A fines de 2012, la directora, guionista y montajista Valeria Sarmiento (Valparaíso, 1948) fue videoentrevistada por el sitio Allocine.fr. Lo fue en su calidad de realizadora de Las líneas de Wellington, filme histórico que su compañero sentimental y profesional por más de 40 años, Raúl Ruiz, había preproducido hasta donde se lo permitió el cáncer que le ocasionaría la muerte en agosto de 2011. Ella tomó la posta, llevando a puerto un filme que es una delicia para la vista, que alienta la inquietud del espectador y que de seguro espantó a los fans de la epopeya bélica estándar, tal como entusiasmó a buena parte de la crítica y convenció a los curadores del Festival de Venecia, que la incluyeron en su competencia oficial.

En esa entrevista, Sarmiento estuvo acompañada por un miembro del elenco, el francés Melvil Poupaud (Cuento de verano, Un amor en Nueva York). A los 10 años, Poupaud fue “descubierto” por Ruiz en La ciudad de los piratas (1983), llegando a convertirse en uno de sus intérpretes favoritos. Por eso no extrañó que, cerca del final del video, le dedicara algunas loas a su desaparecido iniciador ni que se detuviera en sus múltiples dones en el cine, el teatro, la ópera, la teoría, la escritura, la traducción, la docencia y la instalación artística, entre otros. Todo ello, o casi, lo atribuyó el actor al “cerebro brillante” del puertomontino, de esos cerebros que se estudian o que deberían estudiarse.

Ahí fue cuando Sarmiento, sin abandonar la sonrisa, se permitió interrumpir. Ahí fue cuando dijo que, aparte del genio multiforme, “había una esposa que solía llevarse el peso de la parte práctica”. Acto seguido, rieron Sarmiento y Poupaud, y con eso terminó el video.

Hartas han sido las vicisitudes causadas por el mero hecho de ser la esposa y más tarde la viuda de un inesquivable del cine. Pero las cosas siempre pueden tomarse con distancia irónica y humor leve. Al menos eso hace Valeria Sarmiento (72) cuando echa a andar la memoria, vía telefónica desde su departamento en París, aunque sin minimizar: “Indudablemente, quien hacía los papeles de impuestos era yo. Había una parte práctica que yo tenía que reivindicar [en la entrevista]. Lógicamente, Raúl podía dedicarse al cine, pero yo tenía que terminar las mezclas, todo ese tipo de cosas. Yo tengo que reivindicar que hice el 80% del montaje de sus películas. Tendrían que reconocer que hubo una parte de colaboración, por lo menos”.

No es algo que la porteña dirija contra alguien, o que diga porque siente que la sombra de Ruiz la eclipsa (aun si asume que “Raúl será mi fantasma para siempre”). Pero nunca es tarde para poner orden en las cosas ni para refrescar un poco la memoria. Para recordar cuando, en sus primeros años de exilio, postulaba a fondos franceses para hacer películas y le decían que si ya había un señor Ruiz postulando, cómo iba a postular la señora Ruiz. O para no olvidar que cuando su primer largo de ficción se convirtió en el mejor debut del Festival de San Sebastián (Mi boda contigo, 1984), un diario chileno optó por titular que la ganadora chilena del certamen vasco era la “esposa de”, antes que concederle nombre y apellido: “Era completamente increíble, pero es así no más. Era mi destino, si tú quieres. A la gente no le cambia la cabeza”.

Y así como toma nota de lo esquivo que puede ser el reconocimiento, más si se es mujer, también se inserta Valeria Sarmiento en un presente donde su cine es crecientemente referencial y progresivamente más próximo a quien quiera darle una oportunidad, más allá de que su protagonismo en el rescate y posproducción de un trío de películas inacabadas de Ruiz (La telenovela errante, El tango del viudo y El realismo socialista) dé pie a nuevas confusiones. De lo segundo, de su visibilidad, da fe la disponibilidad online de un número y una variedad no despreciable de títulos, argumentales y documentales; de lo primero, del abordaje investigativo a su obra, da sobrada cuenta la aparición de Una mirada oblicua. El cine de Valeria Sarmiento.

Editado por Fernando Pérez y Bruno Cuneo (este último director del Archivo Ruiz-Sarmiento de la UCV y editor del Diario de Ruiz), el libro convocó a una decena de autores a abordar la materia de su cine. También, a los propios editores a sostener una conversación reveladora e ilustrativa que se pasea por una filmografía que cuenta con hitos que falta aún descubrir y reconsiderar. “Para mí es sorprendente”, dice la directora respecto de la existencia misma del volumen. “La gente sabe más cosas de mí que yo”, cree. “Ven cosas que quizá uno intuyó, pero que las hayan captado y desarrollado me parece muy bien. Me parece muy interesante, pero también me da un poco de vergüenza”.

Porque Valeria Sarmiento también es púdica: prefiere hablar de otras cosas, o bien que hablen y escriban otros, como está pasando. O que sus propias películas hablen por ella.

Oblicuamente

No tienen a la cineasta por ícono feminista ni aspira ella a consideraciones de esa especie, pero bien podría aspirar si quisiera. Su “mirada oblicua”, a propósito de la señalada novedad editorial, no ha sido sólo la de la mujer que padece la acción en vez de ejecutarla; también, la de una realizadora con una entrada más lateral que frontal a las cosas, una que halló temas y problemas fílmicos allí donde otros no encontraron (o miraron para otros lados).

Le pasó en tiempos de la UP, cuando en Chilefilms las trataban a ella y a otras cineastas emergentes (Angelina Vásquez, Marilú Maillet) con una condescendencia apenas distinguible del sexismo. “Compañeras”, les dijeron una vez para negarles apoyo a un proyecto, “la liberación de la mujer es para más adelante”. Así y todo, Sarmiento consiguió que su marido le pagara con película virgen el montaje que ella hacía para sus películas, y con eso rodó un documental sobre las bailarinas del Bim-Bam-Bum, Un sueño como de colores (“en la UP todo el mundo hacía documentales sobre los obreros del cobre”, declaró en 2018 a La Segunda, “pero yo quería filmar una película sobre estas mujeres que se exhibían con tanta fascinación”). Todo indica que los negativos, que reposaban en las bodegas de la estatal fílmica, fueron quemados tras el Golpe.

Una vez exiliada en Francia, según ha contado, el único país que le daba una visa para ir a filmar era Costa Rica, y allá partió a rodar sobre el machismo. Tuvo, eso sí, un problema análogo al de mucho documentalista: decirles a sus entrevistados -hombres en gran mayoría- que la película era sobre machismo los habría puesto a la defensiva, por lo que, sin mentirles del todo, les dijo que era sobre el romanticismo. Y eso le dio cuerda al conquistador de la especie, en versión “tica”, para presumir de sus tácticas y estrategias. Y así pudo Sarmiento desarrollar un filme político-antropológico tan lúcido como visionario, desde ya un inesquivable del cine feminista, a igual título que el trabajo de Agnès Varda y otras colegas ilustres: El hombre, cuando es hombre (1982), hoy disponible en la plataforma del FICValdivia, junto a su teledocumental de 1992 El planeta de los niños, acerca de los “pioneros” cubanos, y La dueña de casa, sobre una opositora a Allende encarnada por Carla Cristi (ver ficha).

Dicho lo anterior, si la mirada es oblicua, algo parecido puede decirse del feminismo al que sostiene. La mencionada Mi boda contigo, su primer largo, se basó por lo pronto en una novela de Corín Tellado, que no ha sido emblema de ola feminista alguna, y que si lo fue, lo fue como un blanco al cual apuntar. Pero Sarmiento discrepaba y sigue discrepando: “Corín Tellado tiene muchas lecturas. Cuando lees sus historias, ves siempre que hay un lado perverso, y eso es lo que traté de desarrollar en Mi boda contigo: descubrir ese lado perverso de Corín Tellado. Es muy sutil, indudablemente. También es oblicuo”.

Y así es como, oblicuidades mediante, la porteña ha desafiado expectativas y estereotipos, en cuanto al género y a casi todo lo demás. Lo hizo hace unos años cuando pintó, literalmente, el Valparaíso de los años 1820 para que sirviera de fondo a las observaciones y reproches que la inglesa Mary Graham registró en su diario sobre la naciente república chilena (María Graham, 2014, más tarde con versión para TV). Y años antes, en complicidad con un Ruiz que hizo las veces de guionista, realizó Secretos (2008), filme que oficia engañosamente de comedia ligera, sembrando el desconcierto y escrutando como ningún otro los meandros de la chilenidad.

Hoy, a la espera de recursos para sacar adelante su proyecto de ficción Detrás de la lluvia (“lo presentamos al Fondart y no nos dieron plata”), ya los tiene para ahondar en la investigación de su próximo documental. “Se llama Huellas y es sobre la epigenética”, cuenta. “Es sobre las consecuencias de los traumas en los hijos y los nietos de personas que han sufrido traumas. Quiero trabajar con los hijos y los nietos de personas que estuvieron en los campos de concentración en Chile, porque es interesante ver las consecuencias. Según la epigenética, eso es algo que se traspasa a través de los genes. Es muy interesante ver qué ha pasado con esa situación en Chile. Ese es el tema: oblicuo, también”.

Así como hay una oblicuidad ruiciana, ¿diría que hay una oblicuidad sarmientiana?

Bueno, siempre lo sentí así. Cuando hice El hombre, cuando es hombre, que es una película sobre el machismo, lo primero que decidí fue no ir a las mujeres, a que me contaran lo terrible que era la cosa, sino que fui al lado contrario: fui a entrevistar a los machos, porque sabía que entrevistando a los machos se iban a descubrir muchas más cosas que hablando con las mujeres de lo triste que es la vida de las mujeres, de lo que las mujeres sufren, etc. Era mucho más interesante, por ejemplo, entrevistar a dos tipos que habían asesinado a sus mujeres que entrevistar a cercanos a las personas asesinadas.

Ud. ha llevado adelante la recuperación de un trío de películas de Raúl Ruiz, en dos de las cuales es codirectora. Pero por el lado de las películas suyas, ¿falta reconsiderar la distribución para que el público se ponga al día?

Pucha, yo quisiera, pero ¿qué puedo hacer? No tengo los medios. Tendría que haber alguien que se enamorara de las películas y las mostrara. Al menos, el Festival de Valdivia ha tenido la posibilidad de mostrar esas películas [La dueña de casa, El planeta de los niños y El hombre, cuando es hombre].

“Tengo 68 años y estoy aprovechando los últimos que me quedan para filmar”, declaró en 2017. Y sonó un poco conclusivo, sobre todo considerando que alguien como Manoel de Oliveira filmó hasta después de los 100…

Mientras pueda hacer cine voy a seguir haciendo cine, indudablemente. Pero, indudablemente, los jóvenes nos dejan poco lugar. No es tan fácil. Hay que peleársela a los jóvenes.

¿En qué sentido?

En que ellos trabajan con… acá le dicen copinage [amiguismo]: trabajan con su grupo de amigos. Y nosotros..., la mayoría de nuestros amigos ya no están, o cosas así. Ya no tenemos el grupo de amigos. Entonces, hay que estar diciendo “oye, yo también existo”. Y es difícil, además, porque se supone que una ya está como pasada de moda. Entonces hay que estar peleando y mostrar que no, que una no está pasada de moda. Una tiene que pelearla hasta el final.

¿Por qué le dicen que está pasada de moda?

Hay veces que me dicen “oye, tienes que poner bien en el proyecto que estás escribiendo quién eres, porque tú no eres tan conocida. Raúl era conocido, pero tú no eres tan conocida”. Y uno tiene que aguantarla.

¿Viene a Chile a hacer su nuevo documental?

Voy a ir a Chile en octubre. Ahí empiezo a trabajar, yo creo.

Va a aprovechar de votar…

Lógico. El año pasado voté antes de venirme [a París] y ahora quiero votar de nuevo para las presidenciales. Son importantes.