El salto de Parasite a la pantalla grande local en febrero de 2020 fue oportuno: se estrenó a tres días de la ceremonia de los Oscar donde daría el golpe a la cátedra como ganadora de cuatro estatuillas, incluyendo Mejor película y Mejor película internacional. El filme coreano reunió más de 200 mil espectadores (una brutalidad para una cinta de autor en el país), por lo que su posterior arribo a Netflix, en septiembre, fue más la extensión de ese fenómeno que una oportunidad de descubrir por primera vez a uno de los títulos más importantes del cine de 2019.
En contraparte, la pandemia privó al público chileno de ver en salas Otra ronda (Druk), la cinta danesa que este año obtuvo el premio de la categoría reservada a las películas extranjeras y que acaba de lanzarse en la misma plataforma de streaming. Un debut que –salvo para aquellos que hayan optado por las vías alternativas– ha permitido al usuario latinoamericano asomarse a un filme que ha debido convivir con una circulación accidentada a raíz de la crisis del Covid. Aquí, un repaso por sus principales luces. Y sobre todo, un par de razones que intentan explicar esa sensación especial que deja la historia luego de haber terminado.
Ese recuerdo de haber visto alto hilarante, emotivo y melancólico en partes iguales. Algo que, como toda buena película, intentamos encajar a nuestra propia vida.
Una premisa irresistible
Cuatro profesores y amigos de un mismo colegio lidian con una existencia gris tanto en sus casas como en la sala de clase, naufragando por la crisis de la mediana edad. La solución del grupo se presenta a través de probar un experimento: beber diariamente para intentar alcanzar mayor plenitud profesional y socialmente, inspirándose en la teoría que propuso el psiquiatra Finn Skårderud respecto a que los seres humanos tienen una deficiencia de alcohol del 0,05%.
El cuarteto, encabezado por Martin (Madds Mikkelsen), profesor de Historia, maneja con tino el cambio y luego viene el lógico desbarranco. El tránsito de esa premisa es manejado por el director Thomas Vinterberg con matices y sin casarse con conclusiones categóricas.
Drama con empatía garantizada
La película es sobre todo el retrato de la crisis de cuatro hombres insatisfechos con sus trabajos y su vida familiar. Pero la cinta también fija un contraste permanente con la juventud a la que ellos guían como profesores. Sin inclinarse por una tesis tan nítida, el filme es astuto proponiendo esa doble mirada generacional con la que cualquiera podría enganchar. El vértigo de la juventud, la nostalgia por los años que se fueron y la frustración ante un presente que podría ser distinto.
Eso sí, sus cuatro protagonistas no tienen dramas profundos ni miserias sin solución. Tampoco caminan por la cornisa de lo que puede significar la quiebra financiera, la infidelidad o un cambio de vida que los arroje a la orfandad total.
Por el contrario, se trata de tipos relativamente normales, con buenos trabajos y vidas estables, pero que simplemente ven como la monotonía los ha apagado. Por eso en el alcohol finalmente no buscan ni fiesta, ni mujeres, ni adicciones, ni coctelería aventurera, sino que simplemente sentirse vivos, electrizados de nuevo. Que el mundo no se paralice a los 40 o cerca de los 50.
Y ahí, en esa conexión con ciertos de espectadores cuyas vidas por momentos se achatan por la rutina, la incertidumbre o el día a día, está la gracia del largometraje.
El año de la pandemia
Luego de toda una temporada sin grandes alegrías en comunión, hay algo en la película que conecta bien con la nostalgia por ese mundo que tras el Covid no ha vuelto a ser igual. Quizás en un contexto no pandémico habría calado tan hondo como en el último año, pero el autoexamen y el viaje emocional que propone el filme –entre desenfrenado y triste– empalma bien con los extremos que ha desatado la limitación de reuniones sociales y las nuevas formas de comunicación.
De hecho, las escenas más memorables suceden en la casa de uno de los protagonistas -Nikolaj, y cuando todos bailan tras varias copas-, en un supermercado buscando bacalao fresco y en un bar donde deben ponerles límites ante el desmadre que se sale de control. O sea, todos sitios que de una otra forma encarnan ritos colectivos, que permanecieron cerrados durante casi año y medio, y que hoy anhelamos visitar, casi recintos (sobre todo los bares) que se volvieron de un momento a otro símbolos de un polvorín prohibido y contagioso.
Hoy de nuevo son templos de libertad y la cinta grafica de forma estruendosa tal estatus.
El tándem director-actor
Vinterberg y Mikkelsen trabajaron juntos solo una vez antes: en La cacería (2012), un crudo drama sobre un hombre que carga con ser acusado de pedófilo en una comunidad, donde el intérprete sacó lo mejor de su repertorio para consolidar un papel vigoroso. En otro registro, y rodeado de tres colegas a la altura (juntos fueron premiados en el último Festival de Venecia), el actor sella un desempeño portentoso, desde su primera escena en la sala de clases hasta un baile final que pasará a posteridad.
Sin lecciones morales: ¿el alcohol es malo?
Aunque la historia tiene giros y desenlaces, no hay cartelitos de advertencia tipo “beber es malo”. Naturalmente es algo que ya sabemos y ahí se genera otro grado de empatía: no necesitamos que venga un largometraje, por muy bueno que sea, a decirnos lo que ha diario nos recalcan desde la televisión o la publicidad.
La cinta no lo hace y, de hecho, celebra al alcohol como una fuente de vitalidad, comunión, alegría y desinhibición. Hay secuencias donde la ebriedad roza de cerca el peligro, pero no pasa de una noche o una resaca infernal.
Incluso propone que todo bien si es que alguien quiere difundir el alcohol bajo sus respectivas virtudes: uno de los profesores (Peter) no tiene problema en sugerirlo a uno de sus alumnos para que de una vez por todas pueda sortear un examen.
La fantasía de un salud
Puede que Otra ronda también active una pequeña fantasía sumergida en los instintos de cualquiera: llegar con un poco de alcohol al lugar de trabajo, por esencia el espacio donde el ser humano debe acatar reglas, respetar jerarquías, cuidar modales y reprimir comentarios. O sea, todo lo que un par de copas puede desintegrar en minutos.
¿Qué pasaría si lo hiciéramos? ¿Qué diríamos? ¿Cómo nos mirarían? ¿Cómo funcionaríamos?
Desde la ficción, Otra ronda entrega las respuestas a un escenario que nos parece demasiado incorrecto. Y que por lo mismo nos gusta tanto verlo en pantalla.
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