Hay libros que contienen un enigma, están habitados por una fuerza irracional, oscura y a la vez poética. Lumpérica de Diamela Eltit es uno de ellos. Está más allá de la comprensión, pese a que uno lo lea en varias ocasiones. El juicio se escapa. Sigue impregnado de locura y dolor. Escrito con demencia, provoca emociones perturbadoras. La exhibición del inconsciente es tan singular que amplía el concepto de novela. Plantea un examen del paisaje y las atmósferas: el eriazo y sus habitantes, una plaza que es el paseo de la angustia. Utiliza la reiteración psicótica, lo fragmentario, el discurso quebrado que irradia imágenes que integran lo callejero y lo teórico.
¿Por qué revisar la obra de Diamela Eltit hoy? Quizá para observar cuánto y cómo queda su gesto fundacional, disruptivo y crítico, que empezó en los márgenes de los años ochenta y que ahora ocupa un lugar principal en el mapa de la escritura latinoamericana.
Sus tres libros sobre el delirio: Lumpérica, El padre mío y El infarto del alma son los que más me atraen. En vez de entenderse, apelan a ser captados por los sentidos. No solo refieren el desvarío, lo transcriben.
El padre mío nace del contacto con un esquizofrénico al que Eltit conoce “pasado por múltiples hospederías, barrios prostibularios y diversas situaciones de vagabundaje que Lotty Rosenfeld iba documentando en video”. Su habla es alucinada, reúne la historia y lo paranoico en una trama de frases inconexas de brutal contundencia expresiva.
El infarto del alma proviene de los viajes al manicomio de Putaendo que Diamela Eltit, junto a la fotógrafa Paz Errázuriz, realizaron a comienzos de los años noventa. Investigaban las relaciones entre pacientes que vivían el encierro, la enajenación y la pobreza. La autora describe lo que ve y especula. Se alterna el relato con la voz los pacientes. Aparece lo sentimental en estado puro: “Dijiste que mi amor te despedazaría. Estás en mí. Es verídico, el crimen podría producirse en cualquier instante. No sé si es la virtud de la juventud o el vicio que acecha a esta prematura vejez. Lo único que pido es que vigiles al Dios manco cayendo de rodillas”.
Otra veta que indaga Diamela Eltit está consignada en sus novelas acerca de la intimidad. Por la patria y Los vigilantes se despliegan en torno a madres e hijos. Relatan tensiones psíquicas, vínculos complejos y una domesticidad opaca. Describen la sofisticación y la precariedad de las emociones asoladas por rutinas sofocantes. El abandono, la ternura y la aversión están unidos en los cuerpos de sus protagonistas. El estilo de Por la patria es crudo y temerario, destroza el concepto de la narración lineal. Los vigilantes está contada con un temple imperioso, que trasunta resentimiento y daño: “En unos momentos me hundiré entre las gastadas cobijas de mi lecho y te aseguro que tu hijo se despertará únicamente para privarme del descanso que requiero”.
Vaca sagrada es un libro de amor y fuga, que se vincula tangencialmente a los anteriores. Lo edité hace poco, fascinado por cómo expone los territorios del sur y la pasión tórrida de dos perdidos. Urde monólogos, anotaciones, ideas y diálogos para transmitir la intensidad y ardor de una historia sobre el poder y lo privado. Su lirismo es cruel. No es fácil, obliga a entregarse al temple impulsivo de quien cuenta sin eludir el rastro de sus pulsiones. La incomodidad y el desasosiego se mezclan como en un sueño agitado.
Recuerdo ciertos textos de Diamela Eltit movido por el deseo que me dejaron. Sus premios son un detalle al lado de la influencia que ejerce sobre varias generaciones. Pertenece a una estirpe fundada por José Donoso y Carlos Droguett. El obsceno pájaro de la noche y Patas de perro son los antecedentes del proyecto de Eltit. Así lo ha manifestado en sus ensayos. Ambos retratan a personajes sentenciados por sus diferencias con la sociedad. Enfocan los tormentos de sujetos desde dentro, incluyen la conciencia de los rechazados. Marta Brunet también tiene páginas que remiten a las atmósferas y el carácter abstracto de su escritura. Eltit, eso sí, es la más radical.
La dimensión política es ineludible en su literatura. La establece respecto de los cuerpos que resisten y padecen. Diamela Eltit ha confesado que escribe sin reglas. Se lanza a las zonas que le dictan sus instintos. La intuición no le falla. Lejos de las convenciones, actualiza traumas que subyacen en la cultura. Continúa siendo un desafío el trato con el idioma que sostiene. En especial, por su distancia ante la claridad. Pone en discusión un valor que la mayoría considera intocable. Cautiva con su disposición al juego y al riesgo con el lenguaje.