Desde su casa en el paradero 27 de La Florida, Catalina Rojas Campos se las arregló esta semana para multiplicarse en diversas pantallas de Zoom y participar en distintas actividades en torno al centenario de su difunto marido. El martes pasado, día en que el Senado aprobó por unanimidad el proyecto de ley que establece el Día del Folclor Urbano en homenaje a Roberto Parra Sandoval para cada 29 de junio, Rojas siguió atenta las votaciones, al tiempo que participaba en una actividad online organizada por la Biblioteca Nacional -donde se lanzó el libro El golpe, una adaptación teatral del texto homónimo- y luego en una celebración virtual organizada por distintos colectivos de artistas de San Antonio, el puerto que acogió al cantautor en la década del 50 y donde este conocería a la mítica Negra Ester en la boite Río de Janeiro. Al día siguiente, tras volver de la feria -su única salida semanal-, Rojas encendió nuevamente su computador para ver la función virtual de la obra Entre luche y cochayuyo, inspirada en la obra del mismo nombre que Parra publicó en 1988.
“Se merece todos estos homenajes porque por un tiempo se le ninguneó bastante, pero ha ido tomando fuerza de a poquito, con todos los trabajos que hemos hecho de libros, de publicaciones, un montón de cosas”, dice la cantora y folclorista de 73 años, viuda, compañera de vida y la más cercana colaboradora artística del hermano de menor de Violeta y Nicanor Parra durante su último cuarto de siglo de vida.
Mientras el país, la oficialidad y diversas instituciones conmemoran el legado del autor de La Negra Ester y El Desquite, recordando los hitos del ícono de la cueca chora, el jazz guachaca y de una identidad y cultura popular chilenas por décadas confinadas a los márgenes, Rojas celebra también la memoria de un hombre a quien conoció más íntimamente que nadie. El marido con quien se casó en 1971 en la calle La Estrella de Pudahuel -en el sector entonces conocido como Barrancas-, donde luego edificaron su casa en el mismo terreno donde vivía la madre de este y de Violeta, Clarisa Sandoval. El compañero musical al que acompañó con su guitarra y voz durante años en escenarios de colegios, peñas y ferias libres durante los duros días de cesantía posteriores al golpe militar. Y también, el padre cariñoso, bueno para consentir y para contarles cuentos a las dos hijas de ambos, Leonora y Catalina.
“Él era bien pa’ dentro en sus emociones pero le gustaba contar historias de cuando era joven, de sus andanzas. Y las historias eran bien increíbles”, dice Catalina, mujer de trato amable y frases concisas -menos locuaz que su hermano Dióscoro-, aunque frecuentemente interrumpidas por una risa contagiosa, picarona y juvenil, que suele aparecer cuando recuerda las aventuras y pellejerías que vivió junto a su marido.
A 26 años de su muerte, Rojas sigue siendo la centinela de la memoria y también del legado material del “Tío Roberto”. Un patrimonio personal tan caótico en su orden como fundamental para la cultura popular chilena de las últimas décadas, que va desde sus manuscritos y grabaciones a fotografías, ropa, antiguos carnés y guitarras. Algunos de estos objetos han sido cedidos por su viuda a la Biblioteca Nacional -entre ellos, 23 cuadernos fechados entre 1972 y 1994 con parte de la obra poética y literaria del artista-, mientras que otros los ha reunido para dar forma a valiosas publicaciones de los últimos años, como Soy zurdo de nacimiento (Lom, 2012), con textos de algunas cuecas hasta entonces inéditas, y La vida que yo he pasado (Pehuén, 2012), la más completa recopilación de la obra de Parra y una suerte de mapa para navegar por su trabajo, con textos de célebres cuecas urbanas, décimas, fragmentos de sus obras teatrales, partituras y diversas fotos, todo compilado por Rojas y sus hijas (y actualmente reeditado por Pehuén con motivo del centenario).
“Hay una pieza donde tenemos un pequeño archivo de sus cosas, donde están sus sombreros, sus fotos, sus libros, hay de todo. Todavía quedan algunos cuadernos en mi casa que hay que trabajarlos porque Roberto escribía de todo ahí. Queda mucho papel suelto y eso es lo que he estado buscando ahora, mucho material inédito, para que salgan más cosas, más libros”, cuenta Rojas, quien asegura que también existen grabaciones de su marido que aún no han visto la luz. Piezas perdidas de una discografía dispersa y que arrancó con desfase respecto a sus hermanas, recién en 1967 con Las cuecas de Roberto Parra (Emi Odeón), debut solista que incluye clásicos de su repertorio como La vida que yo he pasado, El chute Alberto, El arrepentido y Una perra con un perro.
“Siempre estoy sacando cosas nuevas pero en la EMI todavía hay material inédito de Roberto. Me ha contado gente que están ahí amontonadas las cintas magnéticas de ese tiempo”, dice la cantora, quien junto a La Filarmónica de la Cueca -que actualmente integra también uno de sus nietos- mantiene vivo el cancionero de su esposo. A la vez, encabeza junto a sus hijas la Corporación Cultural Roberto Parra Sandoval, una iniciativa que, según cuenta, surgió por recomendación de Nicanor Parra, el hermano más cercano a su marido y una suerte de padre para él.
“Nosotros teníamos una relación bien cercana con Nicanor. Él me dijo que había que hacer una corporación porque nadie puede adueñarse de las cosas de Roberto. Eran amigos, amigos, yo no he visto dos hermanos que se quieran tanto como ellos”, comenta la artista, quien hasta antes de la pandemia seguía recibiendo periódicamente en su casa de La Florida a curiosos y estudiantes que llegaban a tocar el timbre, interesados en visitar el improvisado museo del “Tío Roberto”.
Cantando en La Vega
Catalina Rojas y Roberto Parra se conocieron a inicios de 1971 en Peñuelas, en los balnearios populares organizados durante el gobierno de Allende. Ella era una joven folclorista nacida en Lontué, estudiante de teatro y recién instalada en Santiago. Él, el quinto de los nueve hermanos del clan Parra, un hombre de 50 años con un solo disco grabado y media vida ya hecha, tras una infancia de miserias y una adolescencia y juventud nómade y errante que lo llevó a trabajar en circos, carpintería, talleres mecánicos, mueblerías y todo tipo de oficios en diversos rincones del país, con la música y el alcohol como fieles compañeros. Ese mismo año la pareja se casa y la vida de Parra “cambia con esta mujer; te ordenas y logras tener una familia”, le celebra su hija Leonora en La vida que yo he pasado.
Junto a la descendencia llega también el trabajo como dúo de la pareja. Catalina participa, de hecho, en el segundo disco de su marido, el fundamental Las cuecas del tío Roberto (Dicap, 1972), grabado junto a su sobrino Ángel en un estudio de la RCA en Santiago centro. En la célebre peña de Carmen 340, la dupla compartió veladas junto a Alfredo Zitarrosa, Silvio Rodríguez, Víctor Jara y Pablo Milanés. La fiesta terminó de golpe en 1973 y la dictadura los obliga a ganarse la vida tocando en La Vega los fines de semana.
“Él cantaba sus cosas y yo lo acompañaba. Yo cantaba mis cosas y él me acompañaba y al final terminábamos en cuecas. Después empezaron a aparecer las peñas y empezamos a cantar en todos lados, y en cosas más grandes también, como cuando tocamos en la primera actividad que se hizo en contra de la dictadura, en el teatro Caupolicán. Se llamó ‘Todos los niños tienen un juguete’ y ahí cantó también Illapu, el tío Valentín (Trujillo). Pasamos harto susto”, rememora.
Pese al miedo y a la falta de trabajo, Parra “no decía nada (de la dictadura), lo decía escribiendo”, dice su viuda, quien cita piezas como Cantando en la Vega Chica, donde el cuequero entrega un fresco de los días en que ambos llegaban hasta el mercado de Recoleta con un canasto de mimbre y se iban cuando éste se llenaba. “Cantado en la Vega Chica yo me gano lo porotoh / Y siendo Roberto Parra para qué tanto alboroto / Voy a cumplir los doce de cesantía / puta que sale cara la perra via”, es parte de su letra. “Ahí habla de su cesantía y sus problemas para salir a la calle, pero a nosotros no nos decía nada, él trataba de ser siempre positivo”, cuenta Rojas.
En ese tiempo Roberto Parra no era precisamente una figura reconocida masivamente, pero ya había empezado a escribir la obra que lo terminaría consagrando. Una serie de borradores inspirados en sus viejas andanzas en San Antonio, los que después perdió en un viaje. Catalina afortunadamente había guardado una copia de los textos, los que su marido luego expandió -por sugerencia de su hermano Nicanor- hasta completar cien décimas. Las tituló La Negra Ester y se publicaron por primera vez en 1980. Para sus hijas, la primera versión de la obra que la compañía Gran Circo Teatro llevaría a escena ocho años después no sólo sirvió para descubrir una prehistoria que el padre nunca les había contado. Además, fue una fuente de salvación financiera para el hogar. “Significó la posibilidad de salir de la miseria en aquellos tiempos difíciles”, recuerda Leonora Parra en el libro.
“La aparición de él fue con La Negra Ester el año 88”, sentencia Rojas sobre el primer hito que instaló a su esposo en la cultura popular. El segundo, dice, tuvo lugar en septiembre de 1995 en Miami, cinco meses después de la muerte de su marido a causa de un cáncer de próstata. “Con el Unplugged de Los Tres en MTV surgió un interés por sus cuecas y ahí las empezaron a cantar”, dice la artista, que para la celebración de los 20 años del disco tocó junto a Álvaro Henríquez y le regaló una de las guitarras de Parra.
Si bien la pandemia alteró los planes que había originalmente para el centenario del creador del jazz guachaca, incluyendo un abortado recital en el GAM para presentar un nuevo cancionero con la música de La Regia Orquesta para La Negra Ester, Rojas no se resigna y dice que la actividad se hará igual en algún momento. Lo mismo un concurso de cuecas fijado para septiembre en San Antonio y un espectáculo “en grande” y en formato presencial para celebrar a su marido, “cuando se pueda”.
Una serie de festejos y proyectos que tienen a la artista “agradecida y contenta por los cien años” de Parra, aunque considera que el gesto a nivel país todavía no es suficiente. “Yo creo que falta un poquito”, reconoce. “Gracias a Los Tres los jóvenes lo han conocido mucho, pero falta un poco de reconocimiento más oficial a su obra. Por decirte, a Roberto nunca le dieron un premio, ni siquiera por La Negra Ester. Nunca hubo un reconocimiento mas oficial, pero todavía podría ser”.