Él es el jefe: al rescate de los discos solistas de Mick Jagger

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El cantante de The Rolling Stones hoy cumple 78 años bajo una leyenda inigualable, dentro de la que caen eclipsados sus tres primeros álbumes en solitario: piezas donde late un pulso enérgico y un buen olfato para pesquisar los géneros que marcaron parte de los 80 y 90.


Hay algo incluso más lapidario que un insulto personal, que destapar un secreto de otro para buscar la humillación por parte del resto, que detonar artillería pesada para dejar sin alternativas a la contraparte: cuando un amigo embroncado no encuentra nada mejor que compararte con Hitler.

“Es como Mi Lucha. Todos tenían una copia, pero nadie le prestó atención”, fue el nada amistoso comentario que a mediados de los 80 dirigió Keith Richards contra su socio de toda la vida, Mick Jagger, levantando un paralelo entre el debut solista del cantante, She’s the boss (1985), y el manifiesto ideológico del Führer antes de su ascenso al poder.

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El cantante a mediados de los 80.

Para el guitarrista, el primer título de Jagger era un artefacto que contaba con desmedida publicidad y cuya omnipresencia era indiscutida, pero que pocos asumían realmente haberlo conocido o disfrutado en profundidad. Quizás el mismo desbalance sucedido con algo mucho más maldito como Mein Kampf.

Richards naturalmente estaba enojado. No eran buenos días para el rock de guitarras y facha narcótica de los 60 y, por consecuencia, para los propios Stones: tras un último golpe al mentón en 1981 (el sonido duro y musculoso de Tattoo you), la banda tropezaría con una penumbra creativa de la que sólo podría sacudirse una década más tarde.

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Por lo mismo, Jagger quería tantear opciones. Abandonar el hogar de toda la vida asumiendo que nunca es fácil y que los inquilinos que quedan masticarán el rencor o la amargura. En 1983 firmó un contrato multimillonario con Columbia para editar tres álbumes en solitario, pero sin avisarle a ninguno de los otros miembros de su banda madre.

En 1984, por su estudio pasaron una pléyade de músicos y amigos, bajo el propósito de encontrar un sonido más fresco, moderno, que no semejara una resaca de esos años 70 que todavía hacía sonar a la agrupación como una patota de pendencieros.

Pero Jagger no quería confinarse en un refugio y olvidarse del planeta. No deseaba articular su nuevo destino bajo aislamiento monacal. En ese punto se parece a alguien muchísimo más benigno que Hitler: George Harrison, quien tras la disolución de The Beatles demoró apenas un par de semanas en reunir a Eric Clapton, Bob Dylan, Peter Frampton, Ringo Starr y Billy Preston, entre muchos otros, para dar forma a su magistral debut a solas, All things must pass (1970).

En el caso del frontman de los Stones, también desenfundó su agenda, no se anduvo con modestias y telefoneó a Pete Townshend , Jeff Beck , Carlos Alomar y Herbie Hancock, además de compartir las labores de producción con Bill Laswell y Nile Rodgers. Este último, cofundador de Chic y quizás el productor más cotizado de esos años, capaz de crear un sonido pegajoso, funky y característico que se llegó hasta las obras de David Bowie, Madonna o Duran Duran.

El resultado fue un disco donde la variedad de formas que definió la discografía Stone crea un fondo equilibrado y sólido, con rock duro y machacante (la partida con Lonely at the top y 1/2 a loaf), pero también con el radar hacia la new wave estilizada de los 80 (Running out of luck), el reggae de envoltorio sintético y áspero (Turn the girl loose) y la balada de un hombre maduro que ya superaba los 40 años (Hard woman).

Estaba claro: con un poco más de oído, She’s the boss tenía mucho mejor suerte y diagnóstico que Mi lucha.

Por eso, por obtener críticas aceptables, por buen rendimiento comercial y -por sobre todo- porque había un contrato que cumplir, el hombre de Angie siguió caminando solo: Primitive cool (1987), su siguiente trabajo, no fue un suceso desmesurado, pero sí lo seguía mostrando como un artesano de la canción activo, vital e inquieto.

Seguía enemistado con Richards -pese a haber editado Dirty work con los Stones en 1986-, lo que le permitió retomar ese afán por sonar enérgico, casi como si se tratara de una segunda juventud, materializada en Throwaway, Peace for the wicked, la sensibilidad country de Party doll o el ánimo acrobático del single Let’s work. Todo bajo la atenta mirada de Dave Stewart (Eurythmics) en la producción: Mick quería seguir despuntando modernidad.

Su sucesor, Wandering spirit (1993), ya en plena era grunge y en el decenio revisionista en que los veteranos de los 60 se elevarían como leyendas, es otra coordenada imperdible. El arranque con Wired all night parece cogido de las sesiones de Tattoo you e incluso hoy podría sonar fresca -la nostalgia ya asomaba como una ruta sin retorno-, mientras que Sweet thing tiene un pulso disco/funk con ese falsete propio de sus días de diversión pura.

Cambian los tiempos y también la faena de producción, esta vez a cargo de Rick Rubin, el barbudo que supo pulir con vértigo y brutalidad el metal y el rap de los 80, que rescató a una emblema como Johnny Cash en el otoño de su carrera y que, en el caso de Jagger, lo empujó a un disco simple, sin ambiciones fuera de foco, con variantes que brillan en su justa medida, elemental y directo tal como alguna vez lo fue en la cuna de The Rolling Stones.

Cuando los arqueólogos del futuro observen la cultura del siglo XX, de seguro harán foco en Mick Jagger como una de las figuras que con su prestancia escénica y sus modos interpretativos empujó la liberación sexual y personal de millones de jóvenes. Pero si alguien más común quiere escarbar en su instinto y en su olfato musical, estos tres discos aparecen como el testimonio de un creador más allá de sus labios y sus caderas.

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