Rubén Blades: perdona lo que te hicimos
El artista ha tenido que enfrentar cierto desdén en muchos pasajes de su carrera: desde sus inicios en que su salsa más compleja no encajaba con los cánones de la época, hasta shows como el que dio en Santiago en 1990 para el evento Desde Chile... un abrazo a la esperanza, pifiado en la previa de New Kids on the Block. Pero el panameño está sobre todo eso: el reconocimiento de los premios Grammy Latinos como Persona del año, anunciado ayer, sólo confirma su grandeza.
Rubén Blades debe haber pensado la noche del 13 de octubre de 1990 que estaba en más que un embrollo: ¿por qué está pasando esto?
Ese día fue parte del ya legendario espectáculo Desde Chile... un abrazo a la esperanza, organizado por Amnistía Internacional en el Estadio Nacional, presentado como una fiesta para celebrar la restauración de la democracia y con una pléyade de figuras desplegadas por la misma causa.
Hasta ahí todo perfecto, pero Blades enfrentó un infortunio que ni el más noble de los principios sociales pudo contrarrestar: salió a cantar justo antes de New Kids on the Block, en ese entonces el grupo más popular del planeta, cinco veinteañeros de Boston que arrasaban con todo a su paso y que ya habían despachado parte de sus hits más reconocidos, aunque les faltaba otra medalla, aquella que además de consolidarlos como productos del pop comercial, los mostrara también como jóvenes conscientes de su era.
Por maniobra de sus representantes, fue lo que de alguna manera vinieron a buscar al evento chileno. Chicos lindos no sólo absortos en sus fotos y sus gimnasios.
Y eso, sin querer, desató los nervios de Blades: “ya vienen, ya vienen”, repetía el panameño cuando la multitud juvenil que esperaba a los estadounidenses perdía la paciencia, sentía que su show se prolongaba más de lo necesario y sencillamente quería que el plato de fondo llegara de una buena vez.
“Tranquilos que vienen”, se oía nuevamente al centroamericano intentando contener el griterío, mientras trataba de articular sus canciones de cadencia caribeña agitando complejos relatos sociales y citadinos, como Buscando América o Pedro Navaja, más pensados para ser digeridos en un teatro que en un coliseo deportivo desbordado tanto por los derechos humanos como por la conmoción hormonal.
Blades no flaqueó y terminó su presentación, para alivio de él y quizás de la gran mayoría que llegó esa noche a Ñuñoa. Se puede conjeturar con que fue uno de los trances turbulentos de una carrera brillante; pero el también ministro ya había transitado sitios pantanosos. Y desde el comienzo de todo.
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En algo se emparenta Blades con David Bowie: su éxito tampoco fue inmediato y se construyó luego de muchos tropezones propios y portazos ajenos.
Pero también hay vínculo con Daddy Yankee o J Balvin: a partir de una música nacida en los barrios y vinculada a las bajas clases sociales, trazó una obra transversal capaz de abarcar distintas latitudes, edades y estratos. La salsa como un un fenómeno no sólo apretado en un reducto.
En El libro de la salsa: crónica de la música del Caribe urbano, el escritor venezolano César Miguel Rondón fija un paralelo aún más preciso: estima que el antecedente más directo de Blades es el cantante y director de orquesta de origen puertorriqueño Tito Rodríguez, quien con estilo en lo musical y garbo en lo visual pudo salir en los años 50 en la TV estadounidense, a la par con los grandes astros internacionales, lo que le permitió un impacto impensado en las clases altas que no siempre miraban con aceptación a la música caribeña.
Nacido en el barrio de San Felipe de la Ciudad de Panamá y como parte de una familia de los segmentos más acomodados, creció mirando a su madre pianista y a su padre percusionista, aunque como todo joven en los 60 también estuvo bajo el radar del rock and roll que estallaba por el mundo. Centroamérica, cruzada por puertos, mares y flujo comercial, fue una zona prolífica para el maridaje de expresiones disímiles, donde los sonidos africanos podían compartir sin problemas con el rock electrificado contenido en los vinilos que llegaban desde Europa.
Blades abrazó ese credo multicultural pero un hecho generó el quiebre. El 9 de enero de 1964, cuando tenía 15 años, un grupo de policías y soldados estadounidenses que resguardaban el canal de Panamá mató a varios estudiantes y civiles que reclamaban intervencionismo desde el norte.
El cantante se fue a fines de los 60 a probar suerte a Estados Unidos con un discurso mucho más político: los ritmos del Caribe nacidos en espacios rurales, barrios empobrecidos o clubes nocturnos, ya adquirían la forma urbana de la salsa, con un envoltorio también más sofisticado. Sin embargo, los asuntos abordados por Blades no generaron mayor repercusión.
Como cantante de la orquesta de Pete Rodríguez, profundizó en 1970 personajes como los mártires de la guerrilla o los muertos en la montaña -Juan González es el ejemplo más claro-, lo que importaba poco a las comunidades latinas de ese momento en Nueva York. En esos grupos, había mayor interés por subrayar identidad de otras maneras.
Abatido, retornó a Panamá para continuar con sus estudios de derecho, aunque sus anhelos artísticos no se desvanecieron. En 1974 volvió a la Gran Manzana para presentarle sus credenciales a la discográfica Fania Records, el sello latino más importante de esos años, casa de una estela de instituciones que van desde Willie Colón hasta Celia Cruz.
La disquera lo aceptó -por esos días de bonanza y para además taponar a la competencia, le decían que sí a casi cualquiera que golpeara su puerta-, aunque con desconfianza: integraban a sus filas a un artista que casi un lustro antes había fracasado de forma estrepitosa. ¿La solución? Lo pusieron en la oficina de correos de la compañía a pegar estampillas.
En ratos libres, ofrecía sus composiciones a sus directivos, pero casi siempre detenían su entusiasmo con un “lo veremos después” al constatar que sus letras eran enrevesadas y complejas para la salsa que triunfaba en la escena de los años 70.
Hasta que llegó Ismael Miranda, estrella de Fania y clásico del cancionero puertorriqueño (“el niño bonito de la salsa” era su apodo). El cantante, que ya conocía a Blades, tomó su tema Las esquinas son, el retrato de un barrio caribeño cualquiera, con sus luces y complejidades. Fueron los primeros brillos de lo que se conocería como “salsa narrativa”, el estilo donde las letras iban de la mano con el compás propio de los ritmos tropicales: aquí bailamos y también pensamos.
A partir de ahí, la estatura de Blades como autor sólo creció y llegó a establecer sociedades con los mejores creadores de su generación, como Ray Barreto y, por supuesto, Willie Colón. Ambos facturaron algunos de los álbumes más inventivos y magistrales del género -Siembra (1978) y Canciones del solar de los aburridos (1981)-, donde la exploración de sonidos colorea crónicas de una Latinoamérica que naufraga en todas sus heridas.
¿Salsa de protesta? Así lo encapsularon algunos críticos, nostálgicos por el pulso fiestero del sonido en su origen. Para Blades, el calificativo era otro: siempre tratando de marchar contra cierto desdén, había inventado una expresión absolutamente propia. Y eso sólo lo cuentan las leyendas.
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