El alma fracturada de Pink Floyd
La banda viajó nuevamente a la era que genera más debate de su trayectoria, los años tardíos con David Gilmour, a través del reciente álbum Live at Knebworth. Pero la parte final del cuarteto también posee un legado propio pese a ya no estar bajo el mando de Roger Waters.
Fines de los 80 y principios de los 90 no son períodos que los fanáticos de Pink Floyd atesoren con particular afecto. Al menos en lo que respecta a su banda favorita. “En Pink Floyd, la década de los 90 casi no existió”, es aún más taxativo el propio baterista del conjunto, Nick Mason, cuando en su autobiografía Dentro de Pink Floyd rememora ese lapso.
¿Un momentáneo lapso de razón? Aunque A momentary lapse of reason (1987) se llamó el disco que sirvió de bisagra a esa etapa, para algunos puristas esos años fueron precisamente lo opuesto: un prolongado lapso sin demasiadas razones para seguir en pie. Esa suerte de sacrilegio que significó verlos sobrevivir sin su mayor cerebro, Roger Waters, mientras el destino inmediato de la banda cayó en David Gilmour, guitarrista excepcional y parte medular de su historia, pero a la cabeza de una adultez floydiana mutilada, aún virtuosa y rentable, pero desprovista de leyenda.
¿Pero fue realmente un lapso tan carente de toda razón?
La descomposición del cuarteto empezó con la elaboración de The wall (1979), con Waters monopolizando el liderazgo para concebir un disco de ambición multimedia que abordaba sus sombras como persona y estrella, intransigente cuando no se acataban sus órdenes: a otro histórico, el tecladista Richard Wright, lo expulsó porque se negó a grabar sus partes mientras estaba de vacaciones y porque quería tomar un rol de productor que no le correspondía.
Finalmente, aceptó que fuera un músico de sesión con sueldo fijo, provocando, como paradoja, que se convirtiera en el único en ganar dinero y no masticar pérdidas en la monumental seguidilla de conciertos del álbum.
Su mano autoritaria se acentuó con el siguiente título, The final cut (1983), con Gilmour cada vez más frustrado al sentir que su contribución era minimizada -consideraba que algunas de sus cimas como músico, Run like hell o Comfortably numb, no eran particularmente reconocidas-, lo que lo llevó a buscar una válvula de satisfacción en discos en solitario y shows a menor escala. Cuando en 1985 Waters determinó de modo unilateral que la banda no tenía futuro, Gilmour y Mason vieron que había llegado el momento: iban a continuar con Pink Floyd, casi como los hijos que al fin pueden hacer lo que se les venga en gana cuando el padre se ha ido.
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Pero, según cuenta Mason en su libro, el liderazgo de Waters no fue efecto de pura megalomanía. También tuvo que ver con la falta de confianza de Gilmour en sus capacidades o con el propio temor a que, en caso de enfrentar al jefe, éste decidiera acabar con el conjunto y todos se quedaran sin pan ni pedazo. Mason llegó a calificar esa actitud de “cobarde conformidad”.
Es más, el percusionista dice que sería injusto reducir a Waters al rol de malvado de la película: “Me duele admitirlo, pero fueran cuales fueran las razones, la tendencia de acusar a Roger de ser el villano definitivo, aunque resulta tentador, es algo que está fuera de lugar”, asevera en el texto.
Y si el progresivo empoderamiento del bajista en el cuarteto no se debió sólo a su genio gruñón, los años que vinieron después con Floyd abreviado al trío de Gilmour, Mason y Wright están demasiado lejos de ser una agonía.
El británico Mark Blake, autor del libro Pigs Might Fly: The Inside Story of Pink Floyd, dice a Culto: “Esos años con Gilmour sirvieron como un recordatorio de que Pink Floyd podía prosperar sin Waters, gracias a la fuerza de la marca y la familiaridad de la voz y la guitarra de David. Fue un momento difícil para él, pero demostró que también podía valerse por sí mismo”.
De hecho, Blake también lo pone en una perspectiva generacional: tras los públicos desencuentros que significaron The wall y The final cut, muchos seguidores dieron por muerta cualquier opción de ver en vivo a la banda. Y aunque fue sin Waters, Floyd volvió a girar, incluso con memorables recitales en los 90 materializados en el disco Pulse (1995). “Había visto uno de los shows de The Wall en el Earls Court de Londres en 1980. Fue bueno volver a verlos en Wembley siete años después. No es algo que hubiera imaginado posible después de las peleas entre Waters y Gilmour”, rememora Blake.
Eduardo Navarro, vocalista y guitarrista de la banda tributo chilena Pulse, acota: “Con Gilmour al mando, él aportó a la música de Floyd un lado más influenciado por el blues y el R&B. Su estilo se basaba en guitarras y voces melódicas mucho más dulces que el sonido vocal crudo y violento de Waters. Además, mientras Roger trabajaba los discos conceptuales, Gilmour se dedicaba más a trabajar por canción y hacer de cada una un mundo propio”.
Fernando Riveros, uno de los mayores fans de los británicos en Chile y que ya cuenta 15 shows entre presentaciones solistas de Waters y Gilmour, es aún más entusiasta con los años tardíos de la banda: “Todo ese proceso dio origen a uno de los mejores discos del grupo, The division bell (1994), el que además dio origen a una de las mejores giras de las que se tenga recuerdo, Pulse. En ese instante nacieron joyas como Learning to fly o Sorrow”.
Andrés Riobó, integrante de otro de los tributos que funciona en el país, los aplaudidos Brain Damage, también apuesta a que la huella de Gilmour significó nuevas ráfagas creativas para los músicos: “A partir del año 87, se vuelve a tomar la escencia del trabajo colectivo, más democrático, lo que hacían a mediados de los 70 pero que se empezó a perder en The wall. Cuando Waters no quiere seguir, David suma a Mason y Wright para empezar a trabajar nuevamente como grupo”.
Riobó suma otro matiz: “A momentary lapse of reason es muy innovador para su época, es un disco oscuro, tiene algunos sonidos medios industriales que después se pudieron ver en Nine Inch Nails, por ejemplo. Es muy denso y potente. La gente se queda en el hit, Learning to fly, pero fue mucho más que eso. Al menos en esa época, a mí Waters no me hace tanta falta. Pink Floyd ahí vuelve a hacer discos donde cada uno simboliza una innovación, una nueva etapa, mundos diferentes, distinto a The wall y The final cut, que representan un continuismo”.
Para quienes no tienen problema en distribuir su alma entre la era clásica y la más reciente del grupo, hace una semana está disponible el álbum Live at Knebworth, el que recoge el espectáculo que la banda dio en 1990 para un evento de caridad donde compartieron cartel con Paul McCartney, Phil Collins y Eric Clapton, entre otros. Ahí Gilmour se luce en toda su dimensión, privilegiando los temas que hasta hoy lo esteblecen como un instrumentista magistral.
Eso sí, Mark Blake cree que cuando los diamantes se desintegran, nunca vuelven a brillar como antes: “Pink Floyd con Gilmour siguió siendo Pink Floyd. Pero creo que la música que hicieron sin Waters nunca será tan buena como la que crearon cuando él estaba en la banda”.
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