicio prometedor que tiene cualquier romance, Kerouac había mostrado otra faceta. Así lo recuerda ella, cuando relata la noche en que se besaron por primera vez, en la habitación de la casa que compartía con otra chica, en el barrio de Greenwich Village, en Nueva York. Tras haber ido a ver una función de la película My fair lady, volvieron, colocaron el álbum de la banda sonora de filme y el resto fue magia.
“Nos sentamos fascinados por la música y las palabras y cantamos junto con Wouldn’t It Be Loverly, y escuché por primera vez esa hermosa voz suya como la de Sinatra. Pronto nos tomamos de la mano y antes de que me diera cuenta estábamos disfrutando del beso que habíamos estado esperando desde que nos conocimos esa mañana. Y si el aliento de Jack olía a todo el vino que había bebido en Lucien’s, no recuerdo que me importara en absoluto”, narra Helen.
“Eso fue hace cincuenta años, pero todavía recuerdo lo gentil que era. Y todavía puedo escuchar la forma en que murmuró ‘pechos perfectos’ en voz baja, como si estuviera hablando consigo mismo o tomando notas en una de sus pequeñas libretas de níquel. Dada mi falta de confianza en mis modestos encantos y mi tendencia a compararme con Helen [su roomate, quien se llamaba igual], eso fue música para mis oídos”.
Era noviembre de 1956, en un Estados Unidos de postguerra donde Bill Halley se había anotado con el arrollador Rock around the clock, un año antes; y un joven camionero de Tupelo, Misisipi, llamado Elvis Aaron Presley la rompía con Heartbreak Hotel. La juventud adquiría un estatus propio, por lo que no es de extrañar que dos muchachas vivieran solas.
Hasta la casa del Greenwich Village llegaron un día, dos hombres jóvenes, Allen Ginsberg y Jack Kerouac, quienes conocían a la roomate de Weaver. Helen venía de un matrimonio fracasado, solo se había separado un año antes. Pero, ahí, en la conversa, pudo ver otra cosa en el oriundo de Massachusetts que la cautivó. “Jack, el hombrecito con el nombre peculiar (ahora lo recordaba, Helen solía llamarlo ‘Jack Caraway Seed’), el de la camisa de leñador que parecía que acababa de bajar de la cubierta de un barco, era bastante guapo. Era una estrella de cine a pesar de su sombra de las cinco y su ropa arrugada”, recuerda Helen en sus memorias.
“En la escuela secundaria, cualquier chico tan guapo me habría asustado hasta la muerte, pero por alguna razón este hombre me tranquilizó de inmediato. No parecía darse cuenta de su buen aspecto y, además, me parecía familiar, como a veces lo hacen los extraños, como si lo hubiera conocido antes en algún lugar y no tuviera que empezar de cero. Era como si en el momento en que entraba por la puerta comenzaba una película y yo estaba en ella, todos estábamos en ella, y maravilla de maravillas, conocía mis líneas”.
“Nada importa, todo es un sueño”
Kerouac la cautivó con gentileza, y con acento francés, idioma que conocía desde su infancia, pues sus padres eran franco-canadienses. Claro que su acento era el de la zona, el “canuck”. “Como yo no soy francesa, no me reí de su acento francocanadiense. De hecho, me encantó y el dialecto que sonaba francés antiguo que lo acompañaba...Su patois Canuck se convirtió en el lenguaje de nuestro amor”.
Pero el romance estuvo lejos de ser un lecho de rosas. Tiempo después, Kerouac se mudó a vivir con Helen y su roomate y empezó a mostrar un lado menos favorable. Llegaba tres horas tarde a cenar, o simplemente no llegaba, peor aún, sin avisar. Ante sus quejas, Kerouac respondía: “Nada importa, todo es un sueño”.
Además, Kerouac, budista, se justificaba en sus creencias para sentir que esta justificado. “Si eres budista, ¡no es una vergüenza ser un vagabundo!”, recuerda que le dijo. Ella concluye: “Estaba empezando a sentir que su budismo era solo una gran racionalización filosófica para hacer lo que quisiera”.
El autor de Los subterráneos no paró las borracheras. “Mi guapo amante había desaparecido, y en su lugar vi a un borracho viejo con ojos angustiados”.
Por supuesto, con aquel torrente de desapariciones, tardanzas y borracheras, una relación no podía durar mucho más. En enero de 1957, después de solo dos (y febriles) meses, Weaver decidió que había tenido suficiente. Kerouac, para variar, llegó tarde a casa a su apartamento con el su amigo, Lucien Carr “borracho como señores, gritándose el uno al otro y chocando contra los muebles”, recuerda. Weaver se levantó de la cama, corrió a la sala de estar y golpeó a Kerouac, arrancándole un mechón de pelo, y le pidió que se mudara.
“Le pegué. Le arranqué un mechón de pelo. Le pedí que se fuera. Cuando tocó mi timbre en medio de la noche, no lo dejé entrar. Cuando me llamó en medio de la noche, no estaba disponible”, señala ella.
Años después, en 1969, Kerouac falleció producto de una cirrosis, pagando precio a su vida de excesos. “No fui a su funeral. Rechacé su libro”, recuerda ella. “Si tuviera que hacerlo todo de nuevo, probablemente haría lo mismo. Soy quien soy, y él interfirió con mi sueño”.
Sin embargo, Weaver reconoce que nunca dimensionó la obra de su expareja hasta que falleció. “De todos mis pecados contra Jack Kerouac, solo hay uno que realmente lamento, y es que nunca lo aprecié como escritor hasta mucho después de su muerte. En esto soy como muchos de los llamados miembros alfabetizados de mi generación. En cierto modo, mi viaje es un microcosmos de Estados Unidos”.
Incluso, ella comenzó a guardar las reseñas que se hacían del autor de La vanidad de los Duluoz. “He guardado muchas de las reseñas de sus libros a lo largo de los años y es fascinante ver el cambio gradual de tono del ridículo al respeto, la imagen cambiante de Jack Kerouac de enfant terrible a icono estadounidense”.
Pero como la mala hierba nunca muere, Weaver cuenta que hacia el final de la vida del autor de Los vagabundos del Dharma, la seguía llamando borracho a altas horas de la noche. Ella le respondía que volviera a llamar al día siguiente. Nunca lo hizo.