Cuando el señorito Álvaro Yáñez Bianchi volvió a Chile en 1923, tras haber pasado cinco años en Francia, su idea era una sola. Difundir en estas tierras, entonces aisladas del centro de la actividad cultural del mundo, todo lo que había aprendido en la ciudad luz sobre el arte moderno y la vanguardia. Y para demostrar que la cosa iba en serio tomó un lugar en La Nación, el periódico que había fundado su padre, Eliodoro Yáñez.

Artículos y notas de arte fue lo que el mozuelo comenzó a teclear periódicamente en las páginas del matutino. Como solía ser costumbre en los escritores, adoptó un seudónimo: Jean Emar, una castellanización de la expresión en francés j’ en ai marre, (“estoy harto”). Luego cambiaría Jean al más chileno Juan.

¿De qué estaba harto Emar? Del criollismo que la institucionalidad de las artes de esos años predicaba en Chile como un dogma grabado a fuego en los pinceles, lienzos y cinceles. Nos referimos a los Consejos de Bellas Artes y la Escuela de Bellas Artes. De ahí que el “enemigo” estaba claro. Había una lógica que enterrar.

“La relación de Emar con los Consejos es distante porque no comparte la uniformidad artística de sus integrantes, el desconocimiento que ellos tienen de las tendencias emergentes y denuncia la concentración de poder en los Consejos –explica a Culto el académico de letras de la UC, Patricio Lizama Améstica– . Por eso, llama a los propios artistas a tener mayor protagonismo y participar en las definiciones que los involucran”.

Y nada mejor para disparar que el poder de la palabra. Como un demiurgo que va formando un mundo mientras lo nombra (o lo escribe, en este caso), Emar hizo de su columna de La Nación un verdadero bastión del arte moderno. Estas acaban de aparecer compiladas en una nueva edición vía Alquimia Ediciones titulada Jean Emar y el arte moderno en Chile. La Nación (1923-1927). Quien hizo el trabajo de recopilar fue justamente Lizama Améstica, el mayor especialista chileno en la obra de Juan Emar.

“Una pléyade de artistas que desdeñan las fórmulas”

En estos años 20, “Los locos años veinte” como denominará la historiografía esta década años más tarde, la plástica había iniciado la consolidación de un proceso de renovación. En rigor, enganchándose de un mundo que iba cambiando rápido. La arcaica Rusia zarista había dado paso a la Unión Soviética, en 1922, y tras la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos se había quedado con la hegemonía que hasta entonces ostentaba Inglaterra. En Chile, con la diferencia de un solo voto, Arturo Alessandri Palma había obtenido la Presidencia con su verborreica popularidad, pero su programa transformador chocaba con un añoso sistema político parlamentario ya gastado.

Pero en el arte, los inquietos no perdían el tiempo. En Francia, Emar entendió que estaba en el momento y lugar precisos para asistir al paso del blanco y negro al full color.

“En cuanto a formación, él asistió a la Académie de la Grande Chaumiere ubicada en el barrio Montparnasse donde la enseñanza era más libre y se acogían diversas propuestas emergentes –explica Lizama-. A su regreso a Chile en 1923, todo esto le permitió enjuiciar con mucha claridad la falta de autonomía existente en el campo plástico chileno”.

Junto con él, artistas como Camilo Mori, Henriette Petit, José Perotti, Luis Vargas Rosas y los hermanos Ortiz de Zárate fundarían más tarde, en homenaje a esos años en Francia, el grupo Montparnasse.

El otoñal domingo 15 de abril de 1923 vio la primera columna de Emar en La Nación (citada en el mencionado libro compilado por Lizama). Desde ese momento comenzó a disparar: “Hay en artes plásticas dos grupos de hombres bien definidos: los partidarios de la escuela permanente, especie de templo donde se guardan verdades inamovibles, y los contrarios a la Escuela, a la verdad absoluta, a la clave que dé el poder de hacer obras maestras”.

Y les dedica más palabras a los miembros de la academia: “Se comprenderá con qué odio desencadenado los hombres de escuela ven aparecer, en cada generación, una pléyade de artistas que desdeñan las fórmulas sofisticadas y que proclaman que la última palabra en arte no ha sido dicha aún”.

Así, Emar comenzó a difundir un pensamiento artístico de vanguardia. Sobre todo, defendió al grupo Montparnasse como una especie de referentes de la renovación de la plástica. Esto, prácticamente una década antes de dedicarse a ser un escritor, como fue conocido a posteridad.

¿Fueron importantes estas columnas para que el arte chileno superara el criollismo y el estancamiento? Lizama no lo duda: “Sus columnas fueron esenciales para la renovación de la pintura en Chile, para instalar una nueva posición que se distanciaba de la pintura académica y de la pintura social representada por la generación del 13. Sus columnas elaboran una explicación de la ‘razón de ser’ de la pintura moderna que tiene un fundamento muy diverso al naturalismo”.

De esta misma opinión es el poeta y editor Guido Arroyo: “Un rol crucial de Emar fue, justamente, modernizar toda la esfera de producción y recepción artística en Chile. También las políticas curatoriales. Sin él, creo, habría sido mucho más involucionado –de lo que ya era– el circuito de aquella época. Es cierto: se le puede achacar su condición de aristócrata, rebosante en privilegios. O el haber publicado en el medio fundado y dirigido por su padre, Eliodoro Yáñez. Pero hoy la aristocracia suele desdeñar la reflexión crítica sobre el mundo cultural. Se dedica, más bien, a volver el arte un fetiche comercial. Ejemplo de ello es la faceta de coleccionista de Juan Yarur. Emar, en cambio, visualizaba un fin político en el debate sobre las estéticas, sobre el arte que circulaba en Chile. Sabía que la educación artística era algo crucial”.

Juan Emar, hacia 1925. Colección Biblioteca Nacional.

El futuro escritor fragmentario

Si bien, hizo una tímida aparición en 1917 con un libro inédito llamado Torcuato. Juan Emar siempre estuvo escribiendo, incluso cuando vivió en Europa. “Emar en París escribe, pero cosas que no publica –cuenta Lizama–, hacía eso y tomaba clases de pintura. Eso que escribió se publicó en los 80, son textos muy buenos, hay uno llamado Cavilaciones. No es novela, ni cuento, ni narrativa, nada. Son reflexiones. Ahí ya se ve su poética fuerte, literaria, artística”.

Fue en 1935 cuando comenzó a publicar de un modo más asentado en el campo literario. Fiel a su espíritu inquieto no fueron uno sino tres libros: Ayer, Un año y Miltín 1934.

¿De qué forma sus columnas en La Nación configuraron al futuro escritor? Lizama señala: “De su trabajo periodístico, lo que se ve después en sus novelas, son las temáticas del campo artístico, literario y plástico, particularmente en Miltín 1934”.

Guido Arroyo complementa que el espíritu de las columnas se plasmaría en su material literario posterior: “En estas columnas se logra leer, de forma prístina, el ímpetu modernizador al que apelaría su obra. Las reflexiones sobre las formas, sobre cómo una obra de arte puede impactar a un lector, están contenidas en estas páginas. A su vez demuestran que las influencias para Emar, en obras cruciales como Un año o Umbral (de extensión muy disímil), no estaban para nada ancladas al mundo literario. Convergen allí la pintura, ópera, cine, etcétera”.

De esta forma, Patricio Lizama define al Juan Emar escritor, quien recogió todo lo que le ofrecía la vanguardia de su tiempo. “Es inclasificable. Tiene una visión ocultista, que se nutre del arte, pero no es solo ocultista; o surrealista, pero tampoco es solo surrealista; o que viene de la literatura fantástica, pero tampoco, porque mezcla, elabora y transforma. Una raíz es ocultista, otra surrealista y otra, fantástica”.

“Otra cosa muy importante en él fue el impacto que tuvo la ciencia, la física contemporánea, de la mecánica cuántica, algo muy novedoso en su época y que en el fondo, conecta muy bien con su narrativa”, añade Lizama.

Lizama agrega que la narrativa de Emar es esencialmente fragmentaria y poco tradicional. “Su deseo siempre fue retratar la complejidad de lo real. Como se propone eso, dice que para poder estar en todas partes y ver ese conjunto de la complejidad, tiene que desdoblarse –dice el académico de la UC–. Por eso en sus novelas hay desdoblamientos, pero lo que él quiere es aprehender toda la realidad. Sus textos se caracterizan por la multiplicidad, la complejidad. Ve el universo como una red de relaciones, por eso no puede escribir cronológicamente”.

“Sus novelas son fragmentarias, por eso es que deja de lado el enfoque naturalista, el tiempo cronológico, esto de la novela con presentación, desarrollo y desenlace, porque parte con la idea de querer representar el conjunto –añade Lizama–. Él decía retratar su vida y todas las vidas”.