Todas las razones para querer a James Brown
El gran artista del pop afroamericano nació hace 88 años en Carolina del Sur, demostrando casi desde su cuna el destino que lo esperaría: doblegar la adversidad y la desconfianza, lo que en parte lo ha relegado a la hora de establecer a los artistas más influyentes del último medio siglo.
Aunque el mañoso listado de los artistas más influyentes de la música popular casi siempre es eso -debate, discusión, algunas pizcas de capricho, un juego a fin de cuentas-, el consenso suele ir rotando en el podio a Elvis Presley, Chuck Berry, The Beatles, Jimi Hendrix, Pink Floyd o Kraftwerk.
Todos impulsores de un nuevo lenguaje en el pop y responsables de irradiar las más múltiples rutas para el sonido contemporáneo. James Brown debería estar en la misma categoría.
Su manera de entender la música -privilegiando el ritmo por sobre la melodía, haciendo sonar a sus orquestas como batallones imparables de fuerza y virtuosimo, generando puro baile y sudor del África del que es heredero- constituye el origen del funk, el hip hop, el soul más contemporáneo, y de figuras tan mayúsculas como Prince y Michael Jackson. Prácticamente todos los géneros de la música afroamericana nacidos a partir de los 60 comparten genética en la vehemencia revolucionaria con que Brown levantó su leyenda.
Que los años no hayan sido demasiado justos con su obra es una deuda escrita desde sus inicios. En su peak de popularidad en los 60, se lo consideraba casi un salvaje, peligro y dinamita pura hasta para festivales que celebraban la libertad bajo el credo hippie y que se servían de artistas negros para exaltar igualdad, como sucedió con Sly Stone, Miles Davis, Otis Redding, Low Rawls o el propio Jimi Hendrix. Brown parecía ser más inflamable que todos ellos juntos (el funk también es poesía: The Famous Flames, Las Llamas Famosas, era el nombre de su conjunto más reconocido).
Incluso, uno de sus álbumes más legendarios, Live at the Apollo (1963), donde retornaba al teatro Apollo, el magma de la música negra neoyorquina, contó con la resistencia de su sello y los murmullos de recelo de algunos cercanos. Garantizando que sería un éxito ante la fama de telúricas que adquirían sus actuaciones -sobre todo en un mercado que sólo tenía a Elvis o Little Richard como escasos representantes de la música en vivo-, se presentó con el proyecto ante Syd Nathan, el dueño de King Records, su sello de ese entonces.
Pero el ejecutivo se negó. Alegó que era una ocurrencia disparatada y un riesgo: un disco en vivo para una música popular todavía embrionaria y que recién estaba desarrollando su potencial en el directo. Como portazo aún más elocuente, se negó a financiarlo y Brown tuvo que poner todo de su bolsillo para una producción que hoy ya escala sin problemas entre los títulos más vibrantes de todos los tiempos.
En unos Estados Unidos donde los asuntos raciales estaban en creciente combustión, y donde el tema despertaba las sensibilidades más extremas, quizás algunos todavían recordaban la biografía y el prontuario que merodeaban su presente. Nacido en la extrema probreza el 3 de mayo de 1933 en Carolina del Sur, en una choza sin luz ni agua potable y abandonado por su mamá, el cantante se ganó la vida en su adolescencia robando piezas de auto, una manera de soslayar su falta de educación y de sobrevivir frente a la adversidad. Cuando lo capturaron, aún era menor de edad, por lo que debió esperar un tiempo para ser juzgado, recibiendo tres años de cárcel.
Ya en libertad, y luego de desechar sus sueños de convertirse en boxeador, un encuentro con el representante de Little Richard cambió su vida para siempre. Aunque tal como muchos artistas negros tuvo su eje en el gospel que practicaba en las iglesias, Brown cogió ese vértigo colectivo propio del canto afroamericano para hacerlo eléctrico e implantarlo en sus agrupaciones, todas no sólo numerosas, sino que también provistas de inusitada imaginación para la época, rápidas y certeras a la hora de seguir al gran jefe.
Se trataba de un asunto creativo y escénico, pero también personal: son famosas las amenazas y los puñetazos que propinaba a sus instrumentistas cuando algo no le parecía bien. O, cuando andaba de mejor humor, simplemente optaba por una multa o por quitarles una tajada de su sueldo. Con el llamado “hombre más trabajador del espectáculo” no se podía flaquear ni un segundo en las labores; porque, además, el instinto de la calle jamás se le había extraviado.
Pero no necesariamente había que trabajar junto a él para experimentarlo. Hoy apretar play en algunos de sus temas es sentir el soplo de una fiera que casi nunca se dejó domesticar -aunque tampoco tuvo problemas en estar cerca del poder y la Casa Blanca-, quizás su mejor legado en un mercado acostumbrado a la adaptación. El acento dramático de Please, please, please, el grito y el posterior tobogán que agita I got you (I feel good), la grandilocuencia baladística de It’s a man’s man’s man’s world y el orgullo racial de Say it loud - I’m black and I’m proud son una síntesis apurada de un hombre cuya dermis creativa aún sorprende.
En su última visita a Chile, en 2005 y cuando cantó en la Quinta Vergara de Viña del Mar, el estadounidense tuvo una reunión con la prensa en un hotel santiaguino. Una mesa larga y varios periodistas esperando que él llegara para acomodarse en la cabecera.
Cuando apareció, no hubo saludos de protocolo ni gestos de estudiada caballerosidad; simplemente una suerte de patada al aire, un movimiento pélvico y un pequeño chillido que avisaba que ahí estaba él, marcando territorio, en el sitial de liderazgo que le pertenece, mientras los reporteros son solo una de las tantas cortes que durante décadas le ha rendido pleitesía al rey.
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