Chico Buarque ha dicho que primero estuvieron las letras y después llegó la música. “Antes de ser músico, yo quería ser escritor”, jerarquizó en 2015 en una entrevista con El País, aludiendo al profuso equipaje literario con el que creció entre las mudanzas familiares precipitadas por el trabajo de su padre, el historiador y periodista Sérgio Buarque de Hollanda.

Pero su trayectoria de casi 55 años como uno de los autores de las canciones más bellas y estremecedoras escritas alguna vez en portugués, permiten mezclar categorías y asegurar que ambos territorios se han encargado de modelar una personalidad creativa única donde no hay un oficio que estuvo antes y otro que apareció después.

Naturalmente Buarque es popular por su recorrido como cantautor, pero la sensibilidad desarrollada por todo músico atento a su entorno le ha servido para hacer sus novelas mucho más reales y urgentes, mientras que la faena más extensa e introspectiva del escritor ha generado que muchas secuencias biográficas bosquejen sus canciones. Dos almas distintas que pueden convivir sin problemas en un solo creador, casi como si ese efecto lo hubiera olfateado desde un comienzo, cuando la portada de su álbum debut, Chico Buarque de Hollanda (1966, foto principal), lo mostró duplicado, feliz y sonriente por un lado, serio y atribulado por el otro.

El cantante en 2013. Photo: JOSE PEDRO MONTEIRO/AGENCIA O DIA/ESTADAO CONTEUDO. (Photo by JOSE PEDRO MONTEIRO / AGENCIA O DIA/ESTADAO CONTEUDO / Ag�ncia Estado via AFP)

Su última novela, Esa gente -aparecida en español y ya disponible en Chile- es el retrato de ese carácter fragmentado. Se trata de la vida de Manuel Duarte, un novelista al borde de la quiebra que intenta recuperar el dinero que ya no posee y los días de gloria que ya se fueron, a través de la edición de un libro que posterga una y otra vez, mientras rememora a sus exesposas, a los amigos abandonados en el camino y a un Río de Janeiro alguna vez mucho más rutilante.

Pero su intento de viaje de retorno a la cima no es lineal: Buarque levanta un formato difícil de clasificar y estructura la trama como si se tratara de un collage de cartas, recados, mensajes en contestadoras telefónicas y notificaciones judiciales, casi la totalidad de ellos fechados entre diciembre de 2016 y septiembre de 2019, quizás los años más agitados en la historia reciente de Brasil. Ahí mira de frente todas las caras de su nación -en pasajes que no son explícitos desde lo político- y observa actos de racismo, ejecuciones policiales, fiestas lujosas animadas por la bronceada elite carioca y arrebatos autoritarios por parte de la amplia comunidad evangélica. Además, todo narrado por distintas voces, como si se tratara de un coro de personajes atravesados por el mismo sino.

Pero no todo es trágico tampoco. Por el contrario, en esa misma línea del hombre que contempla todos los mundos posibles, Duarte sabe que ya no puede aspirar al paraíso y se resigna con humor autodespectivo a un presente que sólo le exige resistir. “Es como si al volar en círculos el avión reprodujera con mayor fidelidad mi recorrido vital, haciéndome revisitar siempre a las mismas mujeres y las mismas películas, haciéndome volver a los mismos domicilios, disfrutar de repetir mis errores”, dice el personaje en un relato que realiza cuando sobrevuela el Pan de Azúcar, para después detallar cómo han variado sus gustos tras su divorcio: “Prefiero (a las mujeres) que ya vienen lastimadas por otro; mujeres traicionadas, por ejemplo, mujeres con rabia, cabreadas”.

Chico Buarque ha dicho que los protagonistas de sus novelas tienen poco que ver con él. “Tengo poco en común con Duarte, aparte de los bloqueos creativos ocasionales”, aseguró a La Vanguardia. Pero Esa gente es la síntesis de un hombre conflictuado con su arte (Buarque ha advertido que le cargan los shows y que ya no tiene el ímpetu juvenil por hacer discos) y con un país despedazado, tal como se ha mostrado el mismo artista desde la llegada a la presidencia de Jair Bolsonaro.

Es probable que su anterior texto, El hermano alemán, simbolice una travesía mayor hacia sus entrañas al destapar un secreto familiar que habla de un padre que tuvo un hijo en Berlín en los años 30, cuando se desempeñaba como corresponsal de un periódico brasileño, pero de quien Buarque sólo tuvo noticias cuando ya estaba muerto. Ahí inició una búsqueda que lo llevó hasta la viuda en Alemania y también hasta una situación de doble filo: su hermano falleció sin saber que al otro lado del Atlántico estaba emparentado con uno de los artistas más célebres de Brasil.

Quienes hayan disfrutado la obra musical de Buarque saben que sus canciones también se pueden apreciar como crónicas con personajes y vivencias que van y vienen, que evolucionan, que crecen y que tienen un desenlace, donde hay espacio tanto para la nostalgia como para el sarcasmo. Pequeñas novelas musicalizadas, si es que cabe un concepto por el estilo. Ahí están la épica obrera que esculpe en el himno Construção, la metáfora en torno al horror dictatorial que envuelve Cálice y el repaso de personajes esenciales en su destino como si se tratara de la fotografía de Sgt. Pepper’s en Paratodos.

Chico Buarque hay uno solo. Pero el talento de su pluma lo ha multiplicado por dos: escritor y cantautor en un solo cuerpo.