Fueron 17 minutos de cadena nacional en, cómo no, horario prime. La situación requería que el popular show de Ed Sullivan se hiciera a un lado porque las palabras del Presidente John F. Kennedy desde el despacho Oval sonaron más urgentes que nunca para la expectante audiencia estadounidense. De California a Boston, de Chicago a Texas, la sensación de peligro era la misma para todas y todos. El semblante serio y adusto -poco habitual en él- aumentaba la sensación de que esto era algo nunca visto.
“Este Gobierno, como había prometido, ha mantenido el más cercano de vigilancia de la acumulación militar soviética en la isla de Cuba. Durante la semana pasada, la evidencia inconfundible ha establecido el hecho de que una serie de emplazamientos de misiles ofensivos está ahora en preparación en esa isla prisionera. El objeto de estas bases no puede ser otro que proporcionar una capacidad de ataque nuclear contra el hemisferio occidental”, dijo el joven mandatario en la pantalla chica. Era la fría noche del 22 de octubre de 1962.
Solo habían pasado unos meses desde que Brasil se había proclamado campeón en el séptimo mundial de fútbol Copa Jules Rimet que se desarrolló en Chile, y la atención del mundo ya no estuvo puesta en la redonda emoción del balompié sino en otra más terrible. O por lo menos eso parecía. El 14 de octubre de 1962, durante un vuelo de reconocimiento, un avión espía estadounidense, un U-2, detectó que en la cercana Cuba se estaba instalando una base de misiles soviéticos. Era la llamada Operación Anádir.
No era un problema menor. La Unión Soviética tenía poder de fuego a escasos kilómetros del suelo estadounidense. Hasta ese momento, salvo Inglaterra en 1812 y una que otra incursión mexicana en el sur, ningún otro país foráneo había atacado directamente a la tierra del Tío Sam.
En ese mismo discurso, Kennedy dio a conocer las medidas que ya había tomado. Una zona de exclusión alrededor de la isla. “Todos los barcos, de cualquier tipo, con destino a Cuba desde cualquier nación o puerto, si se descubre que contienen cargamentos de armas ofensivas, serán devueltos”. Lisa y llanamente, se trataba de impedir la entrada de buques soviéticos a la tierra de Fidel Castro.
Y más aún, el oriundo de Massachusetts fue enfático: “Será política de esta nación considerar cualquier misil nuclear lanzado desde Cuba contra cualquier nación del hemisferio occidental como un ataque de la Unión Soviética a los Estados Unidos”.
¿La idea tenía algún asidero legal? Al menos desde el punto de vista del gigante del norte, sí la tenía. “La justificación legal para la cuarentena se encontró en la carta de la Organización de Estados Americanos (OEA) que autorizaba a sus Estados miembros a tomar ‘medidas colectivas para proteger la seguridad de América’. El día 23, la OEA votaba la aprobación de la medida”, señala el historiador Álvaro Lozano en su libro La guerra fría (Melusina, 2007).
Por debajo, las cosas se iban moviendo. Uno de los más cercanos asesores del mandatario, su hermano Robert -a la sazón, fiscal general- se mantuvo en contacto directo con el embajador soviético en EEUU, Anatoly Dobrynin. Además, Kennedy ordenó otras acciones.
“Las tropas en Florida comenzaron a realizar preparativos para invadir Cuba. Se ordenó a las fuerzas armadas que se preparasen para una posible guerra nuclear. Los bombarderos estratégicos fueron puestos en estado de alerta. Según Kennedy, las probabilidades de desastre eran ‘de una entre tres e incluso más’”, señala Álvaro Lozano.
En el Kremlin, en la lejana Moscú, el líder soviético Nikita Kruschev tomó nota. No le gustó en absoluto la idea de que se bloqueara el ingreso a Cuba. Su reacción fue dura. No aceptó la medida del bloqueo y el 24 de octubre instruyó a que sus barcos simplemente continuaran avanzando. La tensión iba en aumento. Sin embargo, durante las primeras horas del 25 de octubre, inesperadamente, los busques soviéticos disminuyeron su velocidad de marcha. La señal era clara: Kruschev buscaba dialogar.
“Me trató como a un niño pequeño”
Para ese octubre de 1962, las cosas entre ambos colosos no estaban buenas. En agosto de 1961, el bloque soviético había iniciado la construcción del muro que separaba la mitad oriental de la occidental de la ciudad, lo que causó el rechazo del mundo capitalista y que el mismo John Kennedy visitara la capital germana y pronunciara su famosa frase “soy un berlinés”. Eso fue deteriorando las relaciones.
“Las relaciones entre Kennedy y Kruschev se habían deteriorado con motivo de la cumbre de Ginebra en junio de 1961 -señala Álvaro Lozano-. Durante el encuentro, el líder soviético amenazó con un ultimátum sobre Berlín y advirtió a Kennedy de que la URRS iba a continuar apoyando a las guerrillas antioccidentales en el tercer mundo. ‘Me trató como a un niño pequeño’ se quejaría amargamente Kennedy. La cumbre pudo convencer a Kruschev de que Kennedy era un presidente ‘torpe y novato’”.
Por si fuera poco, el decidido apoyo a la Cuba socialista de Fidel Castro no hizo sino empeorar el asunto. En el poder desde 1959, Estados Unidos no hizo sino pensar en la manera de derrocarlo. Lo hizo directamente a través de la llamada Invasión a Bahía Cochinos, donde un grupo de exiliados cubanos anticastristas -entrenados por EEUU- invadieron la isla, en abril de 1961. Fue un desastre. Solo en 65 horas, Castro había vencido a los invasores. Todo gracias a la ayuda prestada por la Unión Soviética, que alertó al líder cubano de los planes.
Todo estuvo a un soplo de irse al garete. El 27 de octubre, un avión estadounidense U-2 fue derribado desde la isla. Eso agrió el ambiente y las negociaciones se mantuvieron tensas. Fidel Castro pidió a Moscú no ceder. En una carta enviada a Kruschev, le dice: “Del análisis de la situación y de los informes que obran en nuestro poder considero que la agresión es casi inminente dentro de las próximas 24 o 72 horas”.
Las negociaciones, frenéticas de lado y lado, fueron rápidas y finalmente llegaron a un puerto. Kruschev accedió a retirar los misiles soviéticos de la isla, pero con dos condiciones: que Estados Unidos garantizara no invadir Cuba ni apoyar operaciones en ese sentido, y que retirara los misiles nucleares que tenía estacionados en Turquía. Kennedy aceptó y el mundo pudo respirar aliviado.
A partir de este episodio se creó el llamado “Teléfono rojo”, una línea de comunicación directa entre Moscú y Washington.
¿Quién fue el vencedor del episodio? Lozano asegura: “Kennedy fue, sin duda, el claro vencedor de la crisis. Había conseguido hacer retroceder a Kruschev al mismo tiempo que le dejaba una puerta de salida honrosa. Según A. Schlesinger, fue una ‘combinación de dureza y entendimiento’...Por su parte, el dirigente soviético perdió la partida en Cuba al haber apreciado equivocadamente la determinación norteamericana. Según el profesor Merrit Miner, ‘los errores de interpretación de las intenciones norteamericanas y de la naturaleza de la política y de la sociedad norteamericanas eran la regla más que la excepción en el Kremlin’”.
Sin duda, Kruschev saldría más damnificado de la situación, puesto que debió finalmente renunciar a su cargo de secretario general del PCUS, en 1964. Sin embargo, igual obtuvo ciertas ganancias. “Kruschev obtuvo también importantes beneficios de la crisis: se aseguró el mantenimiento de un régimen comunista estable en Cuba, a las puertas de EEUU. También demostró que sabía detenerse a tiempo antes que arriesgar un conflicto nuclear y controlar así a un Fidel Castro, principal implicado en la crisis que finalmente sería el gran ausente en su resolución, quien sí deseaba llegar hasta el final. Por otro lado, Kruschev había logrado que EEUU negociase de igual a igual con la URSS y que reconociese los intereses soviéticos como legítimos”, señala Lozano. Su sucesor fue un duro: Leonid Brezhnev, quien aceleró el programa de armamento soviético y tendría una línea más inflexible, pero esa es otra historia.
La guerra fría en la cultura
Por supuesto, el tema ha sido abordado de varias maneras. Partiendo por el mencionado libro La guerra fría, de Álvaro Lozano, donde el historiador hace un recorrido por los principales hitos del conflicto que marcó el siglo XX.
Otro libro que puede servir para ilustrar el período es Breve historia de la Guerra Fría, del historiador español Eladio Romero, de editorial Nowtilus.
También La Guerra Fría - Una historia mundial, del historiador noruego Odd Arne Westad y editado por la española casa editorial Galaxia de Gutenberg. Ahí, el estudioso señala: “Después de la Revolución cubana, ningún otro acontecimiento situó más a América Latina en el contexto de la Guerra Fría que el golpe de Estado de 1973 en Chile”.
Asimismo, podemos citar La crisis de los misiles - Trece dramáticos días al borde del holocausto nuclear, del periodista Hugo Montero.
En la pantalla, también ha sido tocado el conflicto. En Netflix se encuentra el documental Cuba libre, realizada originalmente para televisión en 2016, en que se repasa la historia de la isla desde el período colonial hasta nuestro días, donde se escucha a partidarios y detractores del proceso revolucionario, como Juan Antonio Rodríguez Menier, exjefe del servicio secreto cubano, Nikolai Leonov, jefe de la KGB en América Latina desde 1953, Marita Lorenz, examante de Fidel, el escritor Leonardo Padura, entre otros.
También podemos mencionar la serie de TV de ocho episodios, Los Kennedys, de 2011, con el actor Greg Kinnear en el rol de John F. Kenendy, aunque la serie aborda la vida de tres de los integrantes del clan: el patriarca, Joseph “Joe” Kennedy (Tom Wilkinson), el mismo John y el afamado hermano Robert “Bob” Kennedy (Barry Pepper). Justamente uno de sus capítulos, el sexto, se aborda la crisis de los misiles. Hoy la serie puede verse vía YouTube.