Una gira y una boda. No es poco en la hoja de ruta de cualquier artista y menos lo era durante el verano de 1977 para Elvis Presley, atrapado en las críticas, los calmantes, la hipertensión, el sobrepeso, la paranoia y el insomnio.

Mientras el retorno a los escenarios estaba anclado en un día definido –el 16 de agosto en Portland, su sexto tour de esa temporada-, el eventual matrimonio era un anhelo más a largo plazo, con su última conquista, Ginger Alden, y con la Navidad como el período más posible.

Por lo mismo, una de las figuras más influyentes del siglo XX se mostraba radiante. Poseía dos oportunidades para torcer años cubiertos por la penumbra. “Le dijo a todo el mundo que la gira le hacía mucha ilusión; incluso al doctor Nick le comentó que iba a ser la mejor gira de su vida, pero, tampoco hizo nada para prepararlas, raras veces hacía ejercicio, no reunió las canciones nuevas que decía que iba a incorporar en el repertorio y siguió aplazando la dieta que afirmaba iba a empezar cualquier día”, relata Peter Guralnick en Amores que matan, por lejos la mejor biografía escrita en torno al Rey.

Y la que mejor ha planteado esa doble cara de su epílogo: mientras se ilusionaba con su renacer, su vida seguía descascarándose. Una caída, al menos desde lo personal, que había comenzado cuatro años antes, en octubre de 1973, cuando se divorció de su única esposa, Priscilla. Seguía sobre los escenarios exhibiendo esa imagen sudorosa, robusta, con chispazos de talento interpretativo, casi siempre a punto del desplome, pero en su mansión en Memphis (Graceland) lo que imperaba era la soledad y el encierro.

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No le gustaba recibir gente y, cuando alguien tocaba el timbre, observaba las cámaras de seguridad y enviaba a uno de sus guardias personales a avisar que estaba ocupado. Le sucedía a todos, incluyendo a amigos de su más profunda infancia, como el presentador de TV George Klein –se conocían desde los 13 años-, quien deseaba visitarlo una y otra vez en esa etapa adulta, quizás para darle un pequeño espaldarazo de ánimo, pero Elvis prefería el aislamiento.

O cuando alguien lograba colarse, como su primo Billy Smith, simplemente charlaban banalidades, recordaba los viejos días de jopo y caderas indómitas, o repetían añejos diálogos de Monty Python, como en esas fiestas donde en un minuto los comensales empiezan a disparar trivia televisiva de antaño en un loop que parece no terminar nunca.

También estaba asustado por su vida. Aunque no era tan frecuente que algún chiflado atentara contra un astro del pop –todavía faltaban tres años para el asesinato de John Lennon-, sentía que alguien podía acecharlo hasta poner en riesgo su existencia. No tenía ningún sospechoso en particular, sencillamente anónimos que aparecían en su mente, como fantasmas que lo perseguían y que deseaban verlo en el piso.

Pero cuando llegaba el instante de dormir –muy de madrugada, según consignan sus biógrafos- asomaba otra paradoja: el relajo se acababa. O, más bien, tampoco llegaba la tranquilidad. Temía no pegar los ojos durante horas, que volvieran ciertos dolores corporales y que se repitiera una pesadilla en que lo perdía todo; el dinero, sus cercanos, su familia, la fama, la adoración incondicional de los fans. Hace rato que ya había perdido el aprecio y el respeto de los medios, que de forma mayoritaria subrayaban su exceso de peso, por lo que no quería que el resto también se le desvaneciera de las manos.

Ese sueño maldito tenía una base real. Semanas antes, a fines de julio de 1977, se había publicado el libro Elvis: What happened?, donde dos guardaespaldas ventilaban sus miserias y detallaban todo su calvario en el último tiempo.

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Presley hasta había pensado salir al escenario en la gira hablando sin problemas de sus tormentos, para dejar al texto como un mero cotilleo sin sustento, barajando también la posibilidad de que su propio doctor de cabecera explicara en algunas fechas lo que había sucedido en sus meses de silencio. O sea, que antes de la primera canción, el público oyera una suerte de parte médico de la estrella que tendrían frente a sus ojos.

Todo podía pasar.

El 15 de agosto, el día previo al que despegará su periplo, el cantante se levantó de la cama a las cuarto de la tarde, demostrando una vez más que su rutina funcionaba al revés. En la casa estaba su hija, Lisa Marie, de 9 años, quien había llegado el 31 de julio, y que le servía de cierta compañía, aunque destinaba buena parte de su tiempo a montar el poni que le había comprado papá y a conducir el carrito de golf con su nombre en la parte lateral.

Graceland-

Elvis prefirió llamar a su primo Billy para que vieran la nueva película sobre el general MacArthur, interpretada por Gregory Peck, pese a que le habían dicho que no era tan buena con Patton. Finalmente lo desechó, prendió la televisión y repasó una que otra serie que se emitía en el bloque vespertino.

Tras dejar la pantalla, recordó que tenía una cita al dentista. Le pidió al propio Billy que telefoneara a Ginger para que fueran juntos a la revisión médica. Los momentos que pasaba con Ginger eran algo que lo desvelaba: no cuestionaba su compromiso, pero sí las ganas que ella podía sentir de acompañarlo a instancias puntuales. Por ejemplo, quería que estuviera en su nueva gira, pero algo que todavía no estaba zanjado.

Ya en la consulta, a las 23 horas y donde finalmente sí llegó Ginger, el doctor Hofman le hizo una limpieza y le tapó un par de caries. También realizó lo mismo con su novia. El hombre de Love me tender dejó invitado al especialista a Graceland: como fanático de los autos, tenía que conocer el Ferrari que guardaba en su garaje.

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Volvieron a su residencia cerca de las 00.30 horas ya del día 16 de agosto. El intérprete subió a su habitación sin ver a nadie. Vio un par de detalles de la gira y le pidió a su guardaespaldas, Sam Thompson, que acompañara a Lisa a California en un vuelo que haría por la tarde.

Sobre la madrugada, Elvis y Ginger retomaron la discusión sobre si irían juntos a la gira. Ella no quería: “te vas a cansar de estar conmigo todo el rato”, era su argumento. Pero algo lo tranquilizó: se mantenía en pie la promesa de contraer matrimonio a fin de año.

Se fue a la cama y reapareció ese infierno nocturno cargado de crueldad. Era una pesadilla tan interna como externa. Dolores en los sueños, pero también en lo físico, ya que se había acentuado el malestar de las caries que le habían tratado sólo horas antes. Para aliviarlas, llamó a su médico, quien le envió con uno de sus asistentes –ese grupo bautizado la Mafia de Memphis- una receta con un volumen no menor de medicamentos.

A las cuatro de la mañana, motivó a dos de sus cercanos –Billy y Jo Smith, quienes vivían en Graceland- a jugar al frontón, pese a que caía una leve llovizna. Luego tocó el piano, para después tomar los fármacos prescritos para sus dolores en los dientes. El cóctel también incluyó antidepresivos: pese a ello, no pudo conciliar el sueño.

“Me voy al baño a leer”, fueron las palabras que, según los libros más reputados, habría dicho a las ocho de la mañana de ese día final.

“Ok, pero no te quedes dormido”, fue la respuesta de Ginger, según lo que ella misma escribió en sus memorias Elvis and Ginger (2014).

La advertencia no sólo valía ante la oscilante salud de la estrella en los últimos años. Su baño era un lugar que llamaba al placer, casi una habitación más de Graceland y donde no era difícil descansar durante horas sin ser molestado. Situado en una suerte de segundo piso, al que había que llegar subiendo una escalera, el lugar poseía un trono de color negro, una pantalla de TV frente a la taza, dos teléfonos, un par de sillones y una ducha circular de tres metros de diámetro con una silla de vinilo en el centro.

Es el único sitio que hoy está cerrado para los tours guiados y turísticos que se realizan por la residencia. Son miles y miles de personas las que cada año pueden sólo mirar a lo lejos ese lugar cerrado, clausurado y aislado, casi en señal de que ahí el Rey culminó con su epopeya.

Porque así fue. Varias horas después, hacia las dos de la tarde, Ginger se despertó, llamó a su madre y hablaron un par de trivialidades. Su progenitora le preguntó por Elvis y recién ahí la joven se dio cuenta de que su pareja seguía en el baño. Colgó el teléfono y partió hacia el lugar, preocupada anta el extenso tiempo que Presley llevaba encerrado.

Cuando entró, vino el impacto. Gurelnick lo describe así en su libro: “lo encontró tumbado en el suelo, con los pantalones de pijama dorados, bajados hasta los tobillos y el rostro enterrado en un charco de vomito sobre la mullida moqueta”.

Bastaron segundos para que en Graceland estallara el estupor. Y sólo bastarían horas para que el planeta casi completo quedara en shock. El guardaespaldas Al Strada fue el primero que llegó a intentar reanimarlo, pero sin demasiado éxito. Llamaron a un par de enfermeros, pero ya había cerca de una decena de personas descontroladas alrededor del cuerpo intentado hacer algo. Entre ellos estaba Vernon, el padre del artista –que había sufrido un proceso de envejecimiento a la par del deterioro de su hijo- y Lisa Marie, su única hija, que sólo en la tarde tenía pensado despegar de Memphis con destino a California.

Como si se tratara de un coro sin rumbo que rebotaba por toda la mansión, todos repetían un solo concepto para explicar lo ahí sucedido: sobredosis. Llamaron a una ambulancia y el traslado fue raudo al hospital Memorial Baptista, donde los médicos de urgencia certificaron el fallecimiento.

Maurice Elliot, vicepresidente del hospital, fue el encargado de dar la noticia ante el mundo en una conferencia y luego de una autopsia de dos horas. En el informe forense recogido por Gurelnick, se determinó que el corazón no había fallado, pese a que había una cantidad significativa de ateroesclerosis coronaria, el hígado estaba dañado y el intestino grueso estaba taponeado por material fecal. Los calmantes enviados por su dentista podrían haber sido la clave: era probable que hubiera fallecido mientras hacía fuerza en el inodoro.

Ello rotulaba su muerte como un colapso orgánico generalizado y de múltiples causas, aunque hasta hoy diversas teorías no han llegado a un resultado concluyente.

Además, se encontraron 14 medicamentos distintos en su cuerpo, 10 de ellos en altas cantidades. Cifras: sólo en 1977, se le recetaron 10 mil dosis de fármacos para distintas dolencias.

Elvis Presley

Como fuere, el más grande artista en solitario de la última centuria había fallecido a las 15.30 horas del 16 de agosto, a los 42 años, en plena expectativa de un nuevo tour y cuando ansiaba que la segunda mitad de su vida tuviera un brillo algo distinto. No pudo ser. Pese a que el resplandor de su leyenda sigue más vital que nunca.