En la literatura se suelen colocar muchas etiquetas: poeta maldito, narrador de género fantástico, ensayista, poeta del lenguaje, cronista de lo cotidiano, entre otras. La más recurrente es la del “escritor debutante” para quienes publican su primer libro, por razones obvias. Si se siguiera esa vía, le podría sentar a Nayareth Pino Luna (30), una narradora chilena quien hace solo unos días tuvo el lanzamiento de su opera prima (con presencia de Alejandro Zambra y la académica Lorena Amaro). Una novela llamada Mientras dormías, cantabas, editada por Los libros de la mujer rota.
Pero Nayareth -Licenciada en Letras Hispánicas y magister en Educación por la PUC- hace un alto y aclara: “Este no es el primer libro que escribo, es el primero que publico”, explica a Culto. En rigor, esta novela la venía cocinando (otra etiqueta del mundo de los libros, “la cocina literaria”) desde hace un buen tiempo. Solo que decidió esperar la hora precisa de la cocción del menjunje; que el cuchillo entre suave por las papas, que la espinaca eche olor para poder servir el plato en su mesa.
“Lo empecé luego de terminar un libro de cuentos que publiqué en un blog, muy amateur. A finales del 2017 decidí que quería escribir una novela y ahí partió todo. En un diario de vida que luego se transformó en un diario de novela”, cuenta Nayareth.
La joven agrega un detalle del proceso que por estos tiempos de locura por cuál es el mejor modelo de celular o el mejor Macbook, parece un anacronismo. “Para mí la escritura es mejor cuando es a mano, cuando es en voz alta. Esta novela la escribí así, a mano y en voz alta”.
Esos esfuerzos a mano dieron sus frutos el 2020 cuando se adjudicó una Beca de Creación literaria del ministerio de las Culturas para justamente escribir esta novela.
Jorge González decía que uno tiene toda la vida para hacer el primer disco. En este caso tuviste toda tu treintena para hacer tu primer libro, ¿cómo fue el proceso en que lo fuiste escribiendo?
Sin duda que una primera obra da cuenta de una búsqueda del tono, de la voz, de la ética de una escritura que va a ser mi escritura. Supongo que todo lo que escribí antes, todo lo que subrayé en cada lectura, todos los cuadernos, diarios, todo eso es parte, de muchas formas, de esta primera novela. Recuerdo una anécdota muy linda que viví con mi mamá. Yo tenía unos nueve o diez años y en el colegio me pidieron escribir un cuento. Entonces, escribí un cuento sobre un león que coleccionaba piedras. Se lo mostré a mi mamá y ella me dijo que no, que mejor escribiera de la gente y de lo que le pasa a la gente. Y ahí empecé. Mi primera historia fue de una pareja que esperaba a su primera hija. Ahí es cuando la frase de Jorge González cobra sentido también para mí.
¿Alguna vez pensaste en publicar o fue un bichito que te agarró en el camino?
Más que publicar siempre me atrajo la posibilidad de poseer un texto finito. De decir, esto que está acá es un texto, este es su título, estos son sus personajes. Lo de publicar llegó luego de que en 2020 me adjudicara la beca de creación literaria para escribir esta novela y el proceso de publicación ha sido una maravilla, un descubrimiento.
Quiebres y abandonos
La trama de Mientras dormías, cantabas es algo difícil de resumir en una entrevista, pero haremos el intento, sin spoilear. Básicamente, es la historia de una chica, Marta, quien en medio de una animada celebración de Año Nuevo, entre cumbias, bailoteo y bebestibles se reencuentra con el pasado de su familia –su pasado– donde hay cosas que nunca han cuajado del todo, y heridas que siguen abiertas. No es una novela de familias felices, sino de unas donde ha pasado un huracán.
¿Por qué te interesó indagar ahí?
Cuando partí escribiéndola tenía dos cosas claras, primero, el personaje de Leonor, una mujer desahuciada, con una cardiopatía inoperable. Lo segundo, que la historia de esta mujer se iría contando a partir de una fiesta de año nuevo. La fiesta y la enfermedad son tópicos que se viven en familia. La enfermedad por un lado modifica las historias de quienes cuidan y acompañan a los enfermos. Es una relación familiar cruzada por la enfermedad y la muerte. Mi pregunta era cómo se vive una condición así en familia, cómo se sigue adelante después de una historia como esa. Cómo se puede seguir bailando, comiendo, cantando. Y ahí fue que la historia se posiciona en la noche de un año nuevo. Y resultó que esta historia tan particular le ha resultado familiar a muchas personas que me han comentado la lectura de esta novela. Pareciera ser que todas y todos los chilenos bailamos igual, como digo en la novela, pacitos hacia delante, pacitos hacia atrás.
En esta novela hay abandono, relaciones quebradas, los personajes, como Marta y Gabriel, luchan por buscar una verdad que les aclare quiénes son. ¿Cómo fuiste construyendo ese universo sin caer en los clichés de lo sufriente?
Creo que en todo momento cuestioné a los personajes, y ellos, en la novela, también se van cuestionando sus formas de experimentar esas cicatrices. Jamás los compadecí, mi intención no era exponer sus heridas. Esta no es una novela sobre la compasión, es una novela sobre personas que intentan seguir adelante, entender un poco, sí, llorar también, pero seguir. Como dice la cumbia “No importa los años que tienes, es el tiempo el que no se detiene”. Una canción siempre avanza. Luego viene otra y así se va una fiesta. Los personajes tampoco podían quedarse a lamer sus heridas. Zambra en el lanzamiento de este libro decía que esta era una novela cicatriz. Y una cicatriz siempre implica un proceso. Es una herida que ya no más.
¿Qué fue lo que más te costó de la novela?
Como es una novela que toca temas complejos como el abandono, el duelo, la culpa, la enfermedad, a veces me costaba salir de la escritura. Salir de ese espacio al que se accede a través de la palabra que es escrita. Es un lugar que no está ni aquí ni allá, es un lugar que deseo y que busco vez que empiezo a escribir. Pero es bastante difícil salir de ahí. Me veía sumergida en aquello que estaba escribiendo. Y eso no es tan bueno, porque la escritura también se trata de tomar distancia. De poder ver las cosas en perspectiva. De leer. Toda escritura es una lectura también, y lo debe ser ante todo. Debemos ser capaces de ponerle pausa a la escritura y leerse, ojalá en voz alta. Y cuestionarnos, verificar si eso que recién fue escrito da cuenta de la voz que quiero proyectar, de la ética a la que suscribo.
Un ejercicio colectivo
En el proceso de escritura, Nayareth no estuvo sola. Mientras estudiaba Letras aprovechó de tomar varios talleres. Pasó por los de Diego Zúñiga, Claudia Apablaza, Nicolás Cruz, Luis López Aliaga, Arelis Uribe, y hubo uno que la marcó: el de Alejandro Zambra.
En rigor, fue en 2014 cuando fue seleccionada para un taller que el autor de Bonsái daba en la UDP. “Yo estaba recién saliendo de una cirugía y no pude ir, pero él me escribió personalmente para decirme que me guardaba el cupo para la próxima. El 2015, cuando pude tomarlo, yo era una profesora cansada, en mi primer año de ejercicio, y fue muy importante contar con su lectura, con su apoyo”.
¿Crees que se coló algo de su influencia en tu escritura?
Bueno, espero que haya alguna influencia. Es lo que buscamos cuando intentamos leer bien a algún autor. De Zambra destaco la maquinaria que está detrás de eso que pareciera ser simple. Admiro mucho esa capacidad. Contar una gran historia sin agobiar.
Los talleres resultaron claves, ahí fue donde Nayareth trabajó esta novela. Un poco siguiendo la premisa que zanjara Enrique Lihn, de que la literatura, ante todo, es un ejercicio colectivo. “Me leían mis compañeras de taller, principalmente. No sé si en los talleres de escritura se aprende a escribir, creo que se aprende a leer a un otro que está en una búsqueda parecida a la tuya. Entras a esos textos inéditos y funcionan como espejos, de lo que no hay que hacer y también de aquellas cosas en las que hay que insistir”.
Conociendo a Nayareth
¿Cuáles son tus principales referentes como escritora?
En esta novela y durante los tres años que duró el proceso, fue clave Alsino de Pedro Prado. Es un poeta que admiro, y Alsino es una novela que entiende que la narrativa encuentra una gran aliada en la poesía. Intenté transmitir eso en mi novela: el arrojo de la palabra, el ritmo, la poética de una historia. En ese sentido, siempre estoy leyendo poesía. Escribo narrativa porque no puedo escribir poesía, básicamente. Este año he estado muy pegada en la poesía de Carmen Berenguer, de volver a Mistral, de leer detenidamente a Elvira Hernández. Los clásicos también son una lectura constante. Leo tres libros a la vez, uno de poesía, uno de narrativa contemporánea y un clásico. Y por nombrar algunos clásicos que fueron claves mientras escribía esta novela. Moby Dick me enseñó que al contar una historia nos podemos tomar todas las licencias que queramos. La señora Dalloway, que un final puede ser un comienzo. Ana Karenina, que los detalles no son aleatorios, que es necesario entrar en esas pequeñas cosas que pueden decir tanto de nuestros personajes. Frankenstein está muy presente en las reflexiones que hago en la novela sobre la escritura. Y bueno, Manuel Rojas siempre. Todo el día.
¿Cuál ha sido tu relación con los libros y la literatura en tu vida?
Creo que la escritura es una forma de anclarme a un mundo que para mí ha resultado siempre amenazante. Mis palabras son mis costillas, son las que me dan estabilidad. De niña fui sometida a muchas cirugías, a muchas hospitalizaciones, por un síndrome de nacimiento, todo era muy hostil y sin los libros, sin los Beatles, todo hubiera sido muy triste.
Tras esta novela, ¿qué vendrá?
Estoy ideando una segunda novela. El otro día escribí a su primer personaje en un diario que estoy llevando. Se situará en un hospital de niños y niñas. Contará la historias de estos paciente, y las historias de técnicas y técnicos de enfermería. Espero lo mejor de este nuevo proyecto y estoy disfrutando este momento en que todo va surgiendo, en que se define la estructura, la estética.