La anécdota la cuenta Alejandro Zambra en su clásica novela Formas de volver a casa, en la sección del libro cuando el personaje es él mismo. Aborda un avión de Punta Arenas a Santiago y comparte el viaje junto a dos señoras, quienes, al enterarse que era un escritor, una de ellas le preguntó muy en órbita vieja escuela, cuál era su seudónimo.
“Le respondí que no tenía seudónimo. Que desde hacía años los escritores ya no usaban seudónimos. Me miró con escepticismo y a partir de entonces su interés en mí fue decayendo. Al despedirnos me dijo que no me preocupara, que tal vez pronto se me iba a ocurrir un buen seudónimo”, relata el autor, hoy afincado en México.
Lo cierto es que la práctica de firmar libros con otro nombre, en rigor, suele usarse en las postulaciones a fondos de libro y en los premios municipales de Literatura. Pero en el ámbito de la publicación, cada vez es menos frecuente. El fallecido poeta Efraín Barquero fue uno de los últimos ejemplos en el uso de aquello. Otro era Pedro Lemebel, quien usaba su apellido materno. Por su lado, Elvira Hernández es el ejemplo en las autoras vivas. El nombre con que firma sus libros en realidad es el seudónimo tras Teresa Adriasola.
Pero el tema ha vuelto a la palestra por un hecho muy singular. El pasado sábado 16 de octubre, se dio a conocer a la galardonada con el Premio Planeta, la española Carmen Mola, por su novela La bestia. Hasta ahí, era una noticia más de premio para una autora. Sin embargo, la sorpresa fue mayúscula cuando al estrado no subió una mujer sino tres hombres: Agustín Martínez, Jorge Díaz y Antonio Mercero, guionistas que han publicado bajo el pseudónimo de Carmen Mola.
En declaraciones posteriores al diario El Mundo, de España, los autores se refirieron al tema. Agustín Martínez apuntó: “Hay algo muy sano en eliminar esta obsesión por el autor, por saber quién es, cómo viste, qué vida tiene”. Y señaló que en rigor, el foco debiera estar más en las historias más que en la biografía. “Si Carmen Mola ha funcionado es porque las historias han gustado a los lectores. Desprenderse del ego es difícil pero intentamos dejarlo fuera de la habitación. En el fondo, nosotros no importamos tanto”, añade.
Por su lado, Jorge Díaz señaló que el seudónimo se les estaba convirtiendo en una carga. “Estábamos hartos de mentir. Por eso pensamos en salir del armario por todo lo alto, con gran aparato eléctrico”, señaló a El Mundo. “Últimamente teníamos la sensación de que en cualquier momento podía saltar el secreto y tampoco queríamos que nos desenmascararan. Mejor hacerlo nosotros”.
El hecho trajo coletazos. Una librería madrileña especializada en literatura de mujeres, Mujeres & Compañía, decidió retirar de su fondo todos los libros de Carmen Mola. “Nuestra aportación al jastag Carmen Mola, pero Mola más que los señores no lo ocupen todo”, se dijo desde la librería, y además, justificaron su decisión: “Como librería que cuida un fondo especializado de autoras, sabemos lo que implica tomar decisiones políticas que atraen sin remedio violencia patriarcal... para nosotras y para ti, autocuidado es también bloquear trolls y permitirnos tiempo offline”.
No es el único caso
Por supuesto, la historia de un seudónimo tan particular no es el único caso registrado en los últimos años. Descontando los clásicos Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Richard Bachman, o Mark Twain, también hay casos donde una mujer firma como hombre, o visceversa.
Por ejemplo, la misma J.K. Rowling. La inglesa ha publicado una serie de novelas del género policial bajo el seudónimo de Robert Galbraith. Bajo ese nombre han visto la luz El canto del cuco (2013), El gusano de seda (2014) o El oficio del mal (2015).
También el caso del escritor adolescente J.T. LeRoy, quien firmó dos novelas de inspiración autobiográfica: Sarah (1999) y luego El corazón es mentiroso, la cual fue llevada al cine en 2004, donde describía su juventud con carencias, sus problemas con las drogas y su experiencia como prostituto. Sin embargo, en 2005 se descubrió que tras ese seudónimo masculino se encontraba Laura Albert, una escritora treintañera de Nueva York.
Otro ejemplo es el del filólogo y traductor andaluz Manuel Moya, quien a fines de la década de los 90 publicó volúmenes de poesía bajo el pseudónimo de Violeta C. Rangel como La posesión del humo o Cosecha roja. Pese a que se descubrió el truco, los versos de esta falsa poeta fueron traducidos a varios idiomas, y obtuvieron reconocimientos y fueron incluidos en numerosas antologías. Al final, parece que Agustín Martínez tiene razón, y el nombre del autor o autora no importa tanto.