Para cualquiera familiarizado -o no- con los Juegos Olímpicos, las primeras páginas de un libro como La pequeña feminista que no sonreía nunca semejan una zambullida a uno de los hitos más grandes de la historia deportiva.
“Lo que la pequeña acaba de hacer manda a freír espárragos cualquier concatenación de cifras, palabras e imágenes. Ya no se trata de lo que podemos comprender. Nadia sabrá explicar lo que acaba de ocurrir. La niña se echa la gravedad por encima del hombro”, relata en el comienzo el texto de la escritora francesa Lola Lafon dedicado a Nadia Comăneci, la gimnasta que barrió con marcas y marcó a una generación completa a partir de su perfecta actuación en los Juegos Olímpicos de Montreal 1976.
Pero al avanzar en el texto, el destino de la rumana -como el de todas las leyendas del deporte- no es sólo eso: deporte. También es un huracán de capítulos donde chocan fragmentos personales, familiares, sociales y políticos. De hecho, La pequeña feminista... no es estrictamente una autobiografía, ni un ensayo, ni un relato de época, ni tampoco una novela; es el trayecto hacia el carácter de una deportista que debió lidiar con situaciones tan únicas y extraordinarias como el estrellato global a los 14 años, el uso propagandístico de su suceso por parte del presidente comunista Nicolae Ceaușescu, la transformación de su cuerpo en una marca a la usanza de las actrices de Hollywood, el agobio de la disciplina que la hizo ingresar a los libros de historia y la posterior huída a Estados Unidos.
“Todos los deportistas exitosos son manipulados por el poder y ahora, además, por las marcas comerciales”, dijo Lafon en una conferencia en Barcelona en 2015, cuando presentó su texto. Luego, cuando levantó el antiguo paralelo entre los países comunistas que tenían a la gimnasia como el arma para amedrentar a sus pares de Occidente, agregó: " Ella optó por una disciplina coercitiva, loca. ¿Pero, acaso, son más libres hoy las muchachas occidentales que están ocho horas delante del Facebook?”.
Para Lafon, la preparación, el trabajo y los resultados de las gimnastas siguen teniendo estrés, opresión y angustia en partes iguales: es la huella dactilar que han presentado cientos de deportistas a lo largo de la historia reciente y que, sin ir más lejos, se puede detectar en otra superestrella, la gimnasta artística Simone Biles, quien abandonó la prueba final por equipos en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, argumentando que “desde que entro a escena, estoy yo sola con mi cabeza, tratando con demonios en mi cabeza. Debo hacer lo que es bueno para mí y concentrarme en mi salud mental, y no comprometer mi salud y mi bienestar”.
En su libro acerca de Comăneci, Lafon relata que las exigencias para ella eran tan altas que a momentos ni siquiera se la comparaba con otras rivales o con otras gimnastas. Ni siquiera, en efecto, se la lanzaba a competir con humanos; la pregunta era “si Nadia tuviera que competir con una abstracción, ¿seguiría obteniendo un diez en su prueba?”.
Ese mismo día de 1976 en que llegó a ese número, muchos jueces aseguraron que, si se hubiera podido poner un 12 o un 11, lo hubieran hecho. O si se hubiese podido inventar un número nuevo para calificar y premiar tamaña excelencia, también habrían apostado por esa cifra recóndita.
Hay otro libro aún más rudo con la gimnasia como nido de fantasmas y demonios, y con consecuencias casi perversas. Y también está consagrado a la rumana. Se trata de Nadia si Securitatea, del historiador Stejarel Olaru, quien escarbó en cómo los servicios de inteligencia del régimen rumano de los 70 siguieron y vigilaron a la atleta, desde sus conferencias de prensa hasta sus llamadas telefónicas.
De hecho, el texto -según lo que ha contado Olaru en entrevistas y tras desclasificar miles de documentos- revela los abusos que sufrió Comăneci por parte del entrenador que la llevó a la cima, Bela Karolyi.
“Las chicas eran golpeadas tan fuerte que sufrían hemorragias nasales”, asegura uno de los informes de los servicios secretos transcritos en el libro, en el que se habla del “terror y la brutalidad” que Karolyi imponía a sus gimnastas. Un médico también acusa al entrenador de tratarlas de “vacas” o de “idiotas”. “Por naturaleza, nunca estoy satisfecho. Nunca es suficiente, nunca”, respondía Karolyi a sus detractores.
“Mis gimnastas son las que están mejor preparadas en el mundo. Y ellas ganan. Es lo único que cuenta”, es otra de las frases con las que, según el investigador, Karolyi justificaba sus abusos y su presión extrema.
Comăneci nunca habló públicamente del tema, aunque un par de meses después de su gloria en Montreal se negó a que Karolyi siguiera siendo su entrenador. Un hombre que también era observado de cerca por la policía secreta y parte de un team en el que nadie podía sentirse confiado: todos se miraban como espías, desde los traductores hasta incluso un pianista que los acompañaba.
La gimnasia es belleza pura cuando se le observa sentado desde una butaca. Pero esas mismas acrobacias que desafían la gravedad a veces no pueden con retos mucho más terrenales.