¡Vuelve ABBA! Es una de las noticias musicales del año y podría escalar sin problemas entre las más relevantes de las últimas décadas.
Pero retornan en un show digital en cuerpo de hologramas. Ahí todo el éxtasis inicial empieza a desvanecerse. La vuelta después de cuatro décadas del conjunto más popular y fascinante nacido en Suecia dejó un sabor inesperadamente agridulce.
Por un lado, el estreno de dos canciones y de un nuevo disco para fin de año alimentan el entusiasmo de escuchar nuevamente al grupo que, después de The Beatles, mejor aprovechó las virtudes de la canción pop para diseñar piezas de soberbia belleza melódica e interpretativa. Composiciones que en sólo un par de segundos cumplían la travesía sin escalas de hacerte reír, bailar y llorar.
Dos artesanos finos de la composición -Benny Andersson y Björn Ulvaeus- trabajando en los 70 para el contrapunto vocal diáfano elevado por Agnetha Fältskog y Anni-Frid Lyngstad: resulta al menos atractivo saber cómo el cuarteto se desenvuelve hoy con las tecnologías actuales y con inspiraciones más adultas.
Pero, en contraparte, se mastica la decepción al caer en cuenta que nada de eso será mostrado en vivo por sus creadores. Ellos no saldrán a defender sus propias composiciones y su historia. Serán espejismos digtales elaborados por un equipo de voluminoso prestigio -la compañía de efectos especiales Light & magic, fundada por George Lucas, además de la participación de Johan Renck, director de la serie Chernobyl- y que dará vida a un proyecto bautizado como Voyage, con fechas en Londres para 2022.
No se han esgrimido razones para la ausencia física de los artistas en los conciertos, pero se puede especular que el paso del tiempo los ha hecho priorizar la labor de estudio, o que los conflictos privados que sepultaron a la agrupación en 1982 aún persisten como fallas tectónicas que nunca han dejado de remecerlos.
Como fuere, el regreso más esperado de los últmos tiempos es un sueño del que se despierta rápido: la gente quería ver a ellos cuatro abrazándose sobre un escenario (ni siquiera estuvieron juntos en el evento que anunció la operación retorno).
Los hologramas han sido uno de los negocios más ascendentes y perturbadores de los últimos años en la industria del espectáculo, centrados mayoritariamente en figuras fallecidas como Amy Winehouse, Whitney Houston, Michael Jackson, Tupac Shakur, Frank Zappa, Roy Orbison o Buddy Holly, donde la tecnología genera réplicas a escala real y asombrosamente parecidas, con los mismos movimientos, gestos y tics de la leyenda que ya no está.
Sus críticos más empedernidos han subrayado que la música en vivo es precisamente eso: una experiencia vital, auténtica, eléctrica, la única donde la superestrella mira de frente a su público, por lo que no valen los trucos ni las simulaciones distópicas. Finalmente, un show de hologramas sella un acuerdo tácito entre dos partes que comprenden que aquello es una trampa: el espectador paga sabiendo que lo que está ahí al frente no es su ídolo, mientras que el organizador ofrece un fantasma sin emociones ni vida propia.
Con ABBA el ejercicio asoma aún más chocante, porque sus integrantes siguen vivos y al parecer bajo el apetito de disfrutar por última vez de su legado antes del adiós definitivo.
Aún más: las dos composiciones que estrenaron, I still have faith in you y Don’t shut me down, recuperan el acento majestuoso y vibrante de su era de oro. Cogen lo mejor del ayer para incorporarlo al siglo XXI. Por ejemplo, la primera es una balada que parte con un pasajes vocales tenues por parte de ambas cantantes, para luego ir amplificándose hasta llegar a un estallido donde incluso arrecia una guitarra eléctrica, en la misma lógica de descarga épica ya trazada en clásicos como Knowing me, knowing you o The name of the game.
En tanto, el segundo track es ABBA en su cara más rítmica, con teclados, bases grabadas y las voces mucho más joviales, fluyendo gráciles y tan características como siempre, recordando hits como Honey, honey.
Por todo aquello, ver a los suecos en tiempo real era el verdadero broche de oro. Sobre todo para varias generaciones que sólo los descubrieron a partir de los 90, cuando la banda fue rescatada gracias a su magistral catálogo, no sólo por agrupaciones como Erasure, sino que también por seguidores que vieron ahí la naturaleza sublíme de la canción pop.
¿Valió la pena tanta espera para volver a ver a Abba como espíritus robotizados? La banda sueca abre sin querer un tentador neogocio. Ya no sólo se trata de cadáveres resucitados por computadores. Puede que sea el inicio de la era en que grupos que anhelamos ver reunidos ahora nos cobren una entrada por disfrutarlos como meros pantallazos.